II
EL CRISTO INTERIOR
EL CRISTO INTERIOR
Del “El Espíritu de Oración” de William Law
Este es el mensaje de las
Escrituras: que Cristo en nosotros es
nuestra esperanza y gloria; que nuestra única salvación está en el Cristo
formado dentro de nosotros –viviendo, creciendo y suscitando Su propia Vida y
Espíritu en nuestro interior--. Y ciertamente, todo esto se desprende de forma
evidente de la naturaleza de las cosas,
pues, dado que la serpiente, el pecado, la muerte y le infierno están todos
ellos esencialmente en nosotros –siendo el crecimiento mismo de nuestra
naturaleza--¿no deberá nuestra redención ser igualmente interior, una muerte
interna y esencial a este estado de nuestra alma, y un crecimiento interior de
una vida contraria dentro de nosotros?
Si Adán fue únicamente una
persona exterior, si su entera naturaleza no era nuestra naturaleza, nacida en
nosotros, y derivada de él hasta llegar bien dentro de nosotros, sería un absurdo decir que su caída
fue nuestra caída. Del mismo modo, si Cristo, nuestro Segundo Adán, fue tan
sólo una persona exterior, si no entró tan profundamente en nuestra naturaleza
como lo hizo el primer Adán, si no recibimos de Él un nuevo hombre interior,
espiritual, como recibimos una carne y
sangre exterior proveniente de Adán, ¿qué motivo habría para decir que nuestra
rectitud proviene de Él, así como nuestro pecado proviene de Adán?
Que nadie piense en lanzar
sobre mí la acusación de que pretendo relegar al Santo Jesús, nacido de la Virgen María, o que trato
de oponer un Salvador interior al Cristo exterior cuya historia se nos recuerda
en el Evangelio. No: con la mayor certeza y plenitud de fe, atribuyo la totalidad
de nuestra redención a la bendita y misteriosa Persona que nació entonces de la Virgen María, y no
defenderé ninguna redención interna sino la que es efectuada por ese Redentor
dador de vida, muerto en la Cruz por nuestra redención, y que proviene por entero
de Él.
Si dijera que una planta o
vegetal tiene que tener al sol dentro de sí, que tiene que incorporarse la
vida, la luz y las virtudes del sol, y que no recibirá beneficio alguno del
sol, hasta que el sol no haya empezado a formar, generar, vivificar y hacer
surgir la vida de las virtudes solares dentro de ella, ¿querría esto decir que
propugno un sol interior, en oposición al sol exterior? ¿Podría haber acusación
más ridícula? Pues bien, lo que aquí digo sobre el sol interior de la planta,
¿no va referido también al poder y virtud derivados del sol que luce en el
firmamento?
De la misma forma, todo
cuanto se diga sobre un Cristo interior, internamente formado y
engendrado en la raíz del alma, ha de ser entendido tan sólo en relación con
una vida interior generada por el poder y la eficacia de aquel Cristo bendito
que nació de la Virgen María. [p. 37, 2
–38]
Nadie dejará de beneficiarse
de la salvación de Cristo, a no ser por
su falta de disposición para recibirla; no la recibirá quien tenga el mismo espíritu y los mismos humores que
llevaron a los judíos a mostrarse reacios a recibirla. Pero si quieres saber
cómo esta gran obra, el nacimiento de Cristo, se ha de efectuar dentro de ti,
déjame decirte una regocijante verdad: que dicha gran obra ha comenzado ya en
cada uno de nosotros. Pues el Santo Jesús que ha de formarse en ti, que ha de
ser el Salvador y la nueva Vida de tu alma, que ha de sacarte de la oscuridad
de la muerte para conducirte a la Luz de la Vida y darte el poder para convertirte
en hijo de Dios, está ya dentro de ti, viviendo, removiendo, llamando,
golpeando a la puerta de tu corazón, y no deseando otra cosa sino tu fe y tu
buena voluntad, para tener en ti un nacimiento y una forma tan reales como los
tuvo de la Virgen María.
Pues el Verbo eterno o Hijo
de Dios no empezó a ser el Salvador del mundo tan sólo al nacer en Belén de
Judea; el Verbo que se hizo carne en la Virgen María entró en el primer padre
de la humanidad como Palabra de Vida, como Semilla de salvación, desde el
comienzo del mundo, bajo el nombre y el carácter de Aplastador de la cabeza de
la serpiente.
Por eso dijo Cristo a sus
discípulos: “el Reino de Dios está dentro de vosotros”; es decir, la Naturaleza
divina está dentro de vosotros, dada a vuestro primer padre, en la luz de su
vida, y alzándose, a partir de él, en la vida de todos los hijos de Adán. Por
eso también se dice que Cristo es “la Luz que ilumina a todo hombre que viene
al mundo”. No tal y como nació en Belén, no como cuando tenía forma humana sobre
la tierra --en este sentido no podría
haber sido designado como “la Luz que ilumina a todo hombre que viene al
mundo”--, sino en cuanto que era esa
Palabra eterna por la que fueron creadas todas las cosas y que volvió a entrar,
como un segundo Creador, en el hombre caído, en calidad de Hollador de la
serpiente.
En este sentido nuestro
Señor fue realmente la Luz que ilumina a todos los hombres. Pues fue real y
verdaderamente todo esto, de la misma forma que fue el Emmanuel, el Dios con
nosotros, dado a Adán, y con él a toda su descendencia. Aquí puedes ver el
comienzo y la gloriosa amplitud de la Iglesia católica de Cristo. La cual
abarca el mundo entero.
Es la Misericordia ilimitada
y universal de Dios hacia toda la humanidad; y toda criatura humana, de forma
tan segura como que es hija de Adán, tiene dentro de sí un nacimiento del
Aplastador de la serpiente y, por lo tanto, está infaliblemente en alianza con
Dios a través de Jesucristo. Y por ello también Cristo es nombrado Juez del
mundo entero, porque la humanidad entera, todas las naciones y lenguas han
sido, en Él y por medio de Él, puestas
en alianza con Dios y hechas capaces de resistir el mal de sus naturalezas
caídas. [p. 42, 3 – 43, 1]
Este Santo Jesús, el don de
Dios, dado primero a Adán, y en él a todos los que de él descienden, es el
obsequio que Dios te hace a ti, de forma tan segura como que has nacido de
Adán. Aunque no lo hayas poseído nunca, aunque te hayas alejado de Él, tan
lejos como el hijo pródigo de la casa de su padre, Él sigue estando todavía contigo, es el
regalo que Dios te hace, y si te vuelves a Él y se lo pides, tiene agua de vida
para ti.
¡Pobre pecador! Considera el
tesoro que tienes dentro de ti: el Salvador del mundo, la Palabra eterna de
Dios está oculta en tu ser, como una chispa de la naturaleza divina que acabará
venciendo al pecado, la muerte y el infierno dentro de ti, para volver a
engendrar en tu alma la Vida del Cielo.
Vuelve tu mirada hacia tu
corazón, y tu corazón encontrará a su Salvador, su Dios, en su propio
interior. No ves, oyes ni sientes nada
de Dios, porque lo buscas fuera con tus ojos externos; lo buscas en libros, en
controversias, en el templo y en ejercicios exteriores, pero ahí no lo
encontrarás, en tanto no lo hayas encontrado en tu corazón. Búscale en tu
corazón, y nunca buscarás en vano, pues ahí mora, ahí está la sede de su Luz y
de su Espíritu. [p. 43, 2 – 44, 1]
Este volverte a la Luz y
Espíritu de Dios dentro de ti es la única forma de dirigirte hacia Él; no hay
otra forma de encontrarle, sino en aquel lugar donde mora en ti. Porque aunque
Dios esté presente en todas partes, para ti únicamente está presente en la
parte más central y profunda de tu alma. Tus sentidos naturales no pueden
poseer a Dios ni unirte a Él; más aún, tus facultades interiores de
inteligencia, memoria y voluntad, sólo pueden ir a la búsqueda de Dios, pero no
pueden ser el lugar de su habitación y
morada en ti. Pero hay una raíz o profundidad en ti de la que surgen todas
estas facultades como líneas que parten de un mismo centro o como ramas que
brotan del tronco del árbol.
Esta profundidad es la
unidad, la eternidad, iba casi a decir la infinitud de tu alma; pues ella es
tan infinita que nada puede satisfacerla o apaciguarla sino la Infinitud de
Dios. Esta profundidad es llamada el centro, fondo, base o fundamento del alma.1
En esta profundidad del alma la Santísima Trinidad engendró su propia imagen
viviente en el primer hombre, el cual portaba dentro de sí mismo una
representación viviente del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; en esto
consistía su morar en Dios y el morar de Dios en él. Este era el Reino de Dios
dentro de su ser, y era también lo que formaba el Paraíso fuera de él, en su
entorno.
Pero el día que Adán comió
del prohibido árbol terrenal, en ese mismo día murió al Reino de Dios dentro de
él. Habiendo perdido a Dios este su fondo o centro del alma, quedó sumido en la
muerte y las tinieblas, y se convirtió en un prisionero dentro de un animal
terreno, que únicamente aventajaba a sus congéneres, las bestias, en su forma
erguida y en su sutileza serpentina. Así concluyó la caída del hombre.
Pero desde el momento en que
el Dios de la Misericordia insufló en Adán al Aplastador de la serpiente, desde
ese mismo momento todos los tesoros y riquezas de la Naturaleza divina
volvieron al hombre como una semilla de salvación sembrada en el centro del
alma, y sólo oculta allí en cada uno de los seres humanos, hasta que despierte
en él el deseo de levantarse de su estado caído y nacer de nuevo desde arriba.
Despierta, pues, tú que
duermes, y Cristo, que desde toda la Eternidad ha estado casado o esposado con
tu alma, te dará luz. Ahonda en tu propio campo en busca de esta Perla de la
Eternidad que yace oculta en él. No te costará demasiado esta Perla, ni podrás
comprarla demasiado cara, pues ella es el Todo, y cuando la hayas encontrado,
sabrás que todo lo que has vendido o de lo que te has desprendido para
adquirirla, es simplemente una nada, una pompa sobre el agua. [p. 44, 2 – 3]
Pero si te apartas de esta
Perla, o si la pisoteas, con el propósito de ser rico o grande, ya sea en la
Iglesia o en el Estado, y la muerte te encontrara en semejante éxito, no podrás
decir que, aunque la Perla se haya perdido, algo se ha ganado en su lugar. Pues
en ese momento definitivo, las cosas y los ruidos de este mundo serán todos
exactamente lo mismo: haber poseído unas propiedades o haber simplemente oído
hablar de ellas, haber vivido en el Palacio de Lambeth veinte años o haber
pasado veinte veces ante él, para ti será todo el mismo patrimonio o la misma
nada. [p. 45, 1]
No tienes, pues, necesidad
de ir corriendo de un lado para otro diciendo ¿dónde está Cristo? ¿Quién
ascenderá al Cielo para hacer que Cristo descienda de lo alto? O ¿quién
descenderá hasta las profundidades para hacer que Cristo retorne de entre los
muertos?
Advierte que el Verbo, la
Palabra, que es la Sabiduría de Dios, está dentro de tu corazón; se encuentra
ahí como Aplastador de la serpiente, como Luz que desciende sobre tus pies y
Antorcha que orienta tus pasos. Está ahí como Santo Óleo, para suavizar y
vencer las propiedades ardientes y airadas de tu naturaleza, y para cambiarlas
en la humilde mansedumbre de la luz y el amor.
Está ahí como Palabra de
Dios que habla en tu alma; y tan pronto como estés dispuesto a escuchar, esta
eterna Palabra hablante te hablará para introducir en tus órganos internos el
Amor y la Sabiduría, y para engendrar en ti el nacimiento de Cristo, con todo
su espíritu, naturaleza, temple y disposición santos.
A esto se debe (es decir, a
este Principio del Cielo o Cristo presente en el alma) que tantos espíritus
eminentes, partícipes de la Vida divina, aparecieran en tantas partes del mundo
paganos; nombres gloriosos, hijos de la Sabiduría, que brillaron como luces
sostenidas por dios en medio de la oscuridad idólatra. Eran los apóstoles de un
Cristo de dentro, despertados por el Aplastador interno de la serpiente, que
les encomendó la misión de apartar a la humanidad de la ciega búsqueda de la
carne y la sangre, enseñando a los demás hombres a conocerse a sí mismos y
conocer la dignidad de su naturaleza, la
inmortalidad de sus almas y la necesidad de la virtud para evitar la miseria y
vergüenza eternas.
Estos apóstoles, aunque no
tuvieron la Ley o un Evangelio escrito con el que atraer a sus oyentes, por
haberse orientado hacia Dios, encontraron y predicaron el Evangelio, que estaba
escrito en sus corazones. De ahí que uno de ellos pudiera expresar esta divina
verdad: que únicamente son sacerdotes y profetas aquellos que tienen a Dios
dentro de sí.
Esto explica asimismo que,
en la Iglesia cristiana, haya habido en todas las épocas, entre los más
iletrados, tanto hombres como mujeres que han alcanzado una profunda
comprensión de los misterios de la Sabiduría y el Amor de Dios en Jesucristo.
Cosa que no es de extrañar, pues lo que puede dar la verdadera comprensión de
las cosas de Dios no es el arte o la ciencia, ni la destreza en la lógica o la
gramática, sino la apertura de la Vida divina dentro del alma. [p. 48, f – 49]
La Vida de Dios en el alma,
que por su pequeñez inicial y su capacidad para un mayor crecimiento, es
comparada con el grano de una semilla de mostaza, puede quedar y de hecho
general queda sometido y anulado, ya sea por las preocupaciones y placeres
mundanos, por la ambición, la sensualidad o una vana cultura.
Y mientras esto ocurra,
cualquiera que sea la religión o confesión que un individuo diga profesar, será
un mero hombre natural, no regenerado, no iluminado por el
Espíritu de Dios, ya que tiene sofocada dicha
Semilla del Cielo y no permite que crezca en él.
Por ello, su religión no es
más del Cielo que su buena clase, su refinada educación y crianza; sus
preocupaciones no tienen más bondad de la que tengan sus placeres; su amor no
vale más que su odio; y su celo a favor o en contra de una u otra forma de
religión tiene únicamente la naturaleza de cualquier otra disputa mundana. Así
es y así tiene que ser en cualquier hombre meramente natural, sean cuales sean
las apariencias de las que se revista. Quizá le complazca saber que es el
esclavo y la máquina de su propio temperamento corrupto, de sus disposiciones e
inclinaciones viciadas, ya que se halla inspirado, movido y animado por el amor
propio, la estima y la búsqueda egoístas de sí mismo, que constituyen la única vida y espíritu del
hombre natural, ya sea pagano, judío o cristiano. [p. 50, 1]
Has de concebir al Santo
Jesús, al Verbo o Palabra de Dios, como
un tesoro oculto de todas y cada una de las almas humanas, nacido como semilla
del de la Palabra en el parto del alma, emparedado bajo la carne y sangre, hasta que, como una estrella de la
mañana, se alce en nuestros corazones, cambiando al terrenal hijo de Adán en un
Hijo de Dios.
Este misterio de una Vida
interior oculta en el hombre como su más preciado tesoro, como el fundamento de
todo lo que es grande o bueno en él, oculto tan sólo desde la Caída, y que no
puede ser abierto, descubierto y parido en su gloria primera más que por Aquél
a quien se ha dado todo poder en el Cielo y sobre la Tierra, es una verdad de
la que dan pleno testimonio casi todas las cosas de la naturaleza.
Mira adónde quieras. Verás
que nada aparece o actúa externamente en ninguna criatura, ni en ningún efecto
de la naturaleza, sino aquello que se hace enteramente a partir de su propio
espíritu interior e invisible. Lo que actúa no un espíritu que se introduzca en
ella o en ello, sino su propio espíritu interior, que es un misterio interno,
invisible hasta que se haya dado a conocer o haya emergido en virtud de las
apariencias externas.
El sol en el firmamento da
crecimiento a todas las cosas que crecen en la Tierra y vida a todas las cosas
que viven sobre ella, lo cual hace no dándoles o impartiéndoles una vida que
venga desde fuera, sino tan sólo estimulando en cada cosa su propio crecimiento
y su propia vida, los cuales yacen ocultos como una semilla o estado de muerte,
hasta que les ayuda a salir y manifestarse el sol, el cual, como un emblema o
símbolo del Redentor del mundo espiritual, ayuda a todas y cada una de las
cosas terrenas a salir de su propia muerte para ascender a su más alto nivel de
vida. [p. 211, f]
No preguntes qué es lo que
tienes que hacer para tener el Espíritu de Dios, para vivir en Él y ser guiado
por Él. Pues tu capacidad para tenerlo y tu medida para recibirlo dependen
únicamente de la fe y seriedad con la que deseas ser guiado por Él.
El hambriento espíritu de
oración es esa fe para la cual son posibles todas las cosas, a la cual tiene
que obedecer y someterse la naturaleza entera, hasta las más altas montañas y
las más duras rocas. Cura todas las enfermedades, rompe las ataduras de la
muerte y hace resucitar a los muertos.
Mira las pequeñas semillas
de las plantas, envueltas en sus propias cáscaras muertas y cubiertas por una
espesa capa de tierra. Observa cómo crecen. ¿Qué es lo que hacen? Están
hambrientas y sedientas de la luz y el aire de este mundo. Su hambre come
aquello de lo que están hambrientas, y en esto consiste su vegetación. Si la
planta deja de sentir hambre, se marchita y muere, aun estando rodeada del aire
y la luz de este mundo.
Esta es la verdadera
naturaleza de la vida espiritual; es realmente un crecimiento o una vegetación,
como la de las plantas. Y nada sino su propia hambre puede ayudarle a conseguir
el verdadero alimento de su vida. Si cesa esta hambre del alma, ésta se
marchita y muere, aun encontrándose en medio de la abundancia divina. Nuestro
Señor, para mostrarnos que el nuevo nacimiento es realmente un estado de
vegetación espiritual, lo compara a un pequeño grano de mostaza, del que brota
una gran planta.
Pues bien, toda semilla
lleva dentro de sí una vida o, de lo contrario, no podría crecer. ¿Qué es esta
vida? No es otra cosa que un hambre de la luz y el aire de este mundo latente
dentro de la semilla; un hambre que, al encontrarse con la luz y el aire de la
naturaleza, transforma la semilla en una planta viviente.
De la misma forma ocurre con
la semilla del Cielo oculta dentro del alma. Tiene una vida en sí misma, pues,
de lo contrario, no habría vida que pudiera
brotar de ella. ¿Qué es esta vida? No es otra cosa que la fe, o un
hambre de Dios y del Cielo, que tan pronto como se mueve y excita, o se deja
mover y excitar, salen a su encuentro la
Luz y el Espíritu de Dios y del Cielo, que la abrazan y vivifican.
Supongamos por un momento
que la semilla de una planta tuviera sentido, juicio y razón, y que, en vez de tener
continuamente hambre de la virtud de la luz y del aire de nuestra naturaleza
exterior, y en vez de procurar atraerse tal virtud, se divirtiese razonando
sobre la naturaleza del hambre y sobre los diferentes poderes y virtudes del
aire y la luz, y su hambre se contentara con este juego racional, ¿no tendrá
por fuerza que marchitarse semejante semilla, sin llegar a ser nunca una planta
viva?
Pues bien, he aquí un símil
muy certero de la semilla de la vida en el hombre: el hombre tiene el poder de
atraer hacia sí toda la Virtud del Cielo, porque la Semilla del Cielo es el don
que Dios ha hecho a su alma, la cual necesita la Luz y el Espíritu de Dios para
hacerla nacer, de la misma forma que la semilla de la planta necesita la luz y
el aire de este mundo. [p. 133]
El hombre tiene que crecer
en Dios, como las plantas crecen en este mundo,
gracias a y partiendo de un poder que no es suyo, de forma semejante a
como estas últimas crecen apoyándose en los poderes de la naturaleza externa.
Pero se diferencia por completo de las plantas en lo siguiente: que una
voluntad incontrolable, la suya propia, debe ser la dirigente e iniciadora de
tal crecimiento, ya sea en Dios o en la naturaleza. [p. 133-134]
Es estrictamente verdad que
la entera salvación del hombre depende de su voluntad; y es no menos
estrictamente verdad que toda la obra de su salvación es única y exclusivamente
la obra de Dios en su alma.
Toda su salvación depende de
él mismo, porque su voluntad-espíritu [o voluntad-ánimo, will-spirit] posee en sí mismo su poder de movimiento. Como
voluntad, únicamente puede recibir lo que quiere; cualquier otra cosa quedará
fuera y verá negada la entrada en ella. Pues es una ley inalterable de la
voluntad, que no hay nada que pueda penetrar en ella, salvo lo que ella quiere.
Su querer es su único poder y capacidad para recibir. Y, por consiguiente, no
hay entrada posible en el alma para Dios o el Cielo, en tanto la
voluntad-espíritu del alma no lo desee. De ahí que la salvación del hombre dependa
por entero de él mismo.
Por otra parte, nada puede
crear, efectuar o llevar a cabo un nacimiento o crecimiento de la Vida divina
en el alma, sino la Luz y Espíritu de Dios, que genera la Vida divina en el
Cielo y en todos los seres celestiales. Por ello, la obra de nuestra salvación
es única y enteramente obra de la Luz y el Espíritu de Dios, al morar y actuar
en nosotros. [p. 134, p]
Así pues, puedes ver que
Dios lo es todo; que no hay nada que pueda ser nuestra salvación sino su Vida y
Poder actuante en nosotros. Ahora bien, no hay nada que pueda darnos semejante
Vida y Poder, o que pueda acceder a ella, sino el espíritu de oración.
Y por lo tanto, ni tú, ni
ninguna otra alma humana, pueden estar sin la acción de la Luz y Espíritu de
Dios en ella, a no ser porque su voluntad-espíritu o espíritu de oración está
dirigido hacia cualquier otra cosa; pues estamos en todo momento unidos a
aquello con lo que está unido nuestra voluntad. [p. 134, m]
1 Law emplea las expresiones inglesas Centre, Fund y Bottom para expresar esta idea que los
místicos alemanes, como Eckhart, Böhme, Tauler o Weigel, llaman der Grund, “el fundamento”, la esencia o
núcleo del alma. Es “el hondón” de los místicos españoles.
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