EL DÍA QUE MURIÓ EN LA HOGUERA JACQUES DE MOLAY, ÚLTIMO GRAN MAESTRE
TEMPLARIO
18 DE MARZO DE 1314
Jacques De Molay
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¡Pagarás por la sangre de los inocentes, Felipe, rey blasfemo! ¡Y tú, Clemente,
traidor a tu Iglesia! ¡Dios vengará nuestra muerte, y ambos estaréis muertos
antes de un año!», proclamó antes de morir! ⁂⁂⁂
Despunta
el alba en la Isla de los Judíos, pero el sol apenas clarea de gris el lúgubre
recodo del Sena. Las orillas están a rebosar de rostros curiosos, tanto en el
lado del mercado como en el que linda con los jardines del Palacio del Rey. Hay
risas, y vino, y putas trabajando bajo los mantos. Porque toda ejecución es un
espectáculo y todo espectáculo es una fiesta.
Y
toda fiesta tiene un invitado de honor. Este ha pasado la noche en la isla, en
una jaula improvisada hecha con maderos. Un niño hubiese podido escapar de ella
en cuestión de minutos, pero el despojo balbuceante que los alguaciles sacan de
su interior apenas es capaz de tenerse en pie, cuanto ni más huir. Le conducen
frente al preboste de París, que aguarda inquieto frente a la pira. Cambia el
peso de un pie a otro, incómodo por la humedad y por la tarea ingrata. Cuando
desenrolla la sentencia y se la lee al reo, lo hace con voz trémula y ojos
esquivos.
- Jacques Bernard de Molay, vigésimo tercer Gran Maestre de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón, conocidos como templarios. Has sido juzgado y hallado culpable por tu propia confesión de los delitos de herejía, idolatría, simonía y blasfemia contra la Santa Cruz. Por ello has sido condenado a morir en la hoguera.
- Fui condenado a cadena perpetua, no a muerte. Y me retracté de esa confesión, obtenida bajo tortura - susurra el anciano.
El preboste mira
a Molay con compasión no exenta de culpabilidad. Sabe que la confesión ha sido
arrancada de forma cruel. Tras siete años de prisión, el anciano ha quedado
reducido a una sombra de lo que fue. Pese a ello, cuando la sentencia se
proclamó en firme, Molay fue tan torpe de no aceptarla con la sumisión
esperada.
- Rechazasteis la misericordia del rey Felipe proclamándoos inocente cuando ya habíais sido hallado culpable. Añadisteis el pecado de la soberbia a los que ya poseíais. Y os condenasteis a vosotros mismos y a los templarios a la desaparición.
- Ya no existen, mis hermanos ya no existen -replicó el anciano, meneando la cabeza-. Pero la orden vivirá para siempre.
113 caballeros
templarios habían sido ya asesinados en la hoguera por los hombres de Felipe.
Aquel era el último que quedaba en Francia.
- Es voluntad del rey y de Su Santidad que la Orden sea erradicada, y su nombre sea maldito y caiga en el olvido.
- No le será tan fácil - repuso Molay, tirando torpemente de la túnica deshilachada y mugrienta que era toda su vestidura. La mano huesuda descubrió un hombro escuálido. Allí, cerca del corazón, el anciano había lacerado su carne, dibujando una cruz, la misma que había guiado su espíritu durante los 71 años de su existencia. Había usado el mango de una cuchara hacerlo, afilándolo contra una piedra suelta en la pared de su celda.
El preboste
ahogó un quejido de repugnancia al ver aquello. Los bordes irregulares de la
herida se habían infectado y estaban llenos de gusanos.
- Felipe y Clemente me matarán, pero no me impedirán morir con la cruz en el lugar donde siempre ha estado -añadió el anciano.
- Sea pues. Morid con la cruz, y que la orden muera con vos -dijo el preboste, haciendo un gesto al verdugo.
El encapuchado
arrastró a Molay hasta el poste, alrededor del cual se habían dispuesto haces
de madera seca por todas partes excepto donde debían ir los pies del
prisionero. Al verlo, el templario pidió al preboste que se acercase.
- Me gustaría morir mirando a Notre Dame.
El preboste dio
unas cuantas órdenes, y los guardias cambiaron de sentido los haces de leña a
regañadientes. Ataron al anciano al poste, y finalmente colocaron algo más de
combustible sobre las canillas blanquecinas y llenas de costrones del viejo
guerrero.
El verdugo se
acercó entonces al lugar donde apilaba sus enseres, y cogió un cubo donde
guardaba paja húmeda. Iba a acercarse a la pira con él, pero el preboste le
detuvo.
- Dejad eso.
Incluso a través
de la capucha de cuero se percibió el desagrado del verdugo. No era un hombre
que disfrutase haciendo daño a otros. Había perfeccionado su trabajo para matar
con el mínimo dolor posible, y eso incluía la paja húmeda cuando alguien era
condenado a la hoguera. El fuego arrancaba gran cantidad de humo de la paja,
provocando que el reo se ahogase mucho antes de que el fuego le abrasase la carne.
- Sólo es un viejo inútil - dijo.
- El rey ha dicho que no - zanjó el preboste.
¿Qué terribles
delitos había cometido aquel anciano para que la condena fuese tan dura?
Ninguno, si hemos de juzgar su proclamación pública de inocencia, lejos de las
lancetas y las cuerdas de los torturadores. Pero no eran sus crímenes los que
habían enfurecido al Papa Clemente y al Rey Felipe el Hermoso. Era la
existencia de los templarios la que significaba una amenaza para los poderes de
París y de Avignon, donde estaba entonces la sede de Pedro.