Sunday, July 7, 2019

Sobre el Simbolismo del Libro y los Libros “Sagrados” - Jorge Norberto Cornejo


SOBRE EL SIMBOLISMO DEL LIBRO Y LOS LIBROS “SAGRADOS”


Jorge Norberto Cornejo



INTRODUCCIÓN

Buscar una respuesta a la pregunta sobre si los Libros Sagrados han resultado valiosos para la humanidad implica, en mi opinión, dividir el problema en dos aspectos:
a)  El simbolismo del Libro en sí mismo
b) La problemática de los Libros considerados “sagrados”

Ambos se vinculan con las discusiones eternas que se han dado sobre si corresponde o no que el Volumen de la Ley Sagrada colocado en la Logia sea la Biblia, y aun aceptando la Biblia si se trata del Antiguo Testamento, del Nuevo o de ambos.

En este trabajo intentaré despojar la cuestión de sus connotaciones religiosas, y efectuar una aproximación exclusivamente masónica.

EL SIMBOLISMO DEL LIBRO

 

« La filosofía está escrita en ese grandísimo libro [de la naturaleza] que continuamente está abierto a los ojos (me refiero al universo), pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, y conocer los caracteres en los que está escrito. Este libro está escrito en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos, y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto.» Galileo Galilei

El Libro, como objeto material, independientemente de su calificación como “Sagrado”, es un profundo símbolo esotérico.

Se ha dicho que el Libro es el símbolo de la ciencia y de la sabiduría, pero ello es una interpretación más cercana a lo exotérico. Masónicamente, al igual que cabalísticamente, el Libro representa el Universo mismo, cuyos «ladrillos de construcción» son letras y  palabras1. El Universo es visto como un gran lenguaje, que el ser humano debe aprender, para finalmente comprender, página por página, el gran Libro de la Naturaleza.

El Libro cerrado representa, en alquimia, la materia primordial en estado virginal; mientras que abierto es la materia fecundada, la Obra concluida.

El Libro cerrado conserva su secreto; abierto ofrece su sabiduría. Una vida que comienza es un Libro que se abre, cuando la vida concluye es un Libro que se cierra.

Por otra parte, en Masonería, el Libro representa también la Tradición y, más específicamente, la Tradición de los Constructores. Por ello aparece abierto en la joya del Orador, Oficial entre cuyas funciones figura la preservación de la tradición  referida.En  dicho Libro está inscripta la Ley, pero no la Ley profana o los códigos vulgares de jurisprudencia, sino el Dharma, la Ley natural impersonal que sostiene el orden en el Universo.

El Libro es el resultado concreto de la inscripción de la Palabra Primordial sobre la plancha de trazar del Universo, es decir, del acto macrocósmico de la emanación.

El Libro es, entonces, el receptáculo y el continente de la Palabra, que fija y preserva.

Con gran sabiduría, MirceaEliade afirmó que “sumergirse en el estudio de un Libro es en sí mismo un acto iniciático”.

Por todo esto, y mucho más que podría agregarse, la presencia central de un Libro en la Logia es fundamental. Sin embargo, la pregunta que convocó este trabajo respondía a una problemática diferente, aquella relativa acerca de si los Libros “Sagrados” históricamente empleados por las distintas religiones han sido realmente útiles a la humanidad o no.

LOS LIBROS SAGRADOS

 

En primer lugar, aclaro que en lo que sigue refiero a una categoría específica de Libros considerados Sagrados, categoría en la que se incluyen la Biblia (tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, en sus distintas variantes católica, protestante, judía, etc.), el Corán y el Avesta. Existen otros Libros que podrían considerarse Sagrados, pero en algunos casos las dificultades de traducción tornan casi imposible una comprensión exacta del significado original del texto (Tao-Te-King), en otros forman parte de religiones extintas (El Libro de   la Salida a la Luz del Día egipcio) y en otros son compilaciones de discursos del fundador o fundadores de la religión, junto a prescripciones rituales y normativas más próximas a lo filosófico que a lo propiamente religioso (las escrituras budistas).

Limitándonos, entonces, a los Libros referidos, se nos presentan aquí tres opciones:

a) Los Libros “Sagrados” son invenciones de sus creadores, no son inspirados y su función es asegurar el dominio de las masas por parte de una religión determinada.
b) Los Libros “Sagrados” son escrituras divinamente inspiradas.
c) Los Libros “Sagrados” son obras humanas, pero expresan arquetipos del  inconsciente colectivo.

Por supuesto, si la opción a) es la correcta, hay poco para discutir. En ese caso, tales Libros no han servido para nada, excepto para restringir la libertad y el libre-pensamiento de los seres humanos. Personalmente, no creo que esto sea completamente correcto, pero es cierto que algunas de las llamadas escrituras sagradas han sido utilizadas de esa forma. Los textos apocalípticos, por ejemplo, se han empleado como medio de coerción y para infundir temor en las masas. Pero no juzguemos el todo por la parte; tanto en la Biblia como en el Corán y  el Avesta se encuentran joyas literarias cuyo valor no puede reducirse a  un  mero instrumento de dominación.

Examinemos la opción b). Concedamos por un momento que la inspiración sea algo real y existente, y aceptemos el término “divino” en la forma más amplia posible, para no encerrarnos en infantiles concepciones antropomórficas de la deidad. El tema es que, aun cuando aceptemos la realidad de la inspiración divina (preferiría utilizar otro término, pero “inspiración cósmica” tampoco me resulta enteramente aceptable) debemos reconocer que  tal inspiración es canalizada por un ser humano perteneciente a un tiempo y a una sociedad determinadas.

Por ejemplo, tomemos la narración bíblica del sacrificio que Abraham estuvo a punto de realizar de su hijo Isaac. Quizás pudiera encontrarse algún significado en tal narración, significado que personalmente yo nunca encontré. Pero asumamos que tal significado simbólico existe.

El problema es que la narración fue escrita cuando aún había sacrificios humanos entre los hebreos. Si el desconocido autor de la narración fue inspirado, aun cuando aceptemos tal hecho, lo fue en un tiempo y lugar completamente diferentes al tiempo presente, y en los   que se manejaban concepciones de la ética y la moral totalmente distintas a las actuales.  Creo que a cualquier buen padre actual el hecho de ver a Abraham aceptando sacrificar a su querido hijo Isaac por orden de Jehová sólo le causará repulsión, y no  podrá  derivar ninguna lección edificante de tal narración. Y la lectura de Jehová instando a Abraham a sacrificar a Isaac como una muestra de obediencia, difícilmente puede hoy inspirar sentimientos de piedad y religión, sino más bien de disgusto hacia el comportamiento tiránico del dios del Antiguo Testamento.

Existe otro factor a considerar. Los Libros considerados “Sagrados” son, en realidad, compilaciones de libros. Esas compilaciones  fueron hechas por  cuerpos sacerdotales  que, en numerosas oportunidades, atendían razones no sólo religiosas o teológicas, sino también políticas. La misma Biblia contiene muchas referencias a Libros que, como el Libro de Enoch, no figuran oficialmente en el propio canon bíblico. Lo mismo puede decirse de la forma en que se eligieron los cuatro textos que hoy conocemos como Los Cuatro  Evangelios. ¿Por qué fueron rechazados los Evangelios Apócrifos?

Y podemos agregar un punto más. Si comparamos, por ejemplo, la Biblia y el Corán veremos que ambos Libros, en algunos de sus capítulos, narran el mismo hecho. Pero lo narran de diferente forma. Para la Biblia, Jesús murió en la cruz, para el islamismo puede haber distintas interpretaciones, pero la gran mayoría coincide en que, según el Corán, el profeta llamado Jesús no murió en la cruz.

¿Cuál de los dos tienen razón? ¿Es uno verdadero y el otro falso? ¿Es uno más “Sagrado” que el otro? O, y yo me inclinaría por esta alternativa, ¿no pueden  ambos  estar equivocados?

Por estas razones y muchas otras, concluyo que los Libros llamados “Sagrados”, si se los considera como escritos divinamente inspirados, para la humanidad de hoy  carecen  de valor.

Nos falta considerar la última opción. Los Libros Sagrados, de cualquier forma que se los considere, son indiscutiblemente obras humanas.  Ya sea por invención, por  interpretación de una idea inspirada o por selección arbitraria o intencionada de sus contenidos, todos los Libros Sagrados llevan la impronta de la mano humana. Y con ella toda la dualidad, toda la luz y toda la sombra que siempre ha caracterizado a nuestra especie.

¿Entonces los Libros Sagrados no tienen ninguna utilidad? No estoy implicando esto. Si vemos los Libros Sagrados como la crónica de un pueblo “elegido”, como el compendio de las órdenes de un dios vengativo, como una cosmología infantil o como la justificación de las imposturas de una casta sacerdotal, entonces realmente no tienen utilidad alguna y, por   el contrario, pueden ser muy destructivos. Considero que los Libros Sagrados se vuelven útiles y valiosos, en el sentido iniciático de estos términos,  cuando  dejamos  de considerarlos “Sagrados”.


CÓMO ACERCARSE A LOS LIBROS “SAGRADOS”

 

Desde mi punto de vista (que es enteramente personal) los Libros denominados “Sagrados” pueden ser de utilidad en el trabajo iniciático cuando nos acercamos a  ellos  en  forma crítica. No tiene valor alguno, masónicamente hablando, inclinarse ante palabras supuestamente pronunciadas por enviados divinos, llámense Cristo, Mahoma, Zoroastro o quien fuera. Pero sí es valioso estudiarlos como proyecciones de arquetipos.

En realidad, en cualquier libro pueden verse proyectados los arquetipos predominantes en   su autor. Pero libros como la Biblia, el Corán o el Avesta fueron escritos en épocas especialmente conflictivas, y tuvieron gran importancia en la vida de los pueblos que los veneraron. En tales situaciones el inconsciente colectivo está especialmente activo, y las proyecciones son numerosas.

Por ejemplo, la época inicial del cristianismo fue un período de extrema convulsión en el Imperio Romano y en el Cercano Oriente. Luchas políticas, guerras, disputas religiosas, supuestos mesías que aparecían día tras día, conformaron una combinación particularmente explosiva. Lo que se haya escrito en o cerca de esos momentos  lleva la impronta de la  crisis, y es una suerte de plancha de trazar en la que los seres humanos, individual y colectivamente, proyectaron los arquetipos activados de su inconsciente.

Por lo tanto, y repito que es desde mi punto de vista personal, el acercamiento iniciático a  los Libros denominados “Sagrados” es valioso en tanto estos Libros exponen la interioridad profunda de los seres humanos, y exhiben, por lo tanto, al mismo tiempo la maravilla y la locura que viven en el alma humana.

REGRESANDO AL LIBRO MASÓNICO

 

Lo antedicho me permite efectuar una reflexión final sobre el simbolismo del Libro que se encuentra en el Altar masónico, bajo la escuadra y el compás. En otro lugar escribí que tal Libro no debería ser la Biblia ni ningún texto correspondiente a una religión determinada, sino un Libro con los símbolos masónicos básicos y los principios fundamentales de la arquitectura, disciplina en la que se apoya toda la simbología masónica. Un libro con esas características sería “Sagrado” por la misma razón que la expresada anteriormente, sólo que en este caso los arquetipos proyectados serían aquellos que corresponden a la egrégora masónica.

Por supuesto, hay partes y fragmentos de los Libros Sagrados de las distintas religiones que son masónicamente valiosos, y podrían integrar ese Libro de símbolos al que me estoy refiriendo. Por ejemplo, el prólogo del Evangelio de San Juan, con su declaración relativa    al Verbo, la Palabra. Pero no el Evangelio de Juan completo, porque después del prólogo  nos encontramos con un texto bello, pero totalmente religioso y desprovisto del contenido esotérico que algunas veces se le quiere otorgar. Y lo mismo podría decirse de algunos párrafos de otros Libros.

En síntesis, creo que alguna vez la Masonería debe pensarse no desde la religión, no desde   la teosofía, no desde tal o cual corriente de pensamiento, sino desde la Masonería. Sólo de esa manera el término “Sagrado” tendrá un significado iniciático, en lugar de ser una mera proyección masónica del sentimiento religioso.




El Secretario de Logia desde un punto de vista iniciático - Por Jorge Norberto Cornejo


El Secretario de Logia desde un punto de vista iniciático

Por
Jorge Norberto Cornejo





INTRODUCCIÓN
“Toma la pluma para escribir como si fuera la lanza de un guerrero”
Abraham Abulafia


Queridos Hermanos:

En esta oportunidad deseo referirme a un Oficial de la Logia por todos conocido: el Secretario.

Se han escrito numerosos trabajos, algunos de elevada calidad, enumerando los deberes y funciones que competen al Secretario de una Logia, y se ha analizado ampliamente la relación que guarda su posición en la misma desde el punto de vista de la Cábala, de las asociaciones planetarias, etc. Aquí, sin embargo, voy a encarar el tema desde un punto de vista diferente, continuación de la plancha titulada “Sobre el Verbo” que escribí en otra oportunidad.

Por otra parte, así como se han escrito innumerables planchas referidas al rol del Secretario de Logia, lo mismo puede decirse, y aún con mayor certeza, respecto del significado de la palabra “Logia”. En el presente trabajo  me interesa la relación, bastante obvia, de Logia   con “Logos”. Tal relación no necesariamente es etimológicamente correcta, pero sí lo es desde el punto de vista del significado que tanto de Logia como de Logos se ha construido con el paso del tiempo.

Es difícil definir con precisión que entendemos exactamente por “Logos”. El Logos, dentro del contexto de este trabajo, es el Verbo, pero entonces nos encontramos con la dificultad de dar una definición precisa del Verbo, de la Palabra, esotéricamente considerada.

El Verbo, el Logos, es algo que se busca en una Logia. Es algo que, de conocerse plenamente, le daría sentido a todos los actos rituales que se practican en la Logia y, al mismo tiempo, le daría sentido completo a la vida humana, y haría que todos los actos que realizamos cotidianamente fuesen actos rituales, fuesen movimientos de una danza ritual rítmicamente armoniosa. Si el Verbo fuera plenamente conocido y comprendido, los actos rituales practicados en la Logia serían los arquetipos de los actos rituales constantemente practicados en la vida misma.

En forma equivalente, cuando el Verbo, cuando la Palabra, se pierde o se olvida, los actos, sean de un individuo, de una Logia o de una institución cualquiera, pierden sentido. La “pérdida de la Palabra”, por lo tanto, es algo que ocurre casi cotidianamente, es la muerte repetida de Hiram, asesinado por el olvido, por la ignorancia o por el desinterés.

Ahora bien, aun cuando no podamos definir con precisión absoluta de qué se trata el Logos, el Verbo (pues si pudiésemos realizar tal definición estaríamos en posesión del Verbo, habríamos alcanzado completamente el conocimiento de la Palabra Perdida, y nadie puede humanamente arrogarse tal logro), lo cierto es que el Verbo, el Logos, tiene al menos relación con dos factores: con la palabra (Verbo) y con el conocimiento (Logos). Ambos factores están íntimamente relacionados, dado que la palabra es vehículo de conocimiento.

Ahora bien, la palabra, el lenguaje, puede ser oral o escrita. Ambas formas de la palabra se desarrollan en una Logia. En la Logia se habla (y la forma de tomar la palabra está ritualmente establecida) y también se escribe, y aquí es donde entra en escena el Secretario.

Si vamos a tratar el rol del Secretario de Logia desde un punto de vista iniciático, debemos entonces considerar al Secretario como aquel cuyo deber  es fijar el Verbo por escrito, por  lo que el Secretario es el escriba de la Logia.

EL SECRETARIO

La ubicación de los Oficiales dentro del Templo masónico varía según los distintos Ritos y Rituales, pero es frecuente que el Secretario se siente exactamente (o casi) enfrente del Orador. Es decir, la palabra escrita (el Secretario) se muestra como el opuesto complementario de la palabra hablada (el Orador). Podemos pensar que el Venerable Maestro representa un estadio superior tanto a la palabra escrita como a la palabra hablada, estadio que podría ser el símbolo en sí mismo. Maestro, Secretario y Orador, desde este punto de vista, expresan el carácter ternario, tríplice, del Verbo, en toda su plenitud.

Pero aquí nos interesa el Secretario. Y para hallar su dimensión iniciática, hemos de recurrir a la mitología, y específicamente a los mitos sobre la invención de la escritura.

Por ejemplo, en los mitos sumerios, la diosa Nisaba[1] recibe del dios soberano Enki la potestad sobre la escritura y la función de escriba:

“La santa Nisaba recibió la regla de medir y conservar la vara del lapislázuli; es ella la  que proclama las grandes reglas, la que fija las fronteras, la que va marcando los límites. Ahora es la escriba del país.”

Con relación a esto, recordemos que en numerosos rituales el Secretario es el encargado de sostener la regla de 24 pulgadas. El Secretario, el escriba de la Logia, por lo tanto, cumple una importante función para marcar sus límites, sus landmarks.

En uno de los mitos babilónicos se habla de Nabu, el hijo del dios Marduk. Nabu fue el    dios de los escribas, siendo su apelativo el de Señor del Cálamo. Una inscripción en una estatua de Nabu dice (en todas las citas los resaltados son nuestros):

“Nabu, el muy alto, el sabio, el poderoso, el héroe…cuya palabra es primordial,  el  maestro de las ciencias, que vigila la totalidad del cielo y de la tierra, aquel que sabe todo, que entiende todo, que posee el cálamo del escriba…el Señor de los señores, cuya potencia es sin igual, el compasivo, el misericordioso.”

Asurbanipal le dedica su biblioteca diciendo:

“Sujeta la tablilla de arcilla y el cálamo de los destinos, él prolonga los días…”

Si se cumpliera con todos los detalles ritualísticos, el Secretario siempre tendría sobre su escritorio un cálamo de escribir, o eventualmente una pluma de escribir antigua. Con ellos, simbólicamente, escribe sobre la tablilla (la plancha de trazar) en la que traza las Actas de cada reunión de la Logia. Si relacionamos esto con el relato mitológico precedente, vemos que el simple acto de escribir el Acta de una reunión de Logia es en realidad un símbolo cosmológico, en el que se reproduce, microcósmicamente, la inscripción de la Palabra Primordial sobre la plancha de trazar del Universo, es decir, el acto macrocósmico de la emanación.

En la mitología egipcia era Thot, el escriba de los dioses, quien creaba el Cosmos a través   de su Verbo. En Thot, por lo tanto, se fusionan los atributos tanto del Secretario como del Orador, la palabra escrita y la palabra hablada[2].

Como Thot es el dios del conocimiento, él crea la escritura, con el propósito de difundir tal conocimiento. La función del escriba, del Secretario, es entonces sagrada, es un “nodo” en la circulación universal del conocimiento, de la sabiduría.

REFLEXIONES FINALES

Existe por lo tanto un conjunto de símbolos que el Secretario podría tener sobre  su  escritorio y que expresan el simbolismo iniciático de su Oficio: el cálamo, la regla, la plancha de trazar. Un Oficio que no es totalmente “administrativo”, sino un Oficio que es,  en sí mismo, un símbolo.

Y, dentro del Rito Escocés, el grado de Secretario Íntimo podría servir para resaltar el simbolismo esotérico del Secretario de la Logia. Este grado, sexto del Rito referido, es poco practicado, pero en realidad presenta un simbolismo muy interesante, sobre todo en el plano psicológico.



De acuerdo con la Leyenda que es el núcleo de ese grado, Johaben se transforma en el Secretario Íntimo de una nueva alianza establecida entre los dos reyes: Salomón, Rey de Israel e Hiram II, Rey de Tiro. La alianza original entre ambos se había roto  porque Salomón no había cumplido con su palabra, consistente en ceder a Hiram de Tiro veinte ciudades a cambio de los materiales y obreros que este último le había facilitado.

Cuando la palabra no se cumple, la alianza deja de representar la Verdad, y entonces la Palabra Verdadera se pierde. Johaben, el Secretario Íntimo, recompone la  Alianza  mediante el acto de ser testigo de la misma, y se supone que ahora la palabra empeñada será cumplida. En el grado, entonces, se alcanza una recuperación (parcial) de la  Palabra  Perdida.

El Secretario de una Logia, por lo tanto, y en analogía con el Secretario Íntimo, es el testigo de las palabras pronunciadas en la Logia, palabras que pueden ser verdaderas o  falsas, y  que pueden establecer alianzas o romperlas. En el primero caso, que obviamente es el deseado y esperable, el Verbo, las palabras pronunciadas en Logia, establecen sobre  el  plano real y concreto, la fraternidad.

En síntesis, cuando el Verbo pronunciado en Logia expresa la Verdad, el Secretario se transforma en el testigo de la fraternidad.





[1] Originalmente una diosa del grano y de los juncos que sirven para fabricar el cálamo.
[2] Alguna vez leí que el Oficio de Orador fue creado por los Masones franceses para compensar la dificultad que tenían los Maestros de las Logias para formular discursos oralmente. Lamentablemente, comentarios como ese sólo demuestran con qué escasa profundidad se analizan los usos y costumbres masónicas. El Oficio del Orador, al igual que el de Secretario, es la expresión de una necesidad arquetípica, de la dialéctica propia del Verbo tal como éste es manifestado en una Logia.

Friday, June 28, 2019

La Espada en el Rito Escocés Rectificado | R.E.R. - Ramón Martí Blanco


La Espada en el Rito Escocés Rectificado | R.E.R.




Espada Ritual Oficial | R.E.R


Estilo Treboleada



Ramón Martí Blanco




Una de las cosas que llama la atención al profano que desea iniciarse en el Rito Escocés Rectificado es la indumentaria que debe adquirir para entrar en la Orden. Algo imprescindible desde el comienzo es la espada. No es de extrañar que desde la Iniciación hasta los últimos grados sus miembros portemos al cinto la espada, pues el Régimen Escocés Rectificado es un sistema masónico y caballeresco de tradición cristiana. Uno de los distintivos del caballero es su espada. En esta plancha quisiera reflexionar sobre el simbolismo de la espada para nosotros masones y caballeros cristianos. Oigamos un notable testimonio que nos llega desde la Edad Media de la pluma de un gran pensador y místico hispano nacido en Mallorca y que entre sus numerosas obras nos ha legado su Libro de la Orden de Caballería, me refiero a Ramon Llull. En este libro sobre la caballería cristiana, Llull afirma:

“Todo lo que viste el sacerdote para cantar la misa tiene algún significado que conviene con su oficio. Y como oficio de clérigo y oficio de caballero convienen entre sí, por eso la orden de caballería requiere que todo lo que necesita el caballero para cumplir con su oficio tenga algún significado que signifique la nobleza de la orden de caballería. Al caballero se le da espada, que está hecha a semejanza de cruz, para significar que así como Nuestro Señor Jesucristo venció en la cruz a la muerte en la que habíamos caído por el pecado de nuestro padre Adán, así el caballero debe vencer y destruir a los enemigos de la cruz con la espada. Y como la espada tiene doble filo, y la caballería está para mantener la justicia, y la justicia es dar a cada uno su derecho, por eso la espada del caballero significa que el caballero debe mantener con la espada la caballería y la justicia.”

Libro del orden de caballería

Vemos pues, siguiendo a Llull, que la espada “está hecha a semejanza de cruz” y con ella el caballero debe vencer a los enemigos de la cruz a imitación de Cristo que venció en ella la muerte en la que habíamos caído todos por la desobediencia de Adán. Y del mismo modo, la espada del caballero significa, el deber que tiene éste de defender la caballería y la justicia.

Pero, ¿cuáles son los enemigos de la cruz que debemos vencer con la espada? Está claro que la espada que portamos actualmente es de carácter ritual y meramente simbólico, muy al contrario del uso al que era destinada en la Edad Media y en siglos posteriores hasta muy recientemente.

Los enemigos de la cruz son todos aquellos actos del hombre que vienen a impedir que se levante de la caída y del estado de postración en el que se encuentra. Son aquellas tinieblas que no reciben y detestan la Luz, como leemos en el Prólogo de San Juan. Soy yo mismo cuando me dejo arrastrar por las pasiones y las obras que ensombrecen mi imagen y semejanza con el Creador.

La espada simboliza esa lucha interior consigo mismo que el masón rectificado debe emprender a diario, con constancia y sin descanso. Como nos recuerda la Regla Masónica:

“Desciende a menudo hasta el fondo de tu corazón, para escudriñar en él hasta los rincones más escondidos. El conocimiento de ti mismo es el gran eje de los preceptos masónicos. Tu alma es la piedra bruta que es necesario desbastar: ofrece a la Divinidad el homenaje de tus sentimientos ordenados, y de tus pasiones vencidas.”

Y más adelante nos recuerda la misma Regla:

“que tu alma sea pura, recta, veraz y humilde. El orgullo es el enemigo más peligroso del hombre…”

Allí en el corazón es dónde debemos dar la batalla a las pasiones desordenadas para vencerlas. Nuestra espada simboliza esto en primer lugar. Es una guerra “santa” no como la entiende el mundo profano, sino “santa” porque es espiritual y mística, y sus armas son armas de la luz otorgadas por la Ley de la Gracia, como nos recuerda el Apóstol Pablo:

“Porque no estamos luchando contra hombres de carne y hueso, sino contra las potencias invisibles que dominan en este mundo de tinieblas, contra las fuerzas espirituales del mal habitantes de un mundo supraterreno. Por eso es preciso que empuñéis las armas que Dios os proporciona, a fin de que podáis manteneros firmes en el momento crítico y superar todas las dificultades sin ceder un palmo de terreno. Estad pues, listos para el combate: ceñida con la verdad vuestra cintura, protegido vuestro pecho con la coraza de la rectitud y calzados vuestros pies con el celo por anunciar el mensaje de la paz. Tened siempre embrazado el escudo de la fe, para que en él se estrellen todas las flechas incendiarias del maligno. Como casco, usad el de la salvación, y como espada, la del Espíritu, es decir, la palabra de Dios.”
2 Efesios 6, 12-17

Aquí está el fundamento y el sentido de la caballería cristiana en su más hondo sentido espiritual. En él la espada, nos dice el Apóstol, es la Palabra de Dios. Esto se describe en el Beato de Liébana, códice de Fernando I y doña Sancha, donde se representa un jinete, montando un caballo blanco de cuya boca sale una espada de doble filo, citando al Apocalipsis de San Juan, que dice:

“Vi luego el cielo abierto y un caballo blanco, cuyo jinete, llamado “Fiel” y“Veraz”, había comenzado ya a juzgar y a combatir en aras de la justicia. Sus ojos eran como llamas de fuego; múltiples diademas ceñían su cabeza; llevaba un nombre escrito, que sólo él era capaz de descifrar; vestía un manto empapado en sangre, y su nombre era “Palabra de Dios”. Cubierto de finísimo lino resplandeciente de blancura, los ejércitos del cielo galopaban tras sus huellas sobre blancos caballos. Una espada afilada salía de su boca…”
3 Apocalipsis 19, 11-15

¿No nos recuerda este texto las vestiduras de ciertos caballeros que unían en sí admirablemente la caballería y el monacato cristiano?

Siguiendo el discurso sobre el simbolismo de la espada, vemos que está relacionada con la Justicia y la Palabra divinas. Son éstas las que deben “herir” el corazón hasta el fondo para purificarlo como el oro en el crisol, disipando en él toda tiniebla de error y falsedad, haciendo brillar el sol de toda virtud. En la Palabra reside nuestra fuerza. No podría ser de otra forma. A su uso como signo exterior de nuestro dominio sobre la naturaleza nos exhorta la Regla Masónica:

“Sírvete del don sublime de la palabra, signo exterior de tu dominio sobre la naturaleza, para salir al paso de las necesidades del prójimo, y para encender en todos los corazones el fuego sagrado de la virtud”

La Palabra se convierte entonces en una espada flamígera, ígnea, de doble filo, que penetra hasta lo más profundo inflamando nuestro ser con el Espíritu del Logos. Restaura y desvela al mismo tiempo. Nos pone frente a nuestra propia verdad y a nuestro Yo más íntimos, y por otro recrea nuestro corazón asemejándolo al del Yo divino. El texto de la Carta a los Hebreos es muy revelador:

“Fuente de vida y de eficacia es la Palabra de Dios; más cortante que espada de dos filos, y penetrante hasta el punto de dividir lo que el hombre tiene de más íntimo, de llegar hasta los más secretos pensamientos e intenciones.”
5 Hebreos 4, 12

La espada es efectivamente también un símbolo axial, significando axial = central, el axis mundi, o eje del mundo, la espada, pues, viene así a simbolizar la fuerza de la Fe en la palabra de la Verdad, sin la cual, la Ley sola no sabría conducir al Masón a la verdadera Luz.

Recapitulemos lo hasta aquí expresado brevemente. En la tradición cristiana occidental la espada simboliza el poder y la fuerza, e históricamente se ha reservado como arma propia del guerrero, del caballero, como defensor de las fuerzas del Bien, representadas en el soberano legítimo y en la santa religión cristiana. Como símbolo dual, espada de doble filo, es capaz de quitar la vida pero también de proveer la energía regeneradora que destruye las tinieblas del error y la ignorancia para que a través de la Palabra que sale de la boca de Dios, establecer la paz y la justicia, de ahí su hondo sentido espiritual y de purificación del corazón. La dualidad se hace presente en la espada como símbolo de este Verbo o Palabra divina, con su doble poder creador y destructor, según la tradición cristiana y que hemos testimoniado con el texto del Apocalipsis de San Juan.

El doble filo simboliza el bien o el mal del que es capaz aquel que empuña la espada, dependerá de su corazón el usarla en uno u otro sentido, por eso la espada como arma de luz desvela lo que oculta el corazón. Como símbolo de la Justicia, significando la equidad, el equilibrio y la armonía entre los contrarios, la espada indica el justo medio entre los extremos de las pasiones desordenadas. “In medio virtus”, en la expresión latina que emula el clásico enunciado de Aristóteles: “La virtud se halla en el centro”.

Es el sentido axial de la espada que hemos dicho antes como eje del mundo. Cuando nuestro corazón está en armonía con la Palabra hemos alcanzado el centro y todo en él está ordenado a su fin y restaurado en su plan original.

La espada para el Masón rectificado, como para el caballero cristiano, es signo del combate espiritual que debe enfrentar cada día y a lo largo de toda su vida. Un combate espiritual, una lucha interior, en la que se debe enfrentar con peligros innumerables que brotan de su propio ego y que la tradición cristiana expresa como tríada de enemigos a vencer: “Mundo, Demonio y Carne”.

Es decir, el peligro de las vanas glorias humanas, riquezas, honores, poder, prestigio, dominio, placer, etc…, siempre tentadoras como cantos de sirena; el peligro cierto de las fuerzas del Mal y las Tinieblas, del bajo astral en otra terminología, al que muchos sucumben seducidos por extrañas doctrinas; y el peligro de nuestro propio Yo y de la soberbia de querer ocupar el lugar de Dios, invalidando su Palabra “Fiel y Veraz”.

Es la triple tentación que sufrió Cristo en el desierto y de la que salió vencedor con la sola fuerza de la Palabra de Dios. Esa y no otra, debe ser la fuerza del que empuña simbólicamente la espada en nuestra Orden.

Sin querer agotar y extenderme por otros simbolismos de la espada recogidos en otras tradiciones no cristianas y en el complejo mundo de lo esotérico, quisiera añadir el gesto, por todos conocidos, del rito de armar a los nuevos caballeros, me refiero al momento de dar el golpe con la hoja plana de la espada en los hombros del candidato, y que la literatura caballeresca y el cine han difundido ampliamente.

La espada aquí tiene entonces, como en la Alquimia, en la Gran Obra, un sentido de purificación a través del Fuego Filosófico y del Agua de Vida. El caballero es consagrado por otro caballero que le comunica la Luz a modo de nuevo nacimiento, de bautismo simbólico, por la fuerza del Espíritu de la Palabra divina. Es símbolo del “hieros logos” pitagórico como potencia del Verbo Creador.

También decir que para que el acero de la espada tenga utilidad y no se quiebre al golpear, debe estar templado, al igual que todo iniciado en su búsqueda debe lograr este temple. Templar significa tomar conciencia de su propia esencia, de quienes somos imagen y semejanza, de dónde hemos sido arrojados y cuál es nuestro sublime destino.

Cuando logramos alcanzar esta realización interior, este pulir y trabajar la piedra bruta que somos cada uno de nosotros para que sea útil a la construcción del templo que elevamos junto a los Hermanos, es cuando alcanzamos ese equilibrio que simboliza la espada con la Justicia divina que es el mismo, y no otro, que simboliza la cruz para el cristiano, elevada como estandarte entre el cielo y la tierra, entre Oriente y Occidente, y que se ha convertido para siempre en el eje del mundo, y en el centro de todo centro. El cual pende de ella como el fruto más excelente de la Humanidad reintegrada: el Verbo Encarnado, Jesucristo.


Valles de Barcelona, España, el 27 de Febrero de 2015


Friday, April 5, 2019

Las Enseñanzas Secretas de Todos los Tiempos – XlVII – Conclusión - Manly Palmer Hall



LAS ENSEÑANZAS SECRETAS
DE TODOS LOS TIEMPOS

Manly Palmer Hall

XLVII

CONCLUSIÓN


Filipo, rey de Macedonia, con la ambición de conseguir un maestro capaz de impartir las ramas superiores del conocimiento a su hijo de catorce años, Alejandro, y con el deseo de que el príncipe tuviera por mentor al más famoso y erudito de los  grandes filósofos decidió ponerse en contacto con Aristóteles y envió al sabio griego la carta siguiente: «Muchas gracias, no tanto por su nacimiento como porque haya nacido en vuestro tiempo, porque espero que, si es educado e instruido por vos, será digno de nosotros dos y  del reino que heredará». Aristóteles aceptó la invitación de Filipo, viajó a Macedonia en el cuarto año de la centésima octava olimpiada y permaneció ocho años como tutor de Alejandro. El afecto del joven príncipe por su instructor llegó a ser tan grande como el que sentía por su padre. Decía que su padre le había dado el ser, pero que Aristóteles le había enseñado a saber ser. Aristóteles transmitió a Alejandro Magno los principios básicos de la Sabiduría Antigua y a los pies del filósofo el joven macedonio se dio cuenta de la trascendencia del conocimiento griego, personificado en el discípulo inmortal de Platón. Elevado por su maestro iluminado al umbral  de  la esfera filosófica, contempló el mundo de los sabios, un mundo que no llegaría a conquistar por culpa del destino y de las limitaciones de su propia alma.

En sus horas libres, Aristóteles corrigió y agregó notas explicativas a la Ilíada de Homero, y presentó  el volumen acabado a Alejandro. El joven conquistador apreciaba tanto aquel libro que lo llevaba consigo en todas sus campañas. Cuando derrotó a Darlo, descubrió en medio del botín un espléndido cofre de ungüentos tachonado de piedras preciosas; arrojó al suelo su contenido y declaró que por fin había encontrado un estuche digno de la edición de la Ilíada de Aristóteles.

Durante su campaña en Asia, Alejandro se enteró de que Aristóteles había publicado uno de sus discursos más preciados y aquello apenó mucho al joven rey. En consecuencia, a Aristóteles, el conquistador de lo desconocido, Alejandro, el conquistador de lo conocido, envió una carta desafortunada y llena de reproches en la que reconocía que la pompa y el poder mundanos no eran suficientes: «Alejandro saluda a Aristóteles Has hecho mal en publicar aquellas ramas de la ciencia que hasta ahora no se podían adquirir si no era por instrucción oral.

¿Cómo aventajaré a los demás si el conocimiento más profundo que he obtenido de ti está al alcance de cualquiera? Por mi parte, prefiero superar a la mayoría de la humanidad en las ramas más sublimes del saber que en el alcance del poder y el dominio. Adiós». La recepción de esta carta asombrosa no tuvo consecuencias en la apacible vida de Aristóteles, quien respondió que, a pesar de haber comunicado el discurso a las multitudes, nadie que no lo hubiera   escuchado pronunciarlo (que careciera de comprensión espiritual) podría captar su verdadera importancia.

Pocos años después, Alejandro Magno pasó a mejor vida y junto con su cuerpo se desmoronó la estructura del imperio erigido en torno a su personalidad. Un año después, Aristóteles también entró en  aquel mundo superior sobre cuyos misterios tanto había conversado con sus discípulos en el Liceo. Sin embargo, así como Aristóteles superaba a Alejandro en vida, también lo superó en la muerte, porque, aunque su cuerpo se  descompuso en una tumba ignota, el gran filósofo siguió vivo en sus logros intelectuales Siglo tras siglo le rindieron un homenaje agradecido y todas las generaciones reflexionaron sobre sus teoremas hasta que, por la mera trascendencia de su raciocinio, Aristóteles —«el maestro de los que saben», como le decía Dante— llegó a ser el verdadero conquistador  del mundo que Alejandro había tratado de someter con la espada.

De este modo queda demostrado que para apoderarse de un hombre no basta con esclavizar su cuerpo, sino que es necesario conseguir su razón, y que para liberar a un hombre no basta con abrir los grilletes que le sujetan las extremidades,  sino  que  hay  que liberar su mente de la esclavitud de su propia ignorancia. La conquista física siempre fracasa, porque, al generar odio y disensión, alienta a la mente a vengar al cuerpo ultrajado; sin embargo, todos los hombres se ven obligados, ya sea voluntaria o involuntariamente, a obedecer al intelecto en el cual reconocen cualidades y virtudes superiores a las propias. Que la cultura filosófica de la antigua Grecia, Egipto e India superaba a la del mundo moderno es algo que todos deben admitir, hasta los modernistas más empedernidos. La época dorada de la estética, el intelectualismo y la ética  griega  jamás ha sido igualada desde entonces. El verdadero filósofo pertenece al orden más noble de seres humanos y la nación o raza que haya sido bendecida con la posesión de pensadores iluminados es, sin duda, afortunada y su nombre se recordará gracias a ellos. En la famosa escuela pitagórica de Crotona, la filosofía se consideraba indispensable para la vida del hombre. Si alguien no comprendía la dignidad del raciocinio, no se podía decir que estuviera vivo de verdad; por eso, cuando por su perversidad innata algún miembro se retiraba voluntariamente o era expulsado de la fraternidad filosófica, se le ponía una lápida en el cementerio comunitario, porque quien abandonase las actividades intelectuales y éticas para volver a ingresar en la esfera material, con sus ilusiones de los sentidos y su falsa ambición, se consideraba muerto para la esfera de la realidad. La vida representada por la esclavitud de los sentidos era, para los pitagóricos, la muerte espiritual, mientras que  para ellos la vida espiritual era la muerte en  el mundo de los sentidos.

La filosofía otorga vida, porque revela la dignidad y el propósito de la vida. El materialismo otorga muerte, porque embota o nubla las facultades del alma humana que deberían responder a los impulsos vivificantes del pensamiento creativo de la virtud enaltecedora.

¡Cuán por debajo de estos principios están las leyes por  las  que nos regimos los hombres en el siglo XX! Hoy el hombre, una criatura sublime con una capacidad  infinita de auto-superación, en su esfuerzo por ser fiel a principios falsos, se aparta de su derecho inalienable al conocimiento — sin darse cuenta de las consecuencias— y cae en la vorágine de la ilusión material. Dedica el período precioso de sus años terrenales al esfuerzo penosamente inútil de establecerse como un poder imperecedero en un reino de cosas perecederas. Poco a poco va desapareciendo de su mente objetiva el recuerdo de su vida como ser espiritual y concentra todas sus facultades parcialmente despiertas en el hervidero de la colmena de la laboriosidad, que, en un momento dado, llega a ser para él la única realidad. Desde las elevadas alturas de su egoísmo, se hunde poco a poco en las sombrías profundidades de la fugacidad. Cae al nivel de las bestias y de forma animal masculla los problemas que surgen de su conocimiento insuficiente del plan divino. Aquí, en la confusión chillona de un gran infierno industrial, político y comercial, los hombres se retuercen en medio del dolor que se provocan ellos mismos y, tendiendo las manos hacia las nieblas que se arremolinan, tratan de agarrar y de sujetar los fantasmas grotescos del éxito y el poder.

Desconocedor de la causa de la vida, desconocedor de la finalidad de la vida y desconocedor de lo que hay más allá del misterio de la muerte, aunque posee en su interior la respuesta a todas estas preguntas, el hombre está dispuesto a sacrificar lo hermoso, lo verdadero y lo bueno que hay dentro y fuera de sí mismo sobre el altar sangriento de la ambición mundana. El mundo de la filosofía —aquel jardín hermoso del pensamiento en el  cual viven los sabios, unidos por el  vínculo de la fraternidad— desaparece de la vista  y en su lugar  surge  un imperio de piedra, acero, humo y odio, un mundo en el cual millones de criaturas potencialmente humanas corretean de aquí para allá en un  esfuerzo desesperado por existir y, al mismo tiempo, mantener la inmensa institución que han levantado y que, como un poderoso gigante, retumba inevitablemente hacia un fin desconocido. En este imperio material que el hombre erige con la vana creencia de que puede eclipsar el reino de los celestiales, todo se convierte en piedra. Fascinado por el oropel del triunfo, el hombre contempla fijamente el rostro de la codicia, que, cual Medusa, lo deja petrificado.

En este período comercial, lo único que interesa a la ciencia es clasificar el conocimiento físico e investigar las partes temporales e ilusorias de la naturaleza. Los descubrimientos que consideran prácticos se limitan a sujetar más estrechamente al hombre con los lazos de la limitación física. Hasta la religión se ha vuelto materialista: la belleza y la dignidad de la fe se miden mediante pilas inmensas de mampostería, la cantidad de propiedades inmobiliarias o el balance financiero. La filosofía, que conecta el cielo con la tierra como una escalera imponente, cuyos peldaños han subido los iluminados  de todos los tiempos hasta llegar a la presencia viva de la Realidad… Hasta la filosofía se ha convertido en un cúmulo prosaico y heterogéneo de nociones contradictorias. Ya nada queda de su belleza, su dignidad ni su trascendencia Como otras ramas del pensamiento humano, se ha vuelto materialista —«práctica»— y sus actividades están tan controladas que tal vez hasta contribuyan a levantar este mundo moderno de piedra y acero.

En las filas de los llamados eruditos está surgiendo un nuevo orden de pensadores, que mejor habría que llamar la Escuela de los Sabios Mundanos. Después de llegar a la increíble conclusión  de que ellos eran  la  sal intelectual de la tierra, estos hombres de letras se han designado los jueces definitivos de todo conocimiento, tanto humano como divino. Este  grupo sostiene que todos los místicos debían  de ser epilépticos y la mayoría de los santos, neuróticos. Declara que Dios es una invención de la superstición primitiva, que el universo se creó sin ninguna intención determinada, que la inmortalidad es producto de la imaginación y que un individuo excepcional no es más que una combinación fortuita de células Según ellos, Pitágoras estaba mal de la cabeza, Sócrates tenía fama de borracho, a san Pablo le daban ataques, Paracelso era un curandero infame, el conde de Cagliostro, un embaucador y el conde de Saint Germain, el mayor  sinvergüenza  de la historia.

¿Qué tienen en común los conceptos elevados de los redentores y los sabios iluminados del mundo con estos productos atrofiados y distorsionados del «realismo» de este siglo? En todo el mundo, los hombres y las mujeres oprimidos por los sistemas culturales desalmados del presente piden a gritos  el regreso de la época desterrada de la belleza y la ilustración, de algo práctico en el sentido más elevado del término. Unos pocos empiezan a darse cuenta de que  la llamada civilización en su forma actual está en su punto de fuga, que la frialdad, lo despiadado, el comercialismo y la eficacia material no son prácticos y que lo único que vale realmente la pena es lo que brinda la oportunidad de expresar amor e idealismo. Todo el mundo busca la felicidad, pero nadie sabe dónde buscarla. Los hombres deben aprender que la felicidad corona la búsqueda de conocimiento del alma. Solo en la realización de la infinita bondad y la infinita consecución se puede garantizar la paz interior. A pesar del egocentrismo humano, hay algo en la mente  del  hombre que quiere llegar a la filosofía; no a este o a aquel código filosófico, sino simplemente a la filosofía en su sentido más amplio y completo.

Tienen que resurgir las grandes instituciones filosóficas del pasado, porque son las únicas que pueden rasgar el velo que separa el mundo de  las causas del de los efectos. Solo los Misterios —aquellas escuelas sagradas de sabiduría— pueden revelar a una humanidad luchadora un universo más grande y más glorioso que es el verdadero hogar del ser espiritual llamado hombre. La filosofía  moderna ha fracasado, porque para ella el pensamiento no es más que un proceso intelectual. El pensamiento materialista es un código de vida tan desesperado como el propio comercialismo. La capacidad de pensar certeramente es lo que redime a la humanidad. Los redentores mitológicos e históricos de todos los tiempos fueron personificaciones de dicha capacidad. Quien tiene un poco más de racionalidad que su prójimo está mejor que este. Al que actúa en un plano más elevado de racionalidad que el resto del mundo lo llaman el pensador más grande. Al que actúa en un plano inferior lo consideran bárbaro. Por consiguiente, el desarrollo racional relativo es el verdadero indicador del estado evolutivo del individuo.

En síntesis, la verdadera finalidad de la filosofía antigua era descubrir un método que permitiera acelerar la evolución de la naturaleza racional, para no tener que esperar los procesos naturales que son más lentos. Aquella fuente suprema de poder, aquella obtención de conocimiento, aquel despliegue del dios interior queda  oculto bajo la afirmación epigramática de la vida filosófica. Aquella era la clave de la Gran Obra, el misterio de la piedra filosofal, porque significaba que se había conseguido la transmutación alquímica. Por consiguiente, la filosofía antigua era, en primer lugar, la forma de vivir la vida: en segundo lugar, un método intelectual. El único que puede llegar a convenirse en filósofo en el sentido supremo es aquel que vive la vida filosófica. Lo que el hombre vive es lo que llega a conocer. Por consiguiente, un gran filósofo es aquel que dedica por entero los tres aspectos de su vida —el físico, el mental y el espiritual— a su racionalidad, que está presente en todos ellos.

La naturaleza física, la emocional y la mental del hombre brindan medios de provecho o detrimento recíprocos entre ellas. Como la naturaleza física es el entorno inmediato de la mental, la única mente capaz de un pensamiento racional es la que está entronizada en una constitución material armoniosa y sumamente refinada. Por consiguiente, la acción correcta, el sentimiento correcto y el pensamiento correcto son requisitos previos para el conocimiento correcto y la obtención del poder filosófico es algo que solo está al alcance de los que han armonizado su pensamiento con su manera de vivir. Los sabios, por  lo tanto, declaran que nadie puede llegar al máximo en la ciencia del conocimiento hasta que no ha llegado al máximo en la ciencia del vivir. El poder filosófico es el producto natural de la vida filosófica. Así como una existencia física intensa hace hincapié en la importancia de los objetos físicos o el ascetismo metafísico monástico establece la conveniencia del estado de éxtasis, la total concentración filosófica conduce la conciencia del pensador hacia la más elevada y noble de las esferas: el mundo filosófico o racional puro.

En una civilización preocupada fundamentalmente por conseguir los extremos de la actividad temporal, el filósofo representa el intelecto equilibrador que puede evaluar y conducir el desarrollo cultural. Establecer un ritmo filosófico en la naturaleza de un individuo por lo general requiere entre quince y veinte años. Durante todo este período, los discípulos de antaño eran sometidos constantemente a la disciplina más severa. Cada actividad de la vida se iba desconectando poco a poco de otros intereses y se focalizaba en la parte racional. En el mundo antiguo había otro factor más vital, que intervenía en la producción de intelectos racionales y que escapa por completo a la comprensión de los pensadores modernos; a saber: la iniciación en los Misterios filosóficos. Un hombre que hubiese demostrado su peculiar aptitud mental y espiritual era aceptado en el conjunto de los cultos y se le revelaba la herencia inestimable de la tradición arcana, preservada de generación en generación. Aquella herencia de la verdad filosófica es el tesoro incomparable de todos los tiempos y cada uno de los discípulos admitidos en aquellas hermandades de sabios hacía, a su vez, su aportación individual a aquella reserva del  conocimiento secreto.

La única esperanza del mundo es la filosofía, porque todas las penas de la vida moderna se deben a la falta de un código filosófico adecuado. Los que perciben al menos en parte la  dignidad de la vida no pueden por menos que darse cuenta de la superficialidad aparente en las actividades de esta época. Bien se ha dicho que nadie triunfará mientras no desarrolle su filosofía de vida. Tampoco  alcanzará la verdadera grandeza ninguna raza ni ninguna nación, mientras no formule una filosofía adecuada ni dedique su existencia a una política coherente con ella. Durante la guerra mundial, cuando la llamada civilización arrojó la mitad de sí misma contra la otra mitad en un arrebato de odio, los hombres destruyeron sin piedad algo más precioso incluso que la vida humana: borraron los recuerdos del pensamiento humano que pueden dirigir la vida con inteligencia. En verdad declaró Mahoma que la tinta de los filósofos era más preciosa que la sangre de los mártires. Documentos inestimables, constancias de logros inapreciables, conocimientos basados en siglos de observación y experimentación pacientes por los elegidos de la tierra: todos fueron destruidos,  casi sin el menor  reparo.

¿Qué era el conocimiento, qué eran la verdad, la belleza, el amor, el idealismo, la filosofía o la religión, en comparación con el deseo del hombre  de controlar un punto infinitesimal en los campos del cosmos durante un fragmento de tiempo inestimablemente diminuto? Tan solo por la ambición de satisfacer algún capricho o impulso, el hombre arrancaría de raíz el universo, aun sabiendo que al cabo de pocos años deberá partir y dejar para la posteridad todo lo que  ha  tomado, como una vieja causa que será objeto de nuevas discusiones.

La guerra, prueba irrefutable de la irracionalidad, sigue ardiendo en el corazón de los hombres y no puede  morir hasta que no se supere el egoísmo humano. Armada con invenciones variopintas y elementos destructivos, la civilización continuará su  lucha fratricida en los siglos venideros; sin embargo, en la mente del hombre está naciendo un gran temor: el temor de que, con el tiempo, la civilización se destruya en una gran lucha catastrófica. Entonces habrá que volver a representar el drama eterno de la reconstrucción. De las ruinas de la civilización que desapareció al morir su idealismo, algún pueblo primitivo que sigue todavía en el vientre del destino deberá construir un nuevo mundo. En previsión de las necesidades de ese momento, los filósofos de todos los tiempos desean que, en la estructura del nuevo  mundo, se incorpore lo más verdadero y lo mejor de todo lo que ha habido antes. Es una ley divina que la suma de los logros anteriores sea la base de cada nuevo orden de cosas. Hay que preservar los grandes tesoros filosóficos de la humanidad. Podemos dejar que se deteriore lo que es superficial, pero lo que es fundamental y esencial debe permanecer, a cualquier precio.

Los platónicos distinguían  dos formas fundamentales de ignorancia: la simple y la compleja. La ignorancia simple no es más que la falta de conocimiento y es común a todas las criaturas que existieron después de la primera causa, la única que tiene la perfección del conocimiento. La ignorancia simple es un factor que está siempre activo y que empuja al alma para seguir tratando de conseguir más conocimientos Del estado virginal de desconocimiento surge el deseo  de  tomar conciencia, que da como resultado la mejora del estado mental. El intelecto humano siempre está rodeado de formas de existencia que van más allá de   la valoración de sus facultades desarrolladas solo en parte. En este ámbito de objetos no comprendidos hay una fuente infalible de estímulos mentales Por consiguiente, del esfuerzo de hacer frente de forma racional al problema de lo desconocido con el tiempo acaba surgiendo la sabiduría.

En este análisis, la causa última es  la única que se puede considerar sabía, o, para decirlo en términos  más sencillos, solo Dios es bueno. Sócrates decía que el conocimiento, la virtud y la utilidad eran uno con la naturaleza innata de la bondad. El conocimiento es una condición del saber; la virtud es una condición del ser, y la utilidad es una condición del hacer. Si para nosotros la sabiduría es sinónimo de completitud mental, resulta evidente que un  estado así solo puede existir en la totalidad, porque lo que es menos que el Todo no puede poseer la plenitud de la Totalidad. Ninguna parte de la creación está completa; por consiguiente, todas las partes son imperfectas en la medida en que no llegan a la totalidad. Cuando hay incompletitud, se deduce que debe de haber ignorancia, porque cada parte, aunque sea capaz de conocerse a sí misma, no puede ser consciente del Yo de las demás partes. Filosóficamente, el crecimiento desde el punto de vista de la evolución humana es un proceso que va de lo heterogéneo a lo homogéneo. Con el tiempo, por consiguiente, la conciencia aislada de los fragmentos individuales se vuelve a unir para convenirse en la conciencia completa  del Todo. Entonces y solo entonces, la condición de lo omnisciente se vuelve una realidad absoluta.

De este modo, todas las criaturas  son relativamente ignorantes y, al mismo tiempo, relativamente sabias; relativamente nada y, sin embargo, relativamente todo. El microscopio revela al hombre su significancia y el telescopio, su insignificancia. Por medio de las eternidades de la existencia, el hombre va aumentando poco a poco tanto su sabiduría como su comprensión: su conciencia creciente va incluyendo más de lo externo dentro de la zona del ser. Incluso en su estado actual de imperfección, el hombre se va dando cuenta de que nunca puede ser verdaderamente feliz mientras no sea perfecto y que de todas las facultades que contribuyen a su auto-perfección ninguna iguala en  importancia al intelecto racional. A través del laberinto de la diversidad, solo la mente iluminada puede y debe conducir  el alma hacia la luz perfecta de la unidad.

Además de la ignorancia simple, que es el factor más potente del desarrollo mental, hay otra ignorancia mucho más peligrosa y sutil. Esta segunda forma, llamada ignorancia doble o compleja, se puede definir brevemente como la ignorancia de la ignorancia. Al adorar al sol, la luna y las estrellas y al ofrecer sacrificios a los vientos, el salvaje primitivo trataba de propiciar a sus dioses desconocidos con fetiches rudimentarios. Vivía en un mundo lleno de maravillas que no comprendía. Ahora se alzan grandes ciudades en los lugares por donde antes deambulaban los hombres primitivos La humanidad ya no se considera rudimentaria ni aborigen. El espíritu de la maravilla y el sobrecogimiento ha sido sustituido por el de la sofisticación. En la  actualidad, el hombre adora sus propios logros y, o bien relega al fondo de su conciencia las inmensidades del tiempo y el espacio, o no las tiene en cuenta en absoluto. El siglo XX convierte la civilización en su fetiche y se abruma con sus propias invenciones; hasta se  inventa  sus propios dioses. La humanidad ha olvidado lo infinitesimal, lo efímera y lo ignorante que es en realidad. Se ha burlado de Ptolomeo, porque para él la tierra era el centro del universo, y la civilización moderna parece basarse en la hipótesis de que el planeta tierra es la más permanente e importante de  todas las esferas celestes y que los dioses contemplan fascinados, desde sus tronos estelares, los acontecimientos monumentales y excepcionales que ocurren en este hormiguero esférico y caótico.

A lo largo de las épocas, el hombre ha trabajado sin descanso para construir ciudades que pueda gobernar con pompa y poderío, como si una cinta de oro o diez millones de vasallos pudieran elevarlo por encima de la dignidad de sus propios pensamientos y hacer que el brillo de su cetro sea visible hasta las estrellas más lejanas. Mientras este planeta diminuto gira en su órbita en el espacio, lleva consigo alrededor de dos mil millones de seres humanos que viven y mueren ajenos a la existencia inconmensurable que hay más allá del bulto en el que viven. En comparación con la infinitud del tiempo y el   espacio, ¿qué son los magnates de la industria o los amos de las finanzas? Si uno de estos plutócratas prosperara hasta gobernar toda la tierra, ¿qué sería sino un déspota insignificante sentado en un grano de polvo cósmico?

La filosofía revela al hombre su similitud con la Totalidad. Le  enseña que es hermano de los soles que salpican el firmamento y, de ser un contribuyente sobre un átomo que gira, lo eleva a ciudadano del cosmos. Le enseña que, aunque físicamente esté vinculado a la tierra (de la cual forman parte su sangre y sus huesos), existe en su interior un poder espiritual, un Yo más divino, a través del cual se unifica con la sinfonía del Todo. La ignorancia de la ignorancia, pues, es el estado autosatisfecho de inconsciencia en el cual el hombre, que no sabe nada fuera  de la zona limitada de sus sentidos físicos, declara, todo engreído, que no hay nada más que conocer. Quien no conoce más vida que la física solo es ignorante, pero quien declara que la vida física es lo más importante y la eleva al puesto de la realidad suprema es ignorante de su propia ignorancia. Si el Infinito no hubiese querido que el hombre se volviera sabio, no le habría otorgado la facultad de conocer. Si no hubiese querido que el hombre fuera virtuoso, no habría sembrado en el corazón humano las semillas de la virtud. Si hubiese predestinado al hombre a limitarse a su pobre vida física, no le habría proporcionado percepciones ni sensibilidades que le permitiesen captar, al menos en parte, la inmensidad del universo exterior. Los que proclaman la filosofía convocan a todos los hombres a una camaradería espiritual, a una fraternidad de pensamiento, a una asamblea del Yo. La filosofía invita a todos los hombres a salir de la inutilidad del egoísmo, de la pesadumbre  de la ignorancia y de la desesperación de la mundanalidad, de la parodia de la ambición y de las crueles garras de la codicia, del infierno rojo  del odio y de la tumba fría del idealismo improductivo.

La filosofía conduciría a todos los hombres hacia las perspectivas amplias y serenas de la verdad, porque el mundo de la filosofía es una tierra de paz, en la cual tienen oportunidad de expresarse las mejores cualidades acumuladas dentro de cada alma humana. Aquí se enseñan a los hombres las maravillas de las briznas de hierba; cada palo y cada piedra están dotados de palabra y revelan el secreto de su ser. Toda la vida, bañada en el resplandor del entendimiento, se conviene en una realidad hermosa y maravillosa. De las cuatro esquinas de la creación brota un cántico fortísimo de júbilo, porque aquí, a la luz de la filosofía, se revela la finalidad de la existencia: la sabiduría y la bondad que impregnan el Todo se vuelven evidentes hasta para el intelecto imperfecto del hombre. El corazón anhelante de la humanidad encuentra aquí la camaradería que extrae de los lugares más recónditos del alma  esa  gran reserva de bondad que allí reside, como el metal precioso en una veta escondida en las profundidades.