LAS
ENSEÑANZAS SECRETAS
DE
TODOS LOS TIEMPOS
Manly Palmer
Hall
XLVII
CONCLUSIÓN
Filipo, rey de Macedonia, con la ambición de conseguir un maestro capaz
de impartir las ramas superiores del conocimiento a su hijo de catorce años,
Alejandro, y con el deseo de que el príncipe tuviera por mentor al más famoso y
erudito de los grandes filósofos decidió ponerse en contacto con
Aristóteles y envió al sabio griego la carta siguiente: «Muchas gracias, no
tanto por su nacimiento como porque haya nacido en vuestro tiempo, porque
espero que, si es educado e instruido por vos, será digno de nosotros dos
y del reino que heredará». Aristóteles aceptó la invitación de
Filipo, viajó a Macedonia en el cuarto año de la centésima octava olimpiada y
permaneció ocho años como tutor de Alejandro. El afecto del joven príncipe por
su instructor llegó a ser tan grande como el que sentía por su padre. Decía que
su padre le había dado el ser, pero que Aristóteles le había enseñado a saber
ser. Aristóteles transmitió a Alejandro Magno los principios básicos de la
Sabiduría Antigua y a los pies del filósofo el joven macedonio se dio cuenta de
la trascendencia del conocimiento griego, personificado en el discípulo
inmortal de Platón. Elevado por su maestro iluminado al
umbral de la esfera filosófica, contempló el mundo de los
sabios, un mundo que no llegaría a conquistar por culpa del destino y de las
limitaciones de su propia alma.
En sus horas libres, Aristóteles corrigió y agregó notas explicativas a
la Ilíada de Homero, y presentó el
volumen acabado a Alejandro. El joven conquistador apreciaba tanto aquel libro
que lo llevaba consigo en todas sus campañas. Cuando derrotó a Darlo, descubrió
en medio del botín un espléndido cofre de ungüentos tachonado de piedras
preciosas; arrojó al suelo su contenido y declaró que por fin había encontrado
un estuche digno de la edición de la Ilíada de Aristóteles.
Durante su campaña en Asia, Alejandro se enteró de que Aristóteles había
publicado uno de sus discursos más preciados y aquello apenó mucho al joven
rey. En consecuencia, a Aristóteles, el conquistador de lo desconocido,
Alejandro, el conquistador de lo conocido, envió una carta desafortunada y
llena de reproches en la que reconocía que la pompa y el poder mundanos no eran
suficientes: «Alejandro saluda a Aristóteles Has hecho mal en publicar aquellas
ramas de la ciencia que hasta ahora no se podían adquirir si no era por
instrucción oral.
¿Cómo aventajaré a los demás si el conocimiento más profundo que he
obtenido de ti está al alcance de cualquiera? Por mi parte, prefiero superar a
la mayoría de la humanidad en las ramas más sublimes del saber que en el
alcance del poder y el dominio. Adiós». La recepción de esta carta asombrosa no
tuvo consecuencias en la apacible vida de Aristóteles, quien respondió que, a
pesar de haber comunicado el discurso a las multitudes, nadie que no lo
hubiera escuchado pronunciarlo (que careciera de comprensión
espiritual) podría captar su verdadera importancia.
Pocos años después, Alejandro Magno pasó a mejor vida y junto con su
cuerpo se desmoronó la estructura del imperio erigido en torno a su
personalidad. Un año después, Aristóteles también entró en aquel
mundo superior sobre cuyos misterios tanto había conversado con sus discípulos
en el Liceo. Sin embargo, así como Aristóteles superaba a Alejandro en vida,
también lo superó en la muerte, porque, aunque su cuerpo
se descompuso en una tumba ignota, el gran filósofo siguió vivo en
sus logros intelectuales Siglo tras siglo le rindieron un homenaje agradecido y
todas las generaciones reflexionaron sobre sus teoremas hasta que, por la mera
trascendencia de su raciocinio, Aristóteles —«el maestro de los que saben»,
como le decía Dante— llegó a ser el verdadero conquistador del mundo
que Alejandro había tratado de someter con la espada.
De este modo queda demostrado que para apoderarse de un hombre no basta
con esclavizar su cuerpo, sino que es necesario conseguir su razón, y que para
liberar a un hombre no basta con abrir los grilletes que le sujetan las
extremidades, sino que hay que
liberar su mente de la esclavitud de su propia ignorancia. La conquista física
siempre fracasa, porque, al generar odio y disensión, alienta a la mente a
vengar al cuerpo ultrajado; sin embargo, todos los hombres se ven obligados, ya
sea voluntaria o involuntariamente, a obedecer al intelecto en el cual
reconocen cualidades y virtudes superiores a las propias. Que la cultura filosófica
de la antigua Grecia, Egipto e India superaba a la del mundo moderno es algo
que todos deben admitir, hasta los modernistas más empedernidos. La época
dorada de la estética, el intelectualismo y la
ética griega jamás ha sido igualada desde entonces. El
verdadero filósofo pertenece al orden más noble de seres humanos y la nación o
raza que haya sido bendecida con la posesión de pensadores iluminados es, sin
duda, afortunada y su nombre se recordará gracias a ellos. En la famosa escuela
pitagórica de Crotona, la filosofía se consideraba indispensable para la vida
del hombre. Si alguien no comprendía la dignidad del raciocinio, no se podía
decir que estuviera vivo de verdad; por eso, cuando por su perversidad innata
algún miembro se retiraba voluntariamente o era expulsado de la fraternidad
filosófica, se le ponía una lápida en el cementerio comunitario, porque quien abandonase
las actividades intelectuales y éticas para volver a ingresar en la esfera
material, con sus ilusiones de los sentidos y su falsa ambición, se consideraba
muerto para la esfera de la realidad. La vida representada por la esclavitud de
los sentidos era, para los pitagóricos, la muerte espiritual, mientras
que para ellos la vida espiritual era la muerte en el
mundo de los sentidos.
La filosofía otorga vida, porque revela la dignidad y el propósito de la
vida. El materialismo otorga muerte, porque embota o nubla las facultades del
alma humana que deberían responder a los impulsos vivificantes del pensamiento
creativo de la virtud enaltecedora.
¡Cuán por debajo de estos principios están las leyes
por las que nos regimos los hombres en el siglo XX! Hoy
el hombre, una criatura sublime con una capacidad infinita de
auto-superación, en su esfuerzo por ser fiel a principios falsos, se aparta de
su derecho inalienable al conocimiento — sin darse cuenta de las consecuencias—
y cae en la vorágine de la ilusión material. Dedica el período precioso de sus
años terrenales al esfuerzo penosamente inútil de establecerse como un poder
imperecedero en un reino de cosas perecederas. Poco a poco va desapareciendo de
su mente objetiva el recuerdo de su vida como ser espiritual y concentra todas
sus facultades parcialmente despiertas en el hervidero de la colmena de la
laboriosidad, que, en un momento dado, llega a ser para él la única realidad.
Desde las elevadas alturas de su egoísmo, se hunde poco a poco en las sombrías
profundidades de la fugacidad. Cae al nivel de las bestias y de forma animal
masculla los problemas que surgen de su conocimiento insuficiente del plan
divino. Aquí, en la confusión chillona de un gran infierno industrial, político
y comercial, los hombres se retuercen en medio del dolor que se provocan ellos
mismos y, tendiendo las manos hacia las nieblas que se arremolinan, tratan de
agarrar y de sujetar los fantasmas grotescos del éxito y el poder.
Desconocedor de la causa de la vida, desconocedor de la finalidad de la
vida y desconocedor de lo que hay más allá del misterio de la muerte, aunque
posee en su interior la respuesta a todas estas preguntas, el hombre está
dispuesto a sacrificar lo hermoso, lo verdadero y lo bueno que hay dentro y
fuera de sí mismo sobre el altar sangriento de la ambición mundana. El mundo de
la filosofía —aquel jardín hermoso del pensamiento en el cual viven
los sabios, unidos por el vínculo de la fraternidad— desaparece de
la vista y en su lugar surge un imperio de
piedra, acero, humo y odio, un mundo en el cual millones de criaturas
potencialmente humanas corretean de aquí para allá en un esfuerzo
desesperado por existir y, al mismo tiempo, mantener la inmensa institución que
han levantado y que, como un poderoso gigante, retumba inevitablemente hacia un
fin desconocido. En este imperio material que el hombre erige con la vana
creencia de que puede eclipsar el reino de los celestiales, todo se convierte
en piedra. Fascinado por el oropel del triunfo, el hombre contempla fijamente
el rostro de la codicia, que, cual Medusa, lo deja petrificado.
En este período comercial, lo único que interesa a la ciencia es
clasificar el conocimiento físico e investigar las partes temporales e
ilusorias de la naturaleza. Los descubrimientos que consideran prácticos se
limitan a sujetar más estrechamente al hombre con los lazos de la limitación
física. Hasta la religión se ha vuelto materialista: la belleza y la dignidad
de la fe se miden mediante pilas inmensas de mampostería, la cantidad de propiedades
inmobiliarias o el balance financiero. La filosofía, que conecta el cielo con
la tierra como una escalera imponente, cuyos peldaños han subido los
iluminados de todos los tiempos hasta
llegar a la presencia viva de la Realidad… Hasta la filosofía se ha convertido
en un cúmulo prosaico y heterogéneo de nociones contradictorias. Ya nada queda
de su belleza, su dignidad ni su trascendencia Como otras ramas del pensamiento
humano, se ha vuelto materialista —«práctica»— y sus actividades están tan controladas
que tal vez hasta contribuyan a levantar este mundo moderno de piedra y acero.
En las filas de los llamados eruditos está surgiendo un nuevo orden de
pensadores, que mejor habría que llamar la Escuela de los Sabios Mundanos.
Después de llegar a la increíble conclusión de que ellos
eran la sal intelectual de la tierra, estos hombres de
letras se han designado los jueces definitivos de todo conocimiento, tanto
humano como divino. Este grupo sostiene que todos los místicos
debían de ser epilépticos y la mayoría de los santos, neuróticos.
Declara que Dios es una invención de la superstición primitiva, que el universo
se creó sin ninguna intención determinada, que la inmortalidad es producto de
la imaginación y que un individuo excepcional no es más que una combinación
fortuita de células Según ellos, Pitágoras estaba mal de la cabeza, Sócrates
tenía fama de borracho, a san Pablo le daban ataques, Paracelso era un
curandero infame, el conde de Cagliostro, un embaucador y el conde de Saint
Germain, el mayor sinvergüenza de la historia.
¿Qué tienen en común los conceptos elevados de los redentores y los
sabios iluminados del mundo con estos productos atrofiados y distorsionados del
«realismo» de este siglo? En todo el mundo, los hombres y las mujeres oprimidos
por los sistemas culturales desalmados del presente piden a
gritos el regreso de la época desterrada de la belleza y la
ilustración, de algo práctico en el sentido más elevado del término. Unos pocos
empiezan a darse cuenta de que la llamada civilización en su forma
actual está en su punto de fuga, que la frialdad, lo despiadado, el
comercialismo y la eficacia material no son prácticos y que lo único que vale
realmente la pena es lo que brinda la oportunidad de expresar amor e idealismo.
Todo el mundo busca la felicidad, pero nadie sabe dónde buscarla. Los hombres
deben aprender que la felicidad corona la búsqueda de conocimiento del alma.
Solo en la realización de la infinita bondad y la infinita consecución se puede
garantizar la paz interior. A pesar del egocentrismo humano, hay algo en la
mente del hombre que quiere llegar a la filosofía; no a
este o a aquel código filosófico, sino simplemente a la filosofía en su sentido
más amplio y completo.
Tienen que resurgir las grandes instituciones filosóficas del pasado,
porque son las únicas que pueden rasgar el velo que separa el mundo de las causas del de los efectos. Solo los
Misterios —aquellas escuelas sagradas de sabiduría— pueden revelar a una
humanidad luchadora un universo más grande y más glorioso que es el verdadero
hogar del ser espiritual llamado hombre. La filosofía moderna ha fracasado, porque para ella el
pensamiento no es más que un proceso intelectual. El pensamiento materialista
es un código de vida tan desesperado como el propio comercialismo. La capacidad
de pensar certeramente es lo que redime a la humanidad. Los redentores
mitológicos e históricos de todos los tiempos fueron personificaciones de dicha
capacidad. Quien tiene un poco más de racionalidad que su prójimo está mejor
que este. Al que actúa en un plano más elevado de racionalidad que el resto del
mundo lo llaman el pensador más grande. Al que actúa en un plano inferior lo
consideran bárbaro. Por consiguiente, el desarrollo racional relativo es el
verdadero indicador del estado evolutivo del individuo.
En síntesis, la verdadera finalidad de la filosofía antigua era
descubrir un método que permitiera acelerar la evolución de la naturaleza racional,
para no tener que esperar los procesos naturales que son más lentos. Aquella
fuente suprema de poder, aquella obtención de conocimiento, aquel despliegue
del dios interior queda oculto bajo la afirmación epigramática de la
vida filosófica. Aquella era la clave de la Gran Obra, el misterio de la piedra
filosofal, porque significaba que se había conseguido la transmutación
alquímica. Por consiguiente, la filosofía antigua era, en primer lugar, la
forma de vivir la vida: en segundo lugar, un método intelectual. El único que
puede llegar a convenirse en filósofo en el sentido supremo es aquel que vive
la vida filosófica. Lo que el hombre vive es lo que llega a conocer. Por
consiguiente, un gran filósofo es aquel que dedica por entero los tres aspectos
de su vida —el físico, el mental y el espiritual— a su racionalidad, que está
presente en todos ellos.
La naturaleza física, la emocional y la mental del hombre brindan medios
de provecho o detrimento recíprocos entre ellas. Como la naturaleza física es
el entorno inmediato de la mental, la única mente capaz de un pensamiento
racional es la que está entronizada en una constitución material armoniosa y
sumamente refinada. Por consiguiente, la acción correcta, el sentimiento
correcto y el pensamiento correcto son requisitos previos para el conocimiento
correcto y la obtención del poder filosófico es algo que solo está al alcance
de los que han armonizado su pensamiento con su manera de vivir. Los sabios,
por lo tanto, declaran que nadie puede llegar al máximo en la
ciencia del conocimiento hasta que no ha llegado al máximo en la ciencia del
vivir. El poder filosófico es el producto natural de la vida filosófica. Así
como una existencia física intensa hace hincapié en la importancia de los
objetos físicos o el ascetismo metafísico monástico establece la conveniencia
del estado de éxtasis, la total concentración filosófica conduce la conciencia
del pensador hacia la más elevada y noble de las esferas: el mundo filosófico o
racional puro.
En una civilización preocupada fundamentalmente por conseguir los
extremos de la actividad temporal, el filósofo representa el intelecto
equilibrador que puede evaluar y conducir el desarrollo cultural. Establecer un
ritmo filosófico en la naturaleza de un individuo por lo general requiere entre
quince y veinte años. Durante todo este período, los discípulos de antaño eran
sometidos constantemente a la disciplina más severa. Cada actividad de la vida
se iba desconectando poco a poco de otros intereses y se focalizaba en la parte
racional. En el mundo antiguo había otro factor más vital, que intervenía en la
producción de intelectos racionales y que escapa por completo a la comprensión
de los pensadores modernos; a saber: la iniciación en los Misterios
filosóficos. Un hombre que hubiese demostrado su peculiar aptitud mental y
espiritual era aceptado en el conjunto de los cultos y se le revelaba la
herencia inestimable de la tradición arcana, preservada de generación en
generación. Aquella herencia de la verdad filosófica es el tesoro incomparable
de todos los tiempos y cada uno de los discípulos admitidos en aquellas
hermandades de sabios hacía, a su vez, su aportación individual a aquella
reserva del conocimiento secreto.
La única esperanza del mundo es la filosofía, porque todas las penas de
la vida moderna se deben a la falta de un código filosófico adecuado. Los que
perciben al menos en parte la dignidad de la vida no pueden por
menos que darse cuenta de la superficialidad aparente en las actividades de
esta época. Bien se ha dicho que nadie triunfará mientras no desarrolle su
filosofía de vida. Tampoco alcanzará la verdadera grandeza ninguna
raza ni ninguna nación, mientras no formule una filosofía adecuada ni dedique
su existencia a una política coherente con ella. Durante la guerra mundial,
cuando la llamada civilización arrojó la mitad de sí misma contra la otra mitad
en un arrebato de odio, los hombres destruyeron sin piedad algo más precioso
incluso que la vida humana: borraron los recuerdos del pensamiento humano que pueden
dirigir la vida con inteligencia. En verdad declaró Mahoma que la tinta de los
filósofos era más preciosa que la sangre de los mártires. Documentos
inestimables, constancias de logros inapreciables, conocimientos basados en
siglos de observación y experimentación pacientes por los elegidos de la
tierra: todos fueron destruidos, casi sin el
menor reparo.
¿Qué era el conocimiento, qué eran la verdad, la belleza, el amor, el
idealismo, la filosofía o la religión, en comparación con el deseo del hombre de
controlar un punto infinitesimal en los campos del cosmos durante un fragmento
de tiempo inestimablemente diminuto? Tan solo por la ambición de satisfacer
algún capricho o impulso, el hombre arrancaría de raíz el universo, aun
sabiendo que al cabo de pocos años deberá partir y dejar para la posteridad
todo lo que ha tomado, como una vieja causa que será objeto
de nuevas discusiones.
La guerra, prueba irrefutable de la irracionalidad, sigue ardiendo en el
corazón de los hombres y no puede morir hasta que no se supere el
egoísmo humano. Armada con invenciones variopintas y elementos destructivos, la
civilización continuará su lucha fratricida en los siglos venideros;
sin embargo, en la mente del hombre está naciendo un gran temor: el temor de
que, con el tiempo, la civilización se destruya en una gran lucha catastrófica.
Entonces habrá que volver a representar el drama eterno de la reconstrucción. De
las ruinas de la civilización que desapareció al morir su idealismo, algún
pueblo primitivo que sigue todavía en el vientre del destino deberá construir
un nuevo mundo. En previsión de las necesidades de ese momento, los filósofos
de todos los tiempos desean que, en la estructura del nuevo mundo,
se incorpore lo más verdadero y lo mejor de todo lo que ha habido antes. Es una
ley divina que la suma de los logros anteriores sea la base de cada nuevo orden
de cosas. Hay que preservar los grandes tesoros filosóficos de la humanidad.
Podemos dejar que se deteriore lo que es superficial, pero lo que es
fundamental y esencial debe permanecer, a cualquier precio.
Los platónicos distinguían dos formas fundamentales de
ignorancia: la simple y la compleja. La ignorancia simple no es más que la
falta de conocimiento y es común a todas las criaturas que existieron después
de la primera causa, la única que tiene la perfección del conocimiento. La
ignorancia simple es un factor que está siempre activo y que empuja al alma
para seguir tratando de conseguir más conocimientos Del estado virginal de
desconocimiento surge el deseo de tomar conciencia, que
da como resultado la mejora del estado mental. El intelecto humano siempre está
rodeado de formas de existencia que van más allá de la
valoración de sus facultades desarrolladas solo en parte. En este ámbito de
objetos no comprendidos hay una fuente infalible de estímulos mentales Por
consiguiente, del esfuerzo de hacer frente de forma racional al problema de lo
desconocido con el tiempo acaba surgiendo la sabiduría.
En este análisis, la causa última es la única que se puede
considerar sabía, o, para decirlo en términos más sencillos,
solo Dios es bueno. Sócrates decía que el conocimiento, la virtud y la utilidad
eran uno con la naturaleza innata de la bondad. El conocimiento es una
condición del saber; la virtud es una condición del ser, y la utilidad es una
condición del hacer. Si para nosotros la sabiduría es sinónimo de completitud
mental, resulta evidente que un estado así solo puede existir en la
totalidad, porque lo que es menos que el Todo no puede poseer la plenitud de la
Totalidad. Ninguna parte de la creación está completa; por consiguiente, todas
las partes son imperfectas en la medida en que no llegan a la totalidad. Cuando
hay incompletitud, se deduce que debe de haber ignorancia, porque cada parte,
aunque sea capaz de conocerse a sí misma, no puede ser consciente del Yo de las
demás partes. Filosóficamente, el crecimiento desde el punto de vista de la
evolución humana es un proceso que va de lo heterogéneo a lo homogéneo. Con el
tiempo, por consiguiente, la conciencia aislada de los fragmentos individuales
se vuelve a unir para convenirse en la conciencia completa del Todo.
Entonces y solo entonces, la condición de lo omnisciente se vuelve una realidad
absoluta.
De este modo, todas las criaturas son relativamente
ignorantes y, al mismo tiempo, relativamente sabias; relativamente nada y, sin
embargo, relativamente todo. El microscopio revela al hombre su significancia y
el telescopio, su insignificancia. Por medio de las eternidades de la
existencia, el hombre va aumentando poco a poco tanto su sabiduría como su comprensión:
su conciencia creciente va incluyendo más de lo externo dentro de la zona del
ser. Incluso en su estado actual de imperfección, el hombre se va dando cuenta
de que nunca puede ser verdaderamente feliz mientras no sea perfecto y que de
todas las facultades que contribuyen a su auto-perfección ninguna iguala
en importancia al intelecto racional. A través del laberinto de la
diversidad, solo la mente iluminada puede y debe conducir el alma
hacia la luz perfecta de la unidad.
Además de la ignorancia simple, que es el factor más potente del
desarrollo mental, hay otra ignorancia mucho más peligrosa y sutil. Esta
segunda forma, llamada ignorancia doble o compleja, se puede definir brevemente
como la ignorancia de la ignorancia. Al adorar al sol, la luna y las estrellas
y al ofrecer sacrificios a los vientos, el salvaje primitivo trataba de
propiciar a sus dioses desconocidos con fetiches rudimentarios. Vivía en un
mundo lleno de maravillas que no comprendía. Ahora se alzan grandes ciudades en
los lugares por donde antes deambulaban los hombres primitivos La humanidad ya
no se considera rudimentaria ni aborigen. El espíritu de la maravilla y el
sobrecogimiento ha sido sustituido por el de la sofisticación. En
la actualidad, el hombre adora sus propios logros y, o bien relega
al fondo de su conciencia las inmensidades del tiempo y el espacio, o no las
tiene en cuenta en absoluto. El siglo XX convierte la civilización en su
fetiche y se abruma con sus propias invenciones; hasta se inventa sus
propios dioses. La humanidad ha olvidado lo infinitesimal, lo efímera y lo
ignorante que es en realidad. Se ha burlado de Ptolomeo, porque para él la
tierra era el centro del universo, y la civilización moderna parece basarse en
la hipótesis de que el planeta tierra es la más permanente e importante
de todas las esferas celestes y que los dioses contemplan
fascinados, desde sus tronos estelares, los acontecimientos monumentales y
excepcionales que ocurren en este hormiguero esférico y caótico.
A lo largo de las épocas, el hombre ha trabajado sin descanso para
construir ciudades que pueda gobernar con pompa y poderío, como si una cinta de
oro o diez millones de vasallos pudieran elevarlo por encima de la dignidad de
sus propios pensamientos y hacer que el brillo de su cetro sea visible hasta
las estrellas más lejanas. Mientras este planeta diminuto gira en su órbita en
el espacio, lleva consigo alrededor de dos mil millones de seres humanos que
viven y mueren ajenos a la existencia inconmensurable que hay más allá del
bulto en el que viven. En comparación con la infinitud del tiempo y
el espacio, ¿qué son los magnates de la industria o los
amos de las finanzas? Si uno de estos plutócratas prosperara hasta gobernar
toda la tierra, ¿qué sería sino un déspota insignificante sentado en un grano
de polvo cósmico?
La filosofía revela al hombre su similitud con la Totalidad.
Le enseña que es hermano de los soles que salpican el firmamento y,
de ser un contribuyente sobre un átomo que gira, lo eleva a ciudadano del
cosmos. Le enseña que, aunque físicamente esté vinculado a la tierra (de la
cual forman parte su sangre y sus huesos), existe en su interior un poder
espiritual, un Yo más divino, a través del cual se unifica con la sinfonía del
Todo. La ignorancia de la ignorancia, pues, es el estado autosatisfecho de
inconsciencia en el cual el hombre, que no sabe nada fuera de la
zona limitada de sus sentidos físicos, declara, todo engreído, que no hay nada
más que conocer. Quien no conoce más vida que la física solo es ignorante, pero
quien declara que la vida física es lo más importante y la eleva al puesto de
la realidad suprema es ignorante de su propia ignorancia. Si el Infinito no
hubiese querido que el hombre se volviera sabio, no le habría otorgado la
facultad de conocer. Si no hubiese querido que el hombre fuera virtuoso, no
habría sembrado en el corazón humano las semillas de la virtud. Si hubiese
predestinado al hombre a limitarse a su pobre vida física, no le habría
proporcionado percepciones ni sensibilidades que le permitiesen captar, al
menos en parte, la inmensidad del universo exterior. Los que proclaman la
filosofía convocan a todos los hombres a una camaradería espiritual, a una
fraternidad de pensamiento, a una asamblea del Yo. La filosofía invita a todos
los hombres a salir de la inutilidad del egoísmo, de la
pesadumbre de la ignorancia y de la desesperación de la
mundanalidad, de la parodia de la ambición y de las crueles garras de la
codicia, del infierno rojo del odio y de la tumba fría del idealismo
improductivo.
La filosofía conduciría a todos los hombres hacia las perspectivas
amplias y serenas de la verdad, porque el mundo de la filosofía es una tierra
de paz, en la cual tienen oportunidad de expresarse las mejores cualidades acumuladas
dentro de cada alma humana. Aquí se enseñan a los hombres las maravillas de las
briznas de hierba; cada palo y cada piedra están dotados de palabra y revelan
el secreto de su ser. Toda la vida, bañada en el resplandor del entendimiento,
se conviene en una realidad hermosa y maravillosa. De las cuatro esquinas de la
creación brota un cántico fortísimo de júbilo, porque aquí, a la luz de la
filosofía, se revela la finalidad de la existencia: la sabiduría y la bondad
que impregnan el Todo se vuelven evidentes hasta para el intelecto imperfecto
del hombre. El corazón anhelante de la humanidad encuentra aquí la camaradería
que extrae de los lugares más recónditos del
alma esa gran reserva de bondad que allí reside, como el
metal precioso en una veta escondida en las profundidades.