CAPÍTULO III
EL DRAMA DE LA FE
LOS ARQUITECTOS
Joseph Fort-Newton
No
sólo de pan vive el hombre, sino también de Esperanza, de Amor y, ante todo, de
Fe. Nada hay tan pasmoso, tan persistente, apasionado y profundo como la
protesta del hombre contra la muerte. Hasta en los tiempos primitivos vemos
erguirse al hombre a las puertas de la tumba, luchando contra su destino y
argumentando a favor de su alma. Para Emerson y Addison este hecho es prueba
suficiente de la inmortalidad por revelar una intuición divina de la vida
eterna. Otros, quizás no se convencerán tan fácilmente, pero a todo hombre de
corazón ha de conmoverle esa ancestral y heroica fe de su raza.
En
ninguna parte ha sido más vivida, más victoriosa esta fe que en Egipto (Claro
que la creencia en la inmortalidad no fue una creencia sólo exclusiva de
Egipto, pues en los Upanishads de la India fulgura como en las Pirámides, y por
doquiera se fundamenta en el consenso de la intuición, experiencia y aspiración
de la razón; pero los anales de Egipto no son, como sus monumentos, más ricos
que los de las demás naciones, sino más antiguos. Además el drama de la fe
nació en Egipto, de donde salió para difundirse por Tiro, Atenas y Roma. Si se
quiere leer un compendio de la religión egipcia léase Egyptian Conceptions of
Immortality, de G. A. Reisner, y Religion and Thought in Egypt, por J. H.
Breasted). En el antiguo Libro de los Muertos, que es indudablemente el libro
de la Resurrección, encontramos las palabras siguientes: “El alma va al cielo;
el cuerpo, a la tierra”, creencia que es aún la esencia de nuestra religión actual.
Dícese del rey Unas, que vivió en el tercer milenio: “He aquí que tú no nos has
abandonado como muerto, sino como vivo.” Jamás se ha podido expresar esta
creencia tan elocuentemente como en el Himno a Osiris del Papiro de Hunefer. En
los textos de las Pirámides se dice que los muertos son Quienes Ascienden, y se
habla de ellos como de Seres Imperecederos que brillan como astros, invocándose
a los dioses para atestiguar la muerte del Rey “Que amanece como un Alma”. Hay
una intensa profecía impregnada de profundo dolor, en estas entrecortadas
exclamaciones escritas en los muros de las pirámides:
“Oh,
tú no mueres. ¿Quién ha dicho que habías de morir? No; el Rey Pepi no muere;
sino que vive eternamente. ¡Vive! ¡Tú no morirás! ¡Él se ha salvado en el día
de su muerte! ¡Tú vives, tú vives! ¡Levántate! ¡Tú no pereces eternamente! ¡Tú
no mueres! (Pyramid Texts, 775, 1262, 1453, 1477).
Y,
sin embargo, ni la poesía, ni el canto, ni el solemne ritual han podido
transformar a la muerte en cosa distinta de lo que es, ya que hasta las mismas
obras encontradas en las pirámides procuran evadir la pronunciación de la
palabra fatal mientras nos recuerdan aquella época feliz anterior a la muerte.
Por elevada que haya sido la fe de los hombres, no pueden negar éstos el hecho
fatal de la muerte del cuerpo. Los Misterios se instituyeron para conservar
viva la fe en la inmortalidad, y empezaron quizás por no ser más que
encantamientos; pero terminaron por elevarse a esferas de belleza en que
representaban el drama de la invicta fe humana. Al observar que el sol surgía
de la tumba de la noche y que la primavera volvía tras la muerte del invierno,
el hombre dedujo por analogía que su raza que se sumergía en la muerte, se
levantaría triunfante sobre la muerte.
I
A
medida que el drama de la fe evolucionaba, iba transformándose y pasando de un
país a otro; pero su Argumento fue siempre idéntico, derivándose todas las
variantes del antiguo drama osírico. Osiris hizo su aparición como Señor del
Nilo y fecundo Espíritu de la vida vegetal, hijo de Nut, la diosa del cielo, y
de Geb, el dios de la tierra (Si se quiere estudiar la evolución de la teología
osírica, desde la época en que surgió de la neblina del mito hasta su triunfo,
léase Religión and Thought in Egypt, por Breasted, la última obra y quizás la
más brillante, escrita a la luz de la traducción más completa de los Textos de
las Pirámides - Véase especialmente la quinta conferencia -).
Nada
hay más hermoso que la conquista del corazón del pueblo por este Dios. Sin
embargo, no vamos a detenernos en esta historia por ahora, sino lo preciso para
decir que la pasión de Osiris fue el drama de la fe nacional, bañado en los
tiernos matices de la vida humana, si bien conservando aún algo de su radiación
solar. Ni que decir tiene que Osiris fue el más amado de los dioses nacidos al
calor de las esperanzas y terrores de los antiguos habitantes de las riberas
del Nilo. Osiris, el benigno padre, Isis, su triste y fiel esposa, y Horus, el
hijo lleno de piedad filial y de heroísmo, formaron la trinidad de los ideales
religiosos y familiares de los egipcios. Escuchad ahora la historia del drama
más antiguo de la raza, que cautivó durante más de tres mil años los corazones
de los hombres (Se ha escrito muchísimo sobre los Misterios Egipcios: desde el
De Iside et Osiride de Plutarco y las Metamorfosis de Apuleyo, hasta los
enormes y descomunales volúmenes del Barón de Sainte Croix. Creo que las obras
más populares que tratan de este asunto son: Kings and Gods of Egypt, de Moret
- Capítulos III y IV - y Hermes y Platón, de Schure. Pero los dos iniciados
Plutarco y Apuleyo son los autores de más confianza, a pesar de que el
juramento de silencio les impidió decirnos aquello que más necesitábamos
saber).
Osiris
era el Dios de la Eternidad, si bien se revelaba con divina humanidad al tomar
forma casi parecida a la humana. Su éxito se debió principalmente al lenguaje
encantador de Isis, su hermana-esposa, a cuyos encantos no se podían sustraer
los hombres. Osiris e Isis laboraron juntos para bien del hombre, enseñándole a
distinguir las plantas alimenticias, prensando ellos mismos las primeras uvas y
bebiendo la primera copa. Ellos le enseñaron a encontrar las ocultas venas de
metal que se deslizan en la tierra para fabricar con ellas armas; ellos
iniciaron al hombre en la vida moral y en la intelectual; ellos le enseñaron la
ética y la religión, la astronomía, el canto, la danza y el ritmo de la música.
Y, sobre todo, evocaron en el hombre el sentimiento de su inmortalidad, de su
destino más allá de la tumba. Pero estos dioses tenían torpes y astutos
enemigos: la sombría fuerza del mal que urde la trama del crimen hasta en los
mismos confines de la vida humana.
Del
mismo modo que el Mal ronda al Bien, el impío Set-Tifón seguía al dios Osiris.
Mientras Osiris se hallaba ausente, Tifón - cuyo nombre significa serpiente
¬lleno de envidia y de malicia trató de usurparle el trono; pero Isis hizo
fracasar su conjura, por lo que Tifón resolvió matar a Osiris. Para ello, le
invitó a una fiesta, y trató de convencerle para que se tendiera dentro de un
arcón que había prometido regalar al invitado que cupiera exactamente en él.
Apenas Osiris se había metido dentro del arcón, los conspiradores lo cerraron y
lanzaron al Nilo (Krishna es el Osiris de los indos. Los dioses del estío eran
dioses benéficos que hacían fructíferos los días; pero los “tres malvados” que
presidían el invierno, se salieron del zodíaco y como “se vio que no estaban en
él” se les acusó de la muerte de Krishna). Hasta entonces los dioses ignoraban
en qué consistía la muerte, pues aunque habían envejecido de tal modo que todos
sus miembros temblaban y sus cabellos eran blancos como la nieve, ninguno había
muerto. En cuanto Isis se enteró de la infernal traición, se cortó los
cabellos, y, vistiéndose con una túnica de duelo, corrió de acá para allá,
presa de cruel angustia en busca del cuerpo del Dios. Llorosa y enloquecida de
dolor, no se detuvo jamás, ni se cansó de buscar.
Mientras
tanto, las aguas del río arrastraron el arcón hasta el mar, cuyas corrientes le
llevaron a Biblos, la ciudad asiría de Adonis, en donde encalló entre las ramas
de un pequeño tamarindo, árbol parecido a la acacia (En la Eneida, de Virgilio,
puede hallarse un sorprendente paralelo con el mito de Osiris. En los primeros
tiempos de la guerra de Troya, el rey Príamo encomendó a Polimestro, rey de
Tracia, la educación de su hijo Polidoro, enviándole una fuerte cantidad de
dinero. Una vez destruida Troya, el rey de Tracia asesinó al joven príncipe,
para apoderarse de sus riquezas, enterrándole, luego, en secreto. Eneas, que
llegó a Tracia, tuvo que arrancar un arbusto y descubrió el cadáver de
Polidoro. Muchas otras leyendas de casuales descubrimientos de tumbas
desconocidas corrían en boca de los antiguos, quizás sugeridas por la historia
de Isis). Tan enorme era el poder del cuerpo del dios que el arbusto se
convirtió en árbol gigantesco envolviendo al arcón en su seno para protegerlo,
hasta que el rey de aquel país mandó que cortaran el árbol e hicieran con él
una columna en su palacio. Llevada por una visión a Biblos, Isis se dio a
conocer y pidió la columna. De aquí que se represente a la diosa algunas veces
llorando junto a una columna rota, mientras Horus, dios del Tiempo, derrama
perfumes sobre su cabeza. La diosa se llevó el cadáver del dios a Bouto; pero
Tifón encontró un día el arcón mientras se dedicaba a cazar a la luz de la
luna, y despedazó el cuerpo de Osiris, esparciendo al azar sus pedazos. Isis,
que es la encarnación del dolor universal producido por la muerte, volvió a
reunir los pedazos del cadáver de su esposo y les dio sepultura. Tal fue la
vida y muerte de Osiris; que no podía terminar así, por representar el ciclo de
la naturaleza.
Horus
luchó con Tifón y aunque perdió un ojo en el combate, lo venció, haciéndole
prisionero y “partiéndolo en tres pedazos”, según dicen los textos de las
pirámides. Después de lo cual el fiel hijo marchó en solemne procesión a la
tumba de su padre, y, abriéndola, invocó a Osiris clamando: “¡Levántate!
¡Levántate, porque no debes morir!” Pero el muerto no le obedeció. A
continuación recitan los Textos de las Pirámides el ritual mortuorio, con sus
numerosos himnos y cantos. Por fin Osiris se levanta, débil y fatigado y, con
ayuda de la fuerte garra del dios-león, vuelve a tener dominio sobre su cuerpo
y retorna de la muerte a la vida (The Gods of the Egyptians, por E. A. W. Budge;
La Place des Víctores, por Austin Fryar. Véanse las láminas en color de esta
última obra).
Y,
por virtud de su triunfo sobre la muerte, Osiris llega a ser el Señor del País
de la Muerte, teniendo por cetro una cruz ansata, y por trono, una escuadra.
II
Tal
era sucintamente la antigua alegoría de la vida eterna, que dio origen a
múltiples versiones con el transcurso de los tiempos; conservando siempre el
tema fundamental, a pesar de las variaciones que imponía el color local.
Tergiversada a menudo, expresó por doquiera el gran ideal humano de triunfar de
la muerte y unirse a Dios, conservando la creencia en la victoria final del
Bien sobre el Mal. Por eso este drama cautivó a los hombres antiguos y mereció
las alabanzas de los más ilustres hombres de la antigüedad: de Pitágoras,
Sócrates, Platón, Eurípides, Plutarco. Píndaro, Isócrates, Epicteto y Marco
Aurelio. Plutarco encomienda a su esposa en una carta, escrita a raíz de la
pérdida de su hija, que ponga sus esperanzas en los ritos y símbolos místicos
de este drama que le mantuvo “tan lejos de la superstición como del ateísmo”,
ayudándole a acercarse a la verdad. Este drama tiene para los profundos
pensadores la doble significación de la inmortalidad del alma después de la
muerte, y del despertar del hombre del sueño del animalismo a la vigilia de una
vida pura, justa y honrada. En el Secreto Sermón de la Montaña de la doctrina
hermética puede observarse cuan noblemente se enseñaba su aspecto práctico
(Quests New and Old, by G. R. S. Mead).
“¿Qué
puedo decirte, hijo mío? No puedo enseñarte nada más que esto: Siempre que por
gracia de Dios contemplo en mi interior la sencilla Visión, nazco a través de
mí mismo, en un Cuerpo que nunca ha de morir. Entonces, soy lo que antes no
era... Quienes así han nacido, hijos son de una divina raza, y, cuando Dios
quiere, vuelven a recordar. Profundiza en ti mismo y encontrarás el “camino del
Nacimiento en Dios. Basta querer para hallarlo”.
Se
dice que Isis en persona fue quien fundó el primer templo de los Misterios;
siendo los más antiguos los practicados en Menfis. Los misterios se dividían en
dos clases: los Menores en los que se admitían a numerosas personas y que
consistían en diálogos y ritual, con ciertos signos, toques, señas y palabras
secretas, y los Mayores, reservados únicamente para quienes se hacían dignos de
conocer las más altos secretos de la ciencia, de la filosofía y de la religión.
En estos últimos debía pasar el candidato por diferentes pruebas,
purificaciones, peligros y ascetismos, y, por último, regenerarse por medio de
una muerte simbólica. Quienes soportaban valerosamente esta ordalía aprendían
ya oralmente, ya por medio de símbolos la más elevada sabiduría alcanzada por
los hombres, en la que se incluían la geometría, la astronomía, las artes, las
leyes de la naturaleza y las verdades de la fe. Se exigían a los candidatos
terribles juramentos. Plutarco dice que les obligaban a arrodillarse, con las
manos y el cuerpo atados con una cuerda y que, poniéndoles un cuchillo en el
cuello, les recordaban que la violación de sus promesas se castigaría con la
muerte. Y tan cautos eran, que hasta el mismo Pitágoras tuvo que esperar
durante veinte años para aprender la sabiduría oculta de los egipcios.
Pitágoras fundó después una orden secreta en Cretona, donde enseñó, entre otras
cosas, la geometría, sirviéndose de los números como de símbolos de la verdad
espiritual (Pitágoras, de Schuré, es una sugestiva narración de la vida del
gran pensador y maestro. No deben confundirse los números de Pitágoras con las
místicas y fantásticas matemáticas de los cabalistas de la antigüedad).
Los
Misterios pasaron de Egipto al Asia Menor, Grecia y Roma, sufriendo pequeños
cambios y substituyendo los nombres de Osiris e Isis por los de los dioses
locales. En los Misterios Eleusinos de Grecia, establecidos 1.800 años antes de
nuestra era, se representaba la muerte de Dionisos por medio de un solemne
ritual, según el cual se conducía al discípulo de la muerte a la vida y a la
inmortalidad, al mismo tiempo que le enseñaban la doctrina de la unidad de
Dios, la inmutable exigencia de la moralidad y de la vida post mortem, y se
comunicaba a los iniciados con signos y palabras sagradas para que pudieran
conocerse entre sí, tanto en las tinieblas como en la luz. En los Misterios
Persas o Mitraicos se celebraba el eclipse del Dios-Sol, utilizando los signos
del zodíaco, las procesiones de las estaciones, la muerte de la naturaleza y el
nacimiento de la primavera. Parecidos eran los cultos Adoniacos o Sirios, en
los que era muerto Adonis, para revivir más tarde. En los Misterios de los
Cabires, celebrados en la isla de Samotracia, moría Atys a manos de sus
hermanos las Estaciones, volviendo a la vida en el equinoccio de primavera. Los
Druidas del norte misterioso y de Inglaterra enseñaban la tragedia sufrida por
un Dios en invierno y verano, y conducían al iniciado por el valle de la muerte
a la vida eterna (Si se quieren más detalles de la propagación de los Misterios
de Isis y Mitra en el imperio romano, véase Roman Life from Nero to Aurelias,
de Dill, - libro IV, capítulos V y VI -. Franz Cumont, la mayor autoridad sobre
Mitra, escudriña en los orígenes de este culto con gran acierto, en sus obras
Mysteries of Mithra y Oriental Religions. W. W. Reade, hermano del gran
novelista Charles Reade, nos ha dejado un estudio de The Veil of Isis, or
Mysteries of the Druids, en el que demuestra que en el Druidismo se encuentran
vestigios de los símbolos masónicos).
Cercana
ya la aparición de Cristo, cuando la fe iba perdiendo su influjo y el mundo
parecía caminar a su destrucción, revivieron esplendorosamente las religiones
de los Misterios, siendo impotentes los edictos imperiales para detener su
implantación. Y, como una gigantesca marea, llegaron de Egipto y del lejano
Oriente la Diosa Isis “con su miríada de hombres”, y su rival Mitra, el santo
patrón de los soldados, a quien rendía homenaje la plebe. Si tratáramos de
conocer las razones secretas de esta influencia mística, no podríamos dar una
respuesta única. También nos sería difícil determinar qué influencia tuvieron
los principales cultos de los misterios en el Cristianismo primitivo. En las
obras de los Padres de la Iglesia se ve patente su influencia y algunos de los
Padres llegan hasta decir que los Misterios murieron para revivir en el ritual
de la Iglesia. San Pablo conoció los Misterios en sus viajes, y hasta se sirve
de algunos de sus términos técnicos en las epístolas (Col. II 8¬
19.
Véase Mysteries Pagan ad Christian, por C. Cheethan, y la Monumental
Christianity, de Lundy, especialmente el capítulo que trata de la “Disciplina
de lo Secreto”. Si se quiere leer un estudio serio sobre la actitud de San
Pablo, véase St.
Paul
and the Mystery-Religions, obra de gran erudición. El Cristianismo tuvo su
esoterismo, como puede verse en las obras de los Padres de la Iglesia, incluso
Orígenes, Cirilo, Basilio, Gregorio, Ambrosio, Augustino y otros. Crisóstomo
usa la palabra iniciación con respecto a las enseñanzas cristianas, mientras
que Tertuliano afirma que los misterios paganos son imitaciones espurias hechas
por Satanás de los ritos y enseñanzas cristianos: “También él bautiza a los que
en él creen, prometiendo que quedarán limpios de todo pecado.” Otros autores
cristianos más tolerantes creían que Cristo era la respuesta a las aspiraciones
de los Misterios, y de ahí que considerasen que éstos eran buenos); pero no por
eso dejó de condenarlos, porque trataban de enseñar por medio de alegorías lo
que sólo podía aprenderse por la experiencia espiritual, sana intuición, si
bien también el drama puede ayudar a la experiencia, pues si no fuera así, el
ritual del culto caería dentro de la condenación de San Pablo.
III
Al
llegar su ocaso, los Misterios cayeron en el fango de la corrupción, como todas
las cosas humanas; pero no cabe duda alguna de que fueron nobles y elevados, y
sirvieron a elevados propósitos en sus mejores tiempos. Quien haya leído en las
Metamorfosis de Apuleyo la Iniciación de Lucio en los Misterios de Isis, no
podrá negar que produjo un efecto profundo y purificador en el candidato.
Apuleyo nos dice que la ceremonia de la iniciación “es como padecer la muerte”
y que él estuvo cerca de los dioses: “estuve cerca y les adoré”. Alejaos de
aquí, profanos y todo el que esté contaminado de pecado, tal era el lema de los
Misterios. Cicerón atestigua que lo que aprendían los hombres en la morada
oculta, les obligaba a vivir noblemente y les llenaba de felices esperanzas
para la hora de su muerte.
La
fundación de los Misterios se debe a grandes genios, como dice Platón (Fedón),
los cuales se esforzaron en los primeros tiempos por enseñar la pureza, por
mejorar la crueldad de la raza, por refinar sus costumbres y moralidad y
refrenar a la sociedad con lazos más fuertes que los que imponen las leyes
humanas. No envolvieron ellos en el misterio sus enseñanzas, sino solamente los
ritos, dramas y símbolos utilizados en su magisterio. Ellos enseñaron la
creencia en la unidad espiritual de Dios, la soberana autoridad de la ley moral
la austera disciplina del carácter, y la doctrina de la inmortalidad del alma.
Estas grandes órdenes laboraron por el triunfo de la amistad, congregando a los
hombres bajo la bandera de la ley moral y educándolos, para que vivieran más
noblemente, a pesar de encontrarse en una época tenebrosa, en que los pueblos, las
creencias y las lenguas luchaban ferozmente entre sí. Siendo la suya la más
humana y tolerante de las creencias, formaron una moral universal, y crearon la
fraternidad espiritual que unía a los hombres por encima de las barreras de
nación, raza y credo, calmando la sed de unidad sentida por los humanos y
evocando en ellos ese eterno misticismo de que nacieron todas las religiones.
Sus ceremonias consistían en dramas sublimes y majestuosos, en los cuales se
vertían ideas sobre la ley moral y el destino del alma, recurriendo al misterio
y al secreto con objeto de causar mayor impresión en los neófitos, y velando
con el cendal de la fábula y del enigma las leyes de justicia, de compasión y
la esperanza en la inmortalidad.
La
Masonería conserva esta tradición; y si bien no es probable que se encontrara
relacionada históricamente con las grandes órdenes antiguas, es su descendiente
espiritual y cumple la misma misión en nuestra época que los Misterios en el
mundo antiguo. Es innegable que los Grandes Misterios fueron los precursores de
la Masonería, cuyo drama es un epítome de la iniciación universal y cuyos
sencillos símbolos son los depositarios de la más noble sabiduría de la
humanidad. La Masonería une a los hombres en el altar de la oración, mantiene
vivas las verdades que nos humanizan, y se esfuerza, recurriendo a todas las
artes, por hacer tangible el poder del amor, la dignidad de la belleza y la
realidad de lo ideal.
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