Thursday, June 2, 2016

Capítulo 1 - La Ciencia de los Antiguos - Tratado Elemental de Ciencia Oculta - 1ra. Parte - La Teoría




TRATADO ELEMENTAL DE
CIENCIA OCULTA



Explicación completa y sencilla de las teorías y de los símbolos de los antiguos autores  esotéricos,  los alquimistas, los astrólogos,  los cabalistas, etc.
ÍNDICE
Nociones Preliminares La Triunidad  
PRIMERA PARTE
Capítulo I. La Ciencia De Los Antiguos
Capítulo II. El Método En La Ciencia Antigua Capítulo III. La Vida Universal
SEGUNDA PARTE
Capítulo IV. La expresión de las ideas Capitulo V. La expresión analítica de las ideas
Capítulo VI. De la expresión sintética de las ideas
TERCERA PARTE
Introducción A La Tercera Parte Capítulo VII. La Tierra Y Su Historia Secreta Capítulo VIII. La Raza Blanca Y La Constitución De Su Tradición Capitulo IX. Constitución del hombre Capitulo X. El plano astral Capitulo XI. La ciencia oculta y la ciencia contemporánea
Bibliografía metódica de las ciencias ocultas
APÉNDICE
Cómo me hice místico







TRATADO ELEMENTAL DE
CIENCIA OCULTA
Papus (Doctor Gérard Encausse)
PRIMERA PARTE
LA TEORÍA Capítulo I
LA CIENCIA DE LOS ANTIGUOS

La ciencia de los antiguos - Visible manifestación de lo invisible - Definición de la ciencia oculta.  

En la actualidad es probable que se tenga demasiada inclinación a confundir las ciencias con la Ciencia, que no es la misma cosa, pues si ésta es siempre igual, siempre inmutable en sus principios, aquéllas, por el contrario, varían según lo quieren el parecer y los deseos de los hombres. Así, lo que hace un siglo, por ejemplo, era una científica verdad de la Física, hoy está muy cerca de hundirse en las fantásticas regiones de lo fabuloso (recuérdese el caso del flogisto), y débase, como ya lo hemos indicado, a que estas cuestiones relativas a hechos particulares constituyen el dominio propio de las Ciencias, dominio en el cual los señores de él cambian a cada paso. 
Nadie ignora que esos hechos particulares son, precisamente, los que atraen la atención de los sabios modernos de modo tan exclusivo que se acaba por adjudicar a la Ciencia todos los progresos reales alcanzados en una multitud de ramas especiales. El defecto de tal manera de proceder surge cuando se trata de reunirlo todo, de constituir realmente la Ciencia condensándole en una síntesis, expresión total de la Verdad eterna. 
La idea de crear una síntesis que abrace en pocas e inmutables leyes la enorme masa de los conocimientos de detalle que ha ido acumulándose desde hace dos siglos, resulta a los ojos de los investigadores de nuestra época un algo que se realizará en tiempos futuros aún tan distantes, esperando que sus más lejanos descendientes futuros lleguen a ver alborear ese día en el horizonte de los conocimientos humanos. 
Seguramente tenemos una audacia increíble al afirmar que esa síntesis ha existido; que sus leyes son verdaderas hasta el punto que del modo más estricto se acoplan a los descubrimientos modernos, teóricamente hablando, y que los iniciados egipcios de las épocas de Moisés y de Orfeo las conocían del modo más íntegro y definitivo. 
Sostener que la Ciencia ya existía en la más remota antigüedad sirve, ante la mayoría de las personas de sano juicio, para granjearse fama de cándido o de embustero. Sin embargo, me propongo llegar a probar esta paradójica pretensión y sólo ruego a mis impugnadores que me concedan aún unos instantes de atención. 
Lo primero que se me preguntará, es dónde existen las huellas dejadas por tal sabiduría de los antepasados; qué clase de conocimientos abarcaba; qué descubrimientos de carácter práctico ha producido; cómo podía llegarse a poseer esta pretendida síntesis de los humanos conocimientos. 
Considerando el asunto con la debida imparcialidad, se llega a la convicción de que no faltan los materiales necesarios para reconstituir ese arcaico saber. Los restos de antiguas construcciones, los símbolos, los jeroglíficos, los ritos de las iniciaciones, los diversos manuscritos, etc., componen un nutrido conjunto de testimonios que vienen a prestarnos su valiosa ayuda. 
Por desgracia, muchos de esos testimonios resultan intraducibles para quienes poseen la clave y poca gente está dispuesta a buscarla. La supuesta gran antigüedad de otros, tales como los ritos y los manuscritos, es cosa que está muy lejos de ser aceptada. Nuestros hombres de ciencia hacen que se remonten, cuando más, a los tiempos de la Escuela de Alejandría. 
Necesitamos, pues, descubrir sólidos fundamentos que no admitan discusión y vamos a buscarlos en las obras de los autores que vivieron en época anterior a la de dicha escuela.  Pitágoras, Platón, Aristóteles, Plinio, Tito Livio y otros, nos ofrecen la demandada prueba. Es de creer que nadie se atreverá a negar la vieja fecha de estos testimonios. 
Verdaderamente no es nada fácil y sencillo la busca de datos referentes a la Ciencia arcaica, sacando, uno por uno, de la lectura de los viejos escritores, y debemos innegable gratitud a los que se han cuidado de realizar esta labor, llevando a feliz término tan estupenda empresa. 
Entre los varios que la han efectuado, no pueden merecer olvido:

  • Dutens (Origine des decouvertes attrib. aux modernes), 
  • Fabre d'Olivet (Vers dores de Pythagore, Histoire philosophique du genre humaine) y
  • Saint-Yves d'Alveydre (Mission des Juifs).

Abramos el libro de Dutens y veremos los efectos obtenidos por la ciencia antigua, leamos a Fabre d'Olivet y a Saint-Yves d'Alveydre y con ellos penetraremos en los templos donde irradia una civilización cuyas manifestaciones dejan atónitos a los hombres cultos de hoy. 
En el presente capítulo sólo me es dado resumir lo que descubren estos autores. A sus obras aconsejo que acudan todos los que quieran comprobar mis afirmaciones, y en ellas encontrarán los necesarios testimonios de su veracidad. 
En lo tocante a la astronomía, los antiguos conocieron el giro de la Tierra alrededor del Sol (Dutens, cap. IX), la teoría de la pluralidad de los mundos habitados (Dutens, cap. VII), la atracción universal (Dutens, cap. VI), las mareas originadas por la Luna (Dutens, cap. XV), la composición de la Vía Láctea y particularmente la ley que inmortaliza a Newton. A propósito de este asunto, no resistiré al deseo de copiar dos párrafos de Dutens muy significativos. Uno reproduce lo que acerca de la atracción universal enseña Plutarco, y el otro se refiere a la ley de los cuadrados de Pitágoras. 
“Plutarco, que conoció casi todas las más gloriosas verdades de la astronomía, vislumbra la fuerza recíproca que hace gravitar a los planetas los unos hacia los otros, y ansioso de esclarecer la razón que explica por qué los cuerpos tienen infaltable tendencia a caer al suelo, halla el origen en una mutua atracción entre todos, causante de que la Tierra haga que graviten hacia ella los cuerpos terrestres, lo propio que el Sol y la Luna, hacen gravitar hacia sus masas las partes que les pertenecen, reteniéndolas, en virtud de una atractiva energía, en su esfera particular. En seguida hace aplicación de estos fenómenos especiales a otros más generales, y teniendo en cuenta cómo ocurren las cosas en nuestro globo, deduce, en virtud del mismo principio, cómo han de ocurrir, respectivamente, en cada uno de los cuerpos siderales. Luego los estudia desde el punto de vista de las correlaciones que entre ellos deben existir según el indicado principio. En otro lugar habla también de la fuerza inherente a los cuerpos; es decir, a la tierra y demás planetas, para atraer hacia sí a todos los cuerpos que le están subordinados” (Dutens I, De facie in orbe lunae, Plutarco). 
«Una cuerda musical -enseña Pitágoras-da los mismos sonidos que otra cuerda, cuya longitud sea el doble, cuando la tensión o la fuerza con que esté tensada esta última es cuatro veces mayor, y la gravedad de un planeta, cuádruple de la gravedad de otro que esté a doble distancia. Por regla general, para que una cuerda sonora pueda vibrar al unísono con otra más corta de la misma especie, su tensión deberá ser aumen­tada en la misma proporción que el cuadrado de su longitud es mayor, y a fin de que la gravedad de un planeta resulte igual a la de otro planeta más próximo al Sol, deberá ser aumentada a medida que el cuadrado de su distancia al astro solar es más grande. Si suponemos, pues, varias cuerdas musicales tendidas desde el Sol a los planetas, para que vibrasen al unísono de tonalidad sería necesario aumentar o disminuir sus tensiones respectivas en la propia proporción que sería necesaria para hacer iguales las gravedades de los planetas.»
De la equivalencia de tales relaciones Pitágoras dedujo su doctrina acerca de la armonía de las esferas (Dutens, págs. 167168, Ley del cuadrado de las distancias, Pitágoras). 
En semejantes descubrimientos puede imaginarse que la sola fuerza de la humana razón baste para conquistarlos; pero:

  • ¿Se hallarán también entre los antiguos los de carácter experimental que constituyen el timbre de gloria del siglo XIX y la prueba de la altura alcanzada por el progreso del saber en nuestros días? 

Ya que de Astronomía hablamos, consultad a Aristóteles, Arquímedes, Ovidio y, sobre todo, a Estrabón, citado por Dutens (cap. X), y veréis aparecer el telescopio, los espejos cóncavos (cap. VIII, t. II), los cristales de aumento utilizados como microscopios (cap. IX, t. II), la refracción de la luz, el descubrimiento del isocronismo de las vibraciones del péndulo (cap. VI, t. II), etcétera. 
Seguramente que os maravillará ver a estos aparatos (que generalmente se suponen de origen tan moderno), ya conocidos en la antigüedad. No obstante, también llegaréis a concederme que así ocurre. Debo añadir que aún no os he hablado de otros descubrimientos de mayor importancia. 

  • ¿Puede admitirse que también poseyera la antigua ciencia los de la electricidad, la fotografía y los de nuestra Química íntegramente? 

Veámoslo:
Agatías vivió en el siglo VI y dejó escrita una obra que fue impresa el año 1660 (De rebusjustinés, París). Pues bien; en las páginas 150 y 151 de este infolio, hallaréis la descripción minuciosa de cómo Artemio de Tralle se sirvió del vapor utilizando su fuerza motriz para levantar todo un tejado. No falta ni un detalle: manera de disponer el agua y de cerrar los escapes para obtener alta presión, modos de gobernar el fuego, etcétera. 
Saint-Yves d'Alveydre cita también el caso en una obra (capítulo IV). En ella nos hace ver que en aquellos tiempos la ciencia era cosa bien conocida desde muy anterior antigüedad.

  • «Nuestros electricistas no harían un papel muy airoso ante los sacerdotes del antiguo Egipto y sus iniciados (romanos y griegos), que sabían manejar el rayo como nosotros manejamos el calor y hacerle caer de las alturas para herir certeramente donde mejor les parecía». 
  • «En la Historia eclesiástica del Sozomene (lib. IX, cap. VI), se puede ver cómo la sacerdotal corporación de los etruscos defendían la villa de Narria contra Alarico, utilizando los truenos, y consta que no fue tomada» (Mission des Jutfs, cap. IV). 

Tito Livio (lib. I, cap. XXXI) y Plinio (Hist, naL, lib. II, cap. LII y lib. XXVIII, cap. IV), describen la muerte de Tulio Hostilio, quien intentando producir la descarga eléctrica según las fórmulas de un manuscrito de Numa, cayó fulminado al no saber evitar las consecuencias del choque por retroceso. 
Consta que entre los sacerdotes del Egipto, la mayoría de los misterios no eran más que la máscara conservadora de las verdades de la Ciencia, y que el hecho de ser iniciado en ellos significaba llegar a estar instruido en el saber que los sacerdotes cultivaban. Por esto se dio a Júpiter la denominación de Elicius, es decir, Júpiter eléctrico, considerándole la personificación del rayo, que se dejaba atraer a la tierra por la virtud de ciertos conjuros y de determinados misteriosos modos de actuar; porque Júpiter Elicius significa pura y sencillamente, Júpiter susceptible de atracción. Elicius proviene de elicere, según nos enseñan Ovidio y Varron (Dutens, tomo I). 
Eliciunt coelo te Jupiter: unde minores Nunc quoque te celebrant, Eliciumque vocant. (Ovidio, Fausto, lib. III, v. 327 y 328). ¿No está claro? En el capítulo IV de la Mission des Juifs, se puede leer lo siguiente:

  • «El manuscrito de Panselene, monje del Athos, revela, según lo que dicen antiguos autores jónicos, la aplicación de la química a la fotografía. Este detalle ha sido evidenciado con ocasión del proceso de Niepce y de Daguerre. La cámara oscura, los aparatos de óptica, la sensibilización de las placas metálicas, todo está allí descrito muy extensamente.» 

En cuanto a la química de los antiguos, tengo excelentes razones para opinar, apoyado en lo que sé de cuestiones de alquimia, que era muy superior desde el doble punto de vista de la teoría y la práctica a nuestra química actual. Más como hay que apoyarse en hechos verídicos y no en meras razones, nos conviene seguir escuchando a Dutens (cap. III, t. II). 
Los antiguos egipcios -dice- conocieron el modo de trabajar los metales, el dorado, el tinte de la seda en diversos colores, la vidriería, el modo de hacer salir las crías por incubación artificial de los huevos, la forma de extraer los aceites medicinales de las plantas, y de preparar el opio, la cerveza, el azúcar, que ellos denominaron miel de caña, y muchas clases de ungüentos: sabían destilar y conocían los álcalis y los ácidos. 
«En Plutarco (véase Vida de Alejandro, cap., XXIX en Herodoto), en Séneca (Cuestiones naturales, lib. III, cap. XV), en Quinto Curcio (lib. X, cap. final), en Plinio (Historia natural, lib. XXX, cap. XVI), en Pausanias (Arcad, cap. XXV), se pueden recoger noticias de nuestros ácidos, nuestras bases, nuestras sales, nuestro alcohol y nuestro éter; en resumen, los verídicos y elocuentes indicios de una química inorgánica y orgánica, de los cual los autores no podían o no querían transmitir la clave reveladora.» 
Igual opina Saint-Yves, viniendo a robustecer lo que dice Dutens. 
Pero aún queda algo por decir: nos referimos a los cañones y a la pólvora. 
«Porfirio, en su obra sobre la Administración del Imperio, describe la artillería de Constantino Porfironegte.
Valeriano, en su Vida de Alejandro, nos habla de los cañones de bronce que usaban los indios indostánicos.
En Ctesias se hallarán informes referentes al fuego griego, obtenido por la mezcla de salitre, azufre y de un hidrocarburo, empleado mucho antes de Mino, en Caldea, en Irán y en las Indias, donde se le conoció con el nombre de fuego de Bharawa. Este nombre alude al sacerdocio de la raza roja y recuerda al primer legislador de los negros indostánicos lo que de por sí indica una inmensa antigüedad. 
Herodoto, Justino, Pausanias, hablan de minas torpederas que devoraron bajo una lluvia de pedernales y de proyectiles rodeados de llamas, las huestes de los persas y los galos, invasores de Delfos. 
Servio, Valerio Flaco, Julio el Africano y Marco Graco describen la pólvora de acuerdo con lo que enseñan antiguas tradiciones. El últimamente citado llega a dar las mismas proporciones que tiene la fabricada actualmente (Saint-Yves d'Alveydre).» 
En otro orden de los conocimientos, observamos que las pretendidas revelaciones medicinales modernas, como por ejemplo, la circulación de la sangre y la antropología, y la biología en general, fueron acabadamente conocidas en la antigüedad, sobre todo por Hipócrates (Dutens I. II, cap. I.; Saint -Yves, cap. IV). 
En rigor de verdad se podría admitir lo que aquí se dice -me objetaréis- porque frente a cada descubrimiento de ahora, siempre se puede hallar alguien que demuestre a propósito de todo, que este o aquel viejo autor de hace siglos, habla del asunto más o menos claramente; pero, 

  • ¿Existe alguna experimentación de los hombres de la antigüedad que nosotros ignoremos, algún fenómeno físico o químico que nos sea imposible reproducir?

Mucho podríamos decir contestando, sin agotar el tema; mas deseosos de no fatigar demasiado la atención de los lectores, me limitaré a recordar a Demócrito y sus descubrimientos perdidos para el saber actual, entre los que figuran la producción artificial de las piedras preciosas, el modo de hacer el vidrio maleable, el arte de conservar las momias, de pintar de forma que la pintura resulte inalterable, mojando una tela untada con varios barnices en una única disolución de la que sale cubierta de varios colores; todo esto sin hablar de los productos que usaban los romanos para su arquitectura.

  • ¿Por qué tales cosas son aún hoy tan poco conocidas?

Quizá reconozca por origen la costumbre de los clásicos autores de la historia, de copiarse entre sí recíprocamente, sin preocuparse de lo que digan los historiadores ajenos respecto de los asuntos que les interesa conocer; quizá también por el hábito de las gentes que sólo prestan crédito a sus periódicos, a determinadas enciclopedias redactadas Dios sabe de qué forma: quizá... pero no perdamos el tiempo buscando razones cuya posesión para nada práctico nos puede servir. El hecho es real y positivo y esto basta. La ciencia antigua ha dado múltiples pruebas de su veracidad, así que será preciso, creer, o negar para siempre, el testimonio de los hombres. 
Y como quiera que necesitáramos saber dónde y cómo se enseñaba esta ciencia, la Mission de Juffs nos va a decir algo a modo de contestación. 
“La educación e instrucción elementales eran dadas por la familia, después de la calipedia.” 
“Estaba religiosamente constituida según los ritos del culto de los antepasados y de los sexos en el hogar, y por otras ciencias que es inútil que recordemos aquí.” 
“La educación e instrucción profesionales, eran dadas por lo que los antiguos italianos denominaban la gens y los chinos la fin; en una palabra, por la tribu, concediendo a esta palabra su antigua y muy poco conocida significación.” 
“Los estudios más completos, semejantes a los de nuestra segunda enseñanza, correspondían al adulto, siendo labor de los templos y se llamaban Misterios menores.” 
“Las personas que habían logrado tener, a costa, a veces, de largos años, los conocimientos naturales y humanos de los Misterios menores, recibían el título de Hijos de la Mujer, de Héroes, de Hijos del Hombre, y adquirían determinados poderes sociales, tales como la Terapéutica en todas sus ramas, la Mediación cerca de los gobiernos, la Magistratura arbitral, etcétera.” 
“Los Misterios mayores completaban estas enseñanzas con otra serie de ciencias y de artes, cuya posesión concedía al iniciado los títulos de Hijo de los Dioses e Hijo de Dios, según que el templo fuera o no metropolitano, y, además, ciertos poderes sociales, denominados sacerdotales y reales.” 
Es, pues, en el santuario donde estaba escondido el saber, cuya existencia real hemos buscado y seguiremos persiguiendo cada vez más ceñidamente. Henos ya a la puerta de estos Misterios, de los cuales todos hablan, aunque sean tan contados los que pueden decir, en verdad, que los conocen. 
Mas, para ser admitido a sufrir la iniciación en ellos, ¿sería indispensable pertenecer a alguna categoría especial, resultando que una parte de la nación vivía en el seno de las tinieblas de la ignorancia, explotada por los iniciados que salían de una casta superior? 
En manera alguna: cualquier hombre, fuere cual fuere su condición social, podía pedir la iniciación, y por si se duda de mis palabras, a los que desconfíen les remitiré a la obra de Saint-Yves, para el desarrollo del tema en general y recordaré a un autor muy instruido en tales cuestiones para esclarecer nuestro particular punto de vista. Aludo a Fabre d'Olivet, cuyas afirmaciones son las que siguen: 

  • “Las antiguas religiones, y muy especialmente la de los egipcios, estaban llenas de misterios. Una multitud de imágenes y de símbolos componían la trama (muy admirable, por cierto), sagrada obra de una no interrumpida serie de hombres divinos, quienes leyendo alternadamente en el libro de la Naturaleza y en el de Dios, traducían al lenguaje humano lo que ambos textos expresan en el inefable idioma. 
  • «Aquellos cuya estúpida mirada, al fijarse en esas imágenes y símbolos, en esas santas alegorías, no veían cosa alguna más allá, estaban sumidos en la ignorancia, es cierto; pero su ignorancia era voluntaria. Desde el instante mismo en que quisieran librarse de ella, no había más que hablar; abiertos tenían todos los santuarios y si contaban con la fuerza de voluntad precisa, con la constancia y virtud necesarias, nada les impedía que avanzasen de conocimiento en conocimiento, de revelación en revelación, hasta llegar a los más sublimes descubrimientos. Podían, sin dejar de estar vivos y sanos, y según la entereza y energía de alma que tuviesen, descender a las regiones de los muertos y subir a las de los Dioses, y penetrar en el seno de la naturaleza elementaria. Porque todas estas cosas eran dominadas por la religión y nada de cuando se refiriera a la religión permanecía desconocido para el Soberano Pontífice. El de la famosa Tebas egipcia, por ejemplo, no podía llegar a tal culminación de la doctrina sagrada, sin haber recorrido todos los grados inferiores, agotando en cada uno la cantidad de saber correspondiente a los mismos y demostrándose capaz de ascender al superior (...)”  
  •  «Los Misterios no se prodigaban, porque constituían un algo de positivo valor. No se profanaba el conocimiento de la Divinidad, porque ese conocimiento no era cosa ilusoria, y para conservar la verdad a varios, no se concedía vanamente a todo el mundo» (Fabre d'Olivert, La langue Hebraique restituée). 
  • ¿Qué antigüedad tenían los Misterios? 
  • ¿Cuál fue su origen? 

Se les encuentra en el fondo de todas las antiguas civilizaciones de mayor esplendor, sea cual fuere la raza a que pertenecieran. Respecto del Egipto, en cuyas iniciaciones se formaron los más grandes talentos hebreos, griegos y latinos, podemos remontarnos a más de diez mil años, detalle que evidencia hasta qué punto son inciertas las clásicas cronologías.
Véanse las pruebas.

  • 1.     Platón, iniciado en los Misterios, no tiene inconveniente en afirmar que diez mil años antes de Menes existía una civilización completa, de la que tuvo a la vista valederos testimonios. 
  • 2.     Herodoto declara lo mismo, añadiendo que en lo tocante a Osiris (Dios de la antigua Síntesis y de la antigua Alianza universal), terribles juramentos sellan sus labios y le hace temblar la idea de que se le escapara algún indicio. 
  • 3.     Diodoro certifica que según le enseñaron los sacerdotes de Egipto, desde mucho antes de Menes se guardan las pruebas de la existencia de un estado social perfecto que hasta Horus tuvo dieciocho mil años de duración. 
  • 4.     Manetón, sacerdote egipcio, establece, a partir de Menes, una minuciosa cronología que se remonta a seis mil ochocientos y tres años, y consigna el dato que con anterioridad a dicho soberano virrey indio, varios ciclos inmensos de civilización contaba la tierra y aun el propio Egipcio. 
  • 5.     Todos estos augustos testimonios a los que se pueden sumar lo de Beroso y los de todas las bibliotecas de la India, del Tíbet y de la China, resultan nulos y como no existentes, para el deplorable criterio de secta y de oscurantismo que se esconde bajo la máscara de la Teología». (Saint-Yves d’Alveydre, Mission des Juffs).

Llegados a este punto de nuestras investigaciones, echaremos un vistazo al conjunto de las cuestiones abordadas para puntualizar las conclusiones que nos permiten establecer.
Primeramente hemos evidenciado la existencia en lo antiguo de una cultura científica, tan poderosa como la nuestra actual, en lo tocante a sus efectos. También queda declarado que la ignorancia de las gentes de ahora, relativa a dicho asunto, proviene de la indolencia con que acogen el estudio de la antigüedad. 
Luego hemos visto que el indicado saber estaba encerrado en el interior de los templos, los cuales eran entonces el foco de la más alta instrucción y civilización. 
Por último, hemos demostrado que nadie estaba excluido de la iniciación, cuyos orígenes se pierden en las sombras de los ciclos primitivos. 
Tres clases de pruebas estaban colocadas al comienzo de toda instrucción: 

  • 1.     Las físicas, 
  • 2.     Las morales y 
  • 3.     Las intelectuales.

Jámblico, Porfirio y Apuleyo, entre los antiguos; Lenoir (La Franc-Maconnerie rendue a sa veritable oxigene), Christian (Histoire de la Magie) y Deleage (La science du vrai, entre los modernos, describen extensamente estas pruebas, respecto de las cuales creo inútil insistir más. Lo que sobresale en todo esto, es el dato de que, ante todo, la ciencia era ciencia oculta. 
El estudio, siquiera sea superficial, de los textos científicos que nos han legado los hombres de la antigüedad, permite descubrir que si con sus conocimientos adquiridos obtenían los propios efectos que obtienen los nuestros, en cambio diferían mucho con relación al método y a la teoría. 
Para saber lo que se enseñaba en los templos, será preciso, primeramente, que busquemos los indicios de tales enseñanzas en los materiales que poseamos, materiales que en su mayor proporción nos han sido conservados por los alquimistas. No ha de preocuparnos el origen más o menos apócrifo (según los labios de hoy), de estos escritos. Existen y esto no debe bastar. Si llegamos a descubrir un método que esclarezca el lenguaje simbólico de los alquimistas, y al propio tiempo las metafóricas historias antiguas del Toisón de Oro, la guerra de Troya, la Esfinge, etc., podremos afirmar sin escrúpulos ni dudas que hemos conquistado una interesante porción de la antigua sabiduría. 
Pero veamos la forma con que los modernos describen un fenómeno natural, para mejor conocer, por oposición, el método antiguo. 

¿Qué pensaríais de la persona que describiera así un libro? 

  • «El que me habéis dado para estudiarle, está en la chimenea, a dos metros cuarenta y nueve centímetros de la mesa donde trabajo. Pesa quinientos cuarenta y cinco gramos y ocho decigramos. Le componen trescientas cuarenta y dos hojas de papel impreso, que contienen doscientos dieciocho mil ciento ochenta caracteres de imprenta, y se han empleado en la tirada ciento noventa gramos de tinta negra.» 

Aquí tenéis la descripción experimental del fenómeno. 
Si el ejemplo os sorprende, abrid los libros de ciencia modernos y ved si no corresponde exactamente a la descripción del Sol o de Saturno, hecha por el astrónomo que detalla el lugar, el peso, el volumen y la densidad de los astros, o la del espectro solar del físico que cuenta el número de rayas que le cruzan. 
Pero lo que os interesa de un libro no es su estructura material, su aspecto físico, si no lo que el autor quiso decir por medio de esos caracteres de imprenta lo que hay detrás de sus formas; en una palabra, el lado metafísico de la obra. 
Lo expuesto basta para evidenciar la diferencia que existe entre los métodos antiguos y los modernos. En el estudio del fenómeno, los primeros se ocupan siempre del aspecto general de la cuestión; los segundos, a priori, permanecen encastillados en el dominio de los hechos.
Para probar que tal es efectivamente el espíritu del método de la antigüedad, reproduzco a continuación un párrafo muy significativo de Fabre d'Olivet, acerca de las maneras que existen de escribir historia. 
Ante todo, ruego al lector que me perdone el crecido número de citas con que recargo este volumen. Mas procedo así creyéndome obligado a buscar a cada instante la firmeza de fundamentos. Lo que afirmo resulta tan inadmisible a muchas personas, e ignoro por qué, que la multitud de testimonios aportados no será caso suficiente para combatir su sistemática incredulidad.


  • Es necesario acordarse de que la historia alegórica de los tiempos pasados, escrita con un espíritu muy distante del de la historia positiva que le sucedió, no se le asemeja de ningún modo, y precisamente por haberlas confundido es por lo que hubo de incurrirse en graves errores. Hay aquí una observación de importancia que formularé de nuevo. La historia confiada al recuerdo de los hombres, o conservada en los archivos sacerdotales de los templos y contenida en fragmentos de poesías, no consideraba los sucesos más que desde el punto de vista moral, no se ocupaba nunca de los individuos y hacía actuar a las masas, es decir, a los pueblos, las corporaciones, las sectas, las doctrinas, las artes y las ciencias, como si fueran otras tantas personalidades que se designan con un nombre genérico.
  • No quiere esto decir que esas masas no tuvieran un jefe que dirigiese sus movimientos. Mas este jefe, considerado como instrumento de un espíritu cualquiera, era preferido por la historia, que siempre se atenía al espíritu del suceso. Un jefe sucedía a otro jefe sin que la historia alegórica hiciera de ello la más insignificante mención.
  • Las aventuras de todos se condensaban acumulándolas en la figura de uno solo. Era la cuestión moral lo que constituía el tema de estudio. Se examinaba su marcha, se describía su nacimiento, sus progresos y su decadencia. La sucesión de cosas reemplazaba a la de individuos. La historia positiva, que ha llegado a ser la nuestra, sigue una dirección enteramente contraria. Los individuos son el todo para ella: conserva con escrupulosa exactitud las fechas y los hechos que la otra historia olvida. Los modernos se burlarán de este criterio alegórico de los antiguos, en el caso de que le crean posible, de igual forma que supongo que los antepasados se burlarían del método de los hombres actuales si hubiesen podido conocerlo. 
  • «¿Cómo podrá aprobarse lo que no se conoce? Nunca se aprueba más que lo que se ama, y siempre se cree conocer todo lo que debe amarse. (Fabre d’Olivet, Vers dorés de Pithagore).

Volvamos al libro impreso del ejemplo que nos ha servido para establecer nuestra primera comparación, advirtiendo bien que hay dos maneras de considerarle. 
Lo que vemos; los caracteres, el papel, la tinta, es decir, los signos materiales, que no son más que la representación de algo superior, de algo que no podemos ver físicamente, y lo que no vemos: las ideas del que escribe. 
Lo visible es la manifestación de lo invisible. Este principio, innegable para el caso particular a que nos referimos, lo es igualmente para todos los demás de la naturaleza, como vamos a verlo en lo que sigue. 
Diferenciamos aún más claramente la disparidad entre la ciencia de los antiguos y la de los modernos.

  • La primera se ocupa únicamente de lo visible, como adecuado modo de llegar a descubrir lo invisible que detrás se oculta. 
  • La segunda trata del fenómeno consagrándole exclusiva atención, sin preocuparse de sus metafísicas correlaciones. 


La ciencia de los antiguos es la ciencia de lo oculto, de lo esotérico.
La ciencia de los modernos es la ciencia de lo visible, de lo esotérico.

Apliquemos estos datos a la intencionada oscuridad con que los antiguos cubrieron sus científicas alegorías, y se podrá establecer una aceptable definición de la ciencia arcaica en la siguiente forma: 

Ciencia oculta -Scientia occulta.
Ciencia de lo oculto -Scientia occultati.
Ciencia que oculta lo que ha descubierto-Scientiaoccultans.

Tal es la triple definición de la CIENCIA OCULTA.


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