SÍMBOLOS
FUNDAMENTALES DE
LA
CIENCIA SAGRADA
Compilación póstuma establecida y
presentada por Michel Vâlsan
RENÉ
GUÉNON
XXV
LAS
“PIEDRAS DEL RAYO”[1]
En un artículo del número
especial de Le Voile d’Isis dedicado al Tarot, el señor Auriger, a propósito del
arcano XVI, ha escrito lo siguiente: “Parece existir una relación entre las
piedras de granizo que rodean a la Torre fulminada y la palabra Beyt-e1, morada
divina‟, de la cual se hizo “betilo‟, palabra con que los semitas designaban a los
aerolitos o “piedras del rayo”. Esta relación ha sido sugerida por el nombre de
“Morada de Dios” dada a ese arcano, nombre que es, en efecto, la traducción
literal del Beyt-el hebreo; pero nos
parece que hay en esa consideración una confusión entre diversas cosas bastante
diferentes, y que podría ofrecer cierto interés puntualizar este asunto.
En primer lugar, es verdad que el
papel simbólico de los aerolitos o piedras caídas del cielo tiene gran
importancia, pues ésas son las “piedras negras” de que se habla en tantas
tradiciones diversas, desde la que era figura de Cibeles o de la “Gran Diosa”
hasta la que se halla encastrada en la Ka’ba
de la Meca y se pone en relación con la historia de Abraham. En Roma también
estaba. El lapis niger, para no
mencionar los escudos sagrados de los sacerdotes salios, de los que se decía
había sido tallado de un aerolito en
tiempos de Numa[2].
Tales “piedras negras” pueden ciertamente colocarse en la categoría de los “betilos”, es decir, de las piedras consideradas
como “moradas divinas”, o, en otros términos, como soportes de ciertos
“influjos espirituales”; pero, ¿tenían todos los “betilos” este origen? No lo creemos, y en especial no vemos indicio
alguno que permita suponer que tal haya sido el caso para la piedra a la cual
Jacob, según el relato del Génesis,
dio el nombre de Bety-el, aplicado
por extensión al lugar mismo donde había tenido su visión mientras su cabeza
reposaba en esa piedra.
El “betilo” es propiamente la representación del Ômphalos, es decir, un símbolo del “Centro del Mundo”, que se
identifica, muy naturalmente, con el “habitáculo divino”[3].
Esa piedra podía tener formas diversas, y particularmente la de un pilar; así,
dice Jacob:
“Y esta piedra que he alzado como
pilar será la casa de Dios”; y entre los pueblos célticos ciertos menhires, si
no todos, tenían el mismo significado. El Ômphalos
podía representarse también con una piedra cónica, como la “piedra negra” de
Cibeles, o bien ovoide; el cono recordaba la Montaña sagrada, símbolo del “Polo”
o del “Eje del Mundo”; en cuanto a la forma ovoide, se refiere directamente a
otro símbolo muy importante, el del “Huevo del Mundo”. En todos los casos, el
“betilo” era una “piedra profética”, una “piedra que habla”, es decir una
piedra que daba oráculos o junto a la cual se daban oráculos, gracias a los
“influjos espirituales” de que era soporte; y el ejemplo del Ômphalos de Delfos es muy característica
a este respecto.
Los “betilos” son, pues, esencialmente piedras sagradas, pero no todas
de origen celeste; empero, quizás es cierto que, por lo menos simbólicamente,
la idea de “piedra caída del cielo” podría vinculárseles de algún modo. Lo que
nos hace pensar que así hubo de ser es su relación con el misterioso luz de la
tradición hebrea; tal relación es segura para las “piedras negras”, que son
efectivamente aerolitos, pero no debe ser limitada a este solo caso, pues se
dice en el Génesis, con motivo del Beyt-el
de Jacob, que el primer nombre de ese lugar era precisamente Luz. Inclusive podemos recordar que el Graal había sido tallado, se decía, de
una piedra también caída del cielo; y entre todos estos hechos hay relaciones
muy estrechas, en las cuales sin embargo no insistiremos más, pues tales
consideraciones arriesgarían llevarnos muy lejos de nuestro tema[4].
En efecto, ya se trate de los “betilos” en general o de las “piedras
negras” en particular, ni unos ni otras tienen en realidad nada en común con
las “piedras del rayo”; y en este punto sobre todo la frase que citábamos al
comienzo contiene una grave confusión, por lo demás muy naturalmente
explicable. Uno está tentado de suponer, seguramente, que las “piedras del
rayo” o “piedras del trueno” deben ser piedras caídas del cielo, aerolitos; y
sin embargo no es así; jamás podría adivinarse lo que son sin haberlo aprendido
de los campesinos que, por tradición oral, han conservado la memoria de ello.
Los campesinos, por otra parte, cometen a su vez un error de interpretación,
que muestra que el verdadero sentido de la tradición se les escapa, cuando
creen que esas piedras han caído con el rayo o que son el rayo mismo. Dicen, en
efecto, que el trueno cae de dos maneras: “en fuego” o “en piedra”; en el
primer caso incendia, mientras que en el segundo solo rompe; pero ellos conocen
muy bien las “piedras del trueno” y se equivocan solo al atribuirles, a causa
de su denominación, un origen celeste que no tienen y que nunca han tenido.
La verdad es que las “piedras del
rayo” son piedras que simbolizan el rayo; no son sino las hachas de sílex
prehistóricas, así como el “huevo de serpiente”, símbolo druídico del “Huevo
del Mundo”, no es otra cosa, en cuanto a su figuración material, que el erizo
de mar fósil. El hacha de piedra es la piedra que rompe y hiende, y por eso
representa al rayo; este simbolismo se remonta, por lo demás, a una época en
extremo remota, y explica la existencia de ciertas hachas, llamadas por los
arqueólogos “hachas votivas”, objetos rituales que nunca han podido tener
utilización práctica alguna como armas o como instrumentos de ninguna clase.
Esto nos lleva naturalmente a
recordar un punto que ya ha sido tratado: el hacha de piedra de Páraçu Râma y el martillo de piedra de
Thor son una sola y misma arma[5],
y agregaremos que esta arma es el símbolo del rayo. Se ve también por esto que
el simbolismo de las “piedras del rayo” es de origen hiperbóreo, es decir, se
vincula a la más antigua de las tradiciones de la humanidad actual; a la que es
verdaderamente la tradición primitiva para el presente Manvántara[6].
Cabe advertir, por otra parte, el
importantísimo papel que desempeña el rayo en el simbolismo tibetano: el vajra, que lo representa, es una de las
principales insignias de los dignatarios del lamaísmo[7].
A la vez, el vajra simboliza el principio masculino de la manifestación
universal, y así el rayo está asociado a la idea de “paternidad divina”,
asociación que se encuentra con igual nitidez en la Antigüedad occidental, ya
que el rayo es el principal atributo de Zeûs Patèr o Iu-piter, el “padre de los dioses y de los hombres”, que fulmina,
por otra parte, a los Titanes y Gigantes, como Thor y Páraçu Râma destruyen a los equivalentes de aquéllos con sus armas
de piedra[8].
Hay inclusive, a este respecto, y
en el propio Occidente moderno, otra vinculación realmente singular: Leibniz,
en su Monadología, dice que “todas las mónadas creadas nacen, por así decirlo,
por las fulguraciones continuas de la Divinidad de momento en momento”; asocia
de este modo, conforme a la tradición que acabamos de recordar, el rayo (fulgur) a la idea de producción de los
seres. Es probable que sus comentadores universitarios no lo hayan advertido
jamás, así como tampoco han notado y no sin motivo que las teorías del mismo filósofo
sobre el “animal” indestructible y “reducido en pequeño” después de la muerte
estaban directamente inspiradas en la concepción hebrea del lûz como “núcleo de inmortalidad”[9].
Destacaremos aún un último punto,
que se refiere al simbolismo masónico del mallete: no solo hay una relación
evidente entre el mallete y el martillo, que no son, por así decirlo, sino dos
formas del mismo instrumento, sino que además el historiador masónico inglés R.
F. Gould piensa que el “mallete del Maestro”, cuyo simbolismo vincula él por
otra parte, en razón de su forma, al del tau, tiene origen en el martillo de
Thor. Los galos, por lo demás, tenían un “dios del mallete”, que figura en un
altar descubierto en Maguncia; parece incluso que sea el Dis Pater, cuyo nombre está tan próximo al de Zeûs Patèr, y al cual los druidas, según César, consideraban padre
de la raza gala. Así, ese mallete aparece también como un equivalente simbólico
del vajra de las tradiciones
orientales, y, por una coincidencia que sin duda nada tiene de fortuito, pero
que parecerá por lo menos inesperada a muchos, ocurre que los maestros masones
tienen un atributo dotado
exactamente el mismo
sentido que el de los grandes
lamas tibetanos; pero, ¿quién, en la masonería tal como está hoy, podría
jactarse de poseer efectivamente el misterioso poder, uno en su esencia aunque
doble en sus efectos de apariencia contraria, de que ese atributo es el signo?
No creemos aventurarnos demasiado si decimos que, en lo que aún subsiste de las
organizaciones iniciáticas occidentales, nadie tiene ni aun la más remota idea
de lo que en realidad se trata: el símbolo permanece, pero cuando el “espíritu”
se ha retirado de él, no es sino una forma vacía; ¿ha de conservarse pese a todo la esperanza de que llegará un día en
que esa forma será revivificada, en que responderá de nuevo a la realidad que
es su razón de ser original y lo único que le confiere verdadero carácter
iniciático?
[1] [Publicado
en V. I., mayo de 1929].
[2] F.
Ossendowski ha referido la historia de una “piedra negra” enviada. otrora por
el “Rey del Mun-do” al Dalai-Lama, después transportada a Urga, en Mongolia, y
desaparecida hace un centenar de años; no sabiendo de qué se trataba, trató de
explicar ciertos fenómenos, como la aparición de caracteres en la superficie de
la piedra, suponiendo que ésta fuera una especie de pizarra. [La obra a que se
refiere, el autor existe en traducción castellana anónima: F. Ossendowski,
Bestias, hombres, dioses, Buenos Aires,. Cenit, 1956. (N. del T.)].
[3] Esta
designación de “habitáculo divino”, en hebreo rnishkán, fue dada también,
posteriormente, al Tabernáculo: como lo indica la palabra misma, es la sede de
la Shejináh [„Presencia divina‟].
[4] Hemos
dado desarrollos más amplios sobre la cuestión del lûz, así como sobre la del
Ômphalos, en nuestro estudio sobre Le Roi du Monde.
[5] Ver
el artículo P. Genty sobre “Thor et Purashu-Râma” en V. I., diciembre de 1928.
[6]
Señalemos a este respecto que algunos, por una extraña confusión, hablan hoy de
“Atlántida hiperbórea”; la Hiperbórea y la Atlántida son dos regiones
distintas, como el norte y el oeste son dos puntos cardinales diferentes, y, en
cuanto punto de partida de una tradición, la primera es muy anterior a la segunda.
Estimamos tanto más necesario llamar la atención sobre este punto, cuanto que
quienes cometen esa confusión han creído poder atribuírnosla, cuando va de suyo
que no la hemos cometido jamás ni vernos siquiera en cuanto hemos escrito nada
que pudiera dar el menor pretexto a semejante interpretación.
[7] Vajra
es el término sánscrito que designa el rayo; la forma tibetana de la palabra es
dorje.
[8] Es
interesante notar que los rayos de Júpiter son forjados por Vulcano, lo que
establece cierta relación entre el “fuego celeste” y el “fuego subterráneo”, relación
no indicada en los casos en que se trata de armas de piedra; el “fuego
subterráneo” en efecto, estaba en relación directa con el simbolismo metalúrgico,
especialmente en los misterios cabíricos; Vulcano forja también las armas de
los héroes. Es preciso, por otra parte, agregar que existe otra versión según
la cual el Mioelner o martillo de
Thor sería metálico y habría sido forjado por los enanos, quienes pertenecen al
mismo orden de entidades simbólicas que los Cabiros, los Cíclopes, los Yaksha,
etc. Notemos también, acerca del fuego, que el carro de Thor estaba arrastrado
por dos carneros y que en la India el carnero es el vehículo de Agni [dios del
fuego].
[9] Otro
punto que no podemos sino indicar de paso es el que vajra significa a la vez
‘rayo’ y ‘diamante’; esto llevaría también a considerar muchos otros aspectos
del asunto, que no pretendemos tratar completamente aquí [véase infra, caps.
XXVI, XXVII y LII].
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