EL
HOMBRE NUEVO
Louis Claude de Saint-Martin
1
La
verdad no pide nada mejor que hacer una alianza con el hombre; pero quiere que
sea solamente con el hombre y sin ninguna mezcla de nada que no sea permanente
y eterno, como ella.
Quiere que este
hombre se lave y se regenere
perpetuamente y por completo en
la piscina de fuego y en la sed de la unidad; quiere que haga beber todos los
días sus pecados a la tierra, es decir, que le haga beber toda su materia,
puesto que ésta es su verdadero pecado; quiere que tenga en todo momento su
cuerpo preparado para la muerte y los dolores y su alma dispuesta para
la actividad de
todas las virtudes,
su espíritu listo
para captar todas las luces y hacer que fructifiquen, para gloria de la
fuente de donde proceden. Quiere
que él se mire en todo su ser como
un ejército siempre en pie de guerra y preparado para marchar en cuanto
se le dé la orden; quiere que haya una resolución y una constancia que no se
alteren con nada y que, como al avanzar en su carrera no puede encontrar más
que sufrimientos, pues el
mal se le
va a ofrecer
en todos sus
pasos, esta perspectiva no
detenga su marcha y tampoco fije su vista únicamente en la meta que le espera
al final de la carrera.
Si
lo encuentra en estas condiciones, éstas son las promesas que le hace y los
favores que le reserva. Como, apenas se abre ante ella el interior del hombre,
se ve embargada por un arrebato de alegría, no sólo como la madre más cariñosa
con un hijo al que no ve desde hace mucho tiempo, sino como el genio más
excelso a la vista de la producción más sublime que, en principio, le parece
nueva, extraña a su espíritu y, por así decirlo, borrada de su memoria; pero
que le hace unir el amor más vivo a esta profunda admiración, cuando este
sublime genio llega a reconocer que esta sublime producción es su obra.
En
cuanto la verdad ve que nace así el deseo y la voluntad en el corazón del
hombre, se precipita con todos los ardores de su vida divina y de su amor. Es
frecuente que sólo le pida que se prive de lo que es nulo y, por este
sacrificio negativo, va a colmarlo de realidades. La más importante de estas
realidades es que empieza a darle los signos de advertencia y prevención, para
que no se encuentre en el caso de tener miedo, como Caín, y decir: los que me
reconozcan me matarán. A continuación, imprime en él signos de terror, para que
su presencia resulte terrible y haga huir a sus enemigos; finalmente, lo adorna
con signos de gloria, para que pueda hacer que brille la majestad de su maestro
y reciba por todas partes las honorables recompensas que se merece un fiel
servidor.
Así
es como tratará a los que hayan confiado en la naturaleza de su ser; a los que
no hayan dejado que se apague la mínima chispa; a los que se hayan visto como
si fuesen una idea fundamental o un texto del que toda nuestra vida no debería
ser más que el desarrollo y el comentario,
de tal forma que todos nuestros momentos deberían servir para explicarlo
y dejarlo más claro y no para oscurecerlo, borrarlo y hacer que se olvide, como
sucede casi generalmente con nuestra desgraciada posteridad.
Para
cooperar en nuestra curación, la verdad tiene un medicamento real, que notamos
físicamente en nosotros cuando considera oportuno administrárnoslo. Este medicamento está compuesto de dos ingredientes,
dependiendo de nuestra enfermedad, que es una complicación del bien y del mal
que conservamos del que no supo evadirse del deseo de conocer esta ciencia
fatal. Este medicamento es amargo; pero
es precisamente su amargura lo que nos cura, porque esta parte amarga, que es
la justicia, se une a lo que está viciado en nuestro ser para devolverle la
rectificación. Entonces, lo que hay en nosotros de regular y de vivo se une, a
su vez, a lo que hay de dulce en el medicamento y se nos devuelve la salud.
Mientras no se produce en nosotros esta operación médica, de nada sirve que
pensemos que estamos
sanos y en
buen estado. Ni siquiera estamos en condiciones de
utilizar alimentos sanos y puros, porque nuestras facultades no están abiertas
para recibirlos. No basta para nuestro restablecimiento con
que nos abstengamos
de alimentos malsanos
y corruptos, es necesario también que utilicemos este medicamento amargo que los ministros espirituales de la
sabiduría hacen que pase a nosotros, para producir una sensación
dolorosa que podríamos llamar
fiebre de la penitencia; pero
que termina con
la dulce sensación
de la vida y
de la regeneración.
Los
que estén en el camino de la regeneración reciben y sienten este medicamento
cada vez que el enemigo los tienta o viene a viciar algo dentro de su ser. Los demás no lo reciben ni lo sienten, porque
están en una situación continua de malestar y enfermedad que no deja que se les
acerque el medicamento.
Pero
este medicamento es tan necesario para nuestro restablecimiento que los que no
lo han recibido no pueden comer con provecho para ellos el pan de vida, y no se
convierten en el oro puro. Finalmente, debe presionar y trabajaren nuestra alma
sin descanso, sin interrupción, lo mismo que el tiempo trabaja continuamente
sobre todos los cuerpos de la naturaleza, para llevarlos a la pureza, a la
sencillez y a la actividad viva de sus principios constitutivos. De esta
manera, se abre en nosotros una fuente viva, que se nutre y se mantiene por la vida misma, y con ella llegamos a
tener una naturaleza de alegrías
que no pasan
y que establecen en
nosotros para siempre el reino
eterno de lo que es.
Es
fácil darse cuenta de que este medicamento no debe confundirse con las
tribulaciones terrestres, con los males del cuerpo, con las injusticias que
podemos recibir de nuestros semejantes y que tienen a nuestra alma angustiada.
Todas estas cosas están o bien para castigo del alma o para su prueba; pero no
le dan más que una sabiduría temporal. Además, solamente podemos recibir la
vida divina mediante preparaciones de su mismo orden, y el medicamento de que
hablamos es esta preparación exclusiva. ¡Dichoso el que persevere hasta el fin,
en desearlo y ponerlo a beneficio de los demás todas las veces que tenga la
felicidad de sentirlo! Notará con esto que el hombre puede tener cosas tan
grandes que decir que no necesita ya ser él quien las diga y que debe esperar
que le hagan decirlas o escribirlas.
Pues
el rocío que Dios hace que baje al hombre
está compuesto de acciones
completamente vivas, completamente formadas, completamente terminadas, como
tantos guerreros armados de pies a cabeza o como tantos médicos poderosos
que tienen en
su mano la
ambrosía o como
tantos ángeles celestiales que irradian por dentro y por fuera santas y
puras luces de vida. Y
el hombre, destinado
a ser el
objeto y recipiente
de tantos beneficios, advierte
por su inteligencia, en medio de este rocío sagrado, la mano suprema
del Dios resplandeciente de
gloria que quiere
tomarlo al término de esta
incomparable munificencia, pues es cierto que la palabra divina no puede
venir a nosotros sin crear a la vez todo un mundo.
Dios
mío, yo sé muy bien que eres la vida y que yo no soy digno de que te acerques a
mí, que no soy más que vergüenza, miseria e iniquidad. Sé muy bien que tienes
la palabra viva, pero las espesas tinieblas de mi materia impiden que hagas que
se oigan en los oídos de mi alma Haz. sin embargo, que descienda a mí una gran abundancia
de esta palabra, para que su peso pueda contrarrestar la masa de la nada en la
que se absorbe todo mi ser y que, el día de tu juicio universal este peso y
esta abundancia de tu palabra puedan sacarme del abismo y hacer que me remonte
hasta tu santa morada Pon en las
diversas regiones y facultades
que me componen
numerosos obreros hábiles y
vigilantes que desatoren
los canales de
todas sus inmundicias y rompan
hasta la roca viva que se opone a la circulación de las aguas Entonces
entrará en mí la
vida de
tus fuentes puras
y activas y llenará mis ríos
hasta los bordes, entonces crearás un mundo de espíritus en mi pensamiento, un
mundo de virtudes en mi corazón y un mundo de poder en mi obra, y es el
todopoderoso, el santificador universal,
el que mantendrá por sí mismo todos estos mundos en mí y quien los
alimentara continuamente con sus propias bendiciones.
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