Tuesday, December 1, 2015

Capítulo III - El Drama de la Fe - Los Arquitectos - Joseph Fort-Newton

CAPÍTULO III
EL DRAMA DE LA FE

LOS ARQUITECTOS


Joseph Fort-Newton

No sólo de pan vive el hombre, sino también de Esperanza, de Amor y, ante todo, de Fe. Nada hay tan pasmoso, tan persistente, apasionado y profundo como la protesta del hombre contra la muerte. Hasta en los tiempos primitivos vemos erguirse al hombre a las puertas de la tumba, luchando contra su destino y argumentando a favor de su alma. Para Emerson y Addison este hecho es prueba suficiente de la inmortalidad por revelar una intuición divina de la vida eterna. Otros, quizás no se convencerán tan fácilmente, pero a todo hombre de corazón ha de conmoverle esa ancestral y heroica fe de su raza.
En ninguna parte ha sido más vivida, más victoriosa esta fe que en Egipto (Claro que la creencia en la inmortalidad no fue una creencia sólo exclusiva de Egipto, pues en los Upanishads de la India fulgura como en las Pirámides, y por doquiera se fundamenta en el consenso de la intuición, experiencia y aspiración de la razón; pero los anales de Egipto no son, como sus monumentos, más ricos que los de las demás naciones, sino más antiguos. Además el drama de la fe nació en Egipto, de donde salió para difundirse por Tiro, Atenas y Roma. Si se quiere leer un compendio de la religión egipcia léase Egyptian Conceptions of Immortality, de G. A. Reisner, y Religion and Thought in Egypt, por J. H. Breasted). En el antiguo Libro de los Muertos, que es indudablemente el libro de la Resurrección, encontramos las palabras siguientes: “El alma va al cielo; el cuerpo, a la tierra”, creencia que es aún la esencia de nuestra religión actual. Dícese del rey Unas, que vivió en el tercer milenio: “He aquí que tú no nos has abandonado como muerto, sino como vivo.” Jamás se ha podido expresar esta creencia tan elocuentemente como en el Himno a Osiris del Papiro de Hunefer. En los textos de las Pirámides se dice que los muertos son Quienes Ascienden, y se habla de ellos como de Seres Imperecederos que brillan como astros, invocándose a los dioses para atestiguar la muerte del Rey “Que amanece como un Alma”. Hay una intensa profecía impregnada de profundo dolor, en estas entrecortadas exclamaciones escritas en los muros de las pirámides:
“Oh, tú no mueres. ¿Quién ha dicho que habías de morir? No; el Rey Pepi no muere; sino que vive eternamente. ¡Vive! ¡Tú no morirás! ¡Él se ha salvado en el día de su muerte! ¡Tú vives, tú vives! ¡Levántate! ¡Tú no pereces eternamente! ¡Tú no mueres! (Pyramid Texts, 775, 1262, 1453, 1477).
Y, sin embargo, ni la poesía, ni el canto, ni el solemne ritual han podido transformar a la muerte en cosa distinta de lo que es, ya que hasta las mismas obras encontradas en las pirámides procuran evadir la pronunciación de la palabra fatal mientras nos recuerdan aquella época feliz anterior a la muerte. Por elevada que haya sido la fe de los hombres, no pueden negar éstos el hecho fatal de la muerte del cuerpo. Los Misterios se instituyeron para conservar viva la fe en la inmortalidad, y empezaron quizás por no ser más que encantamientos; pero terminaron por elevarse a esferas de belleza en que representaban el drama de la invicta fe humana. Al observar que el sol surgía de la tumba de la noche y que la primavera volvía tras la muerte del invierno, el hombre dedujo por analogía que su raza que se sumergía en la muerte, se levantaría triunfante sobre la muerte.

I
A medida que el drama de la fe evolucionaba, iba transformándose y pasando de un país a otro; pero su Argumento fue siempre idéntico, derivándose todas las variantes del antiguo drama osírico. Osiris hizo su aparición como Señor del Nilo y fecundo Espíritu de la vida vegetal, hijo de Nut, la diosa del cielo, y de Geb, el dios de la tierra (Si se quiere estudiar la evolución de la teología osírica, desde la época en que surgió de la neblina del mito hasta su triunfo, léase Religión and Thought in Egypt, por Breasted, la última obra y quizás la más brillante, escrita a la luz de la traducción más completa de los Textos de las Pirámides - Véase especialmente la quinta conferencia -).
Nada hay más hermoso que la conquista del corazón del pueblo por este Dios. Sin embargo, no vamos a detenernos en esta historia por ahora, sino lo preciso para decir que la pasión de Osiris fue el drama de la fe nacional, bañado en los tiernos matices de la vida humana, si bien conservando aún algo de su radiación solar. Ni que decir tiene que Osiris fue el más amado de los dioses nacidos al calor de las esperanzas y terrores de los antiguos habitantes de las riberas del Nilo. Osiris, el benigno padre, Isis, su triste y fiel esposa, y Horus, el hijo lleno de piedad filial y de heroísmo, formaron la trinidad de los ideales religiosos y familiares de los egipcios. Escuchad ahora la historia del drama más antiguo de la raza, que cautivó durante más de tres mil años los corazones de los hombres (Se ha escrito muchísimo sobre los Misterios Egipcios: desde el De Iside et Osiride de Plutarco y las Metamorfosis de Apuleyo, hasta los enormes y descomunales volúmenes del Barón de Sainte Croix. Creo que las obras más populares que tratan de este asunto son: Kings and Gods of Egypt, de Moret - Capítulos III y IV - y Hermes y Platón, de Schure. Pero los dos iniciados Plutarco y Apuleyo son los autores de más confianza, a pesar de que el juramento de silencio les impidió decirnos aquello que más necesitábamos saber).
Osiris era el Dios de la Eternidad, si bien se revelaba con divina humanidad al tomar forma casi parecida a la humana. Su éxito se debió principalmente al lenguaje encantador de Isis, su hermana-esposa, a cuyos encantos no se podían sustraer los hombres. Osiris e Isis laboraron juntos para bien del hombre, enseñándole a distinguir las plantas alimenticias, prensando ellos mismos las primeras uvas y bebiendo la primera copa. Ellos le enseñaron a encontrar las ocultas venas de metal que se deslizan en la tierra para fabricar con ellas armas; ellos iniciaron al hombre en la vida moral y en la intelectual; ellos le enseñaron la ética y la religión, la astronomía, el canto, la danza y el ritmo de la música. Y, sobre todo, evocaron en el hombre el sentimiento de su inmortalidad, de su destino más allá de la tumba. Pero estos dioses tenían torpes y astutos enemigos: la sombría fuerza del mal que urde la trama del crimen hasta en los mismos confines de la vida humana.
Del mismo modo que el Mal ronda al Bien, el impío Set-Tifón seguía al dios Osiris. Mientras Osiris se hallaba ausente, Tifón - cuyo nombre significa serpiente ¬lleno de envidia y de malicia trató de usurparle el trono; pero Isis hizo fracasar su conjura, por lo que Tifón resolvió matar a Osiris. Para ello, le invitó a una fiesta, y trató de convencerle para que se tendiera dentro de un arcón que había prometido regalar al invitado que cupiera exactamente en él. Apenas Osiris se había metido dentro del arcón, los conspiradores lo cerraron y lanzaron al Nilo (Krishna es el Osiris de los indos. Los dioses del estío eran dioses benéficos que hacían fructíferos los días; pero los “tres malvados” que presidían el invierno, se salieron del zodíaco y como “se vio que no estaban en él” se les acusó de la muerte de Krishna). Hasta entonces los dioses ignoraban en qué consistía la muerte, pues aunque habían envejecido de tal modo que todos sus miembros temblaban y sus cabellos eran blancos como la nieve, ninguno había muerto. En cuanto Isis se enteró de la infernal traición, se cortó los cabellos, y, vistiéndose con una túnica de duelo, corrió de acá para allá, presa de cruel angustia en busca del cuerpo del Dios. Llorosa y enloquecida de dolor, no se detuvo jamás, ni se cansó de buscar.
Mientras tanto, las aguas del río arrastraron el arcón hasta el mar, cuyas corrientes le llevaron a Biblos, la ciudad asiría de Adonis, en donde encalló entre las ramas de un pequeño tamarindo, árbol parecido a la acacia (En la Eneida, de Virgilio, puede hallarse un sorprendente paralelo con el mito de Osiris. En los primeros tiempos de la guerra de Troya, el rey Príamo encomendó a Polimestro, rey de Tracia, la educación de su hijo Polidoro, enviándole una fuerte cantidad de dinero. Una vez destruida Troya, el rey de Tracia asesinó al joven príncipe, para apoderarse de sus riquezas, enterrándole, luego, en secreto. Eneas, que llegó a Tracia, tuvo que arrancar un arbusto y descubrió el cadáver de Polidoro. Muchas otras leyendas de casuales descubrimientos de tumbas desconocidas corrían en boca de los antiguos, quizás sugeridas por la historia de Isis). Tan enorme era el poder del cuerpo del dios que el arbusto se convirtió en árbol gigantesco envolviendo al arcón en su seno para protegerlo, hasta que el rey de aquel país mandó que cortaran el árbol e hicieran con él una columna en su palacio. Llevada por una visión a Biblos, Isis se dio a conocer y pidió la columna. De aquí que se represente a la diosa algunas veces llorando junto a una columna rota, mientras Horus, dios del Tiempo, derrama perfumes sobre su cabeza. La diosa se llevó el cadáver del dios a Bouto; pero Tifón encontró un día el arcón mientras se dedicaba a cazar a la luz de la luna, y despedazó el cuerpo de Osiris, esparciendo al azar sus pedazos. Isis, que es la encarnación del dolor universal producido por la muerte, volvió a reunir los pedazos del cadáver de su esposo y les dio sepultura. Tal fue la vida y muerte de Osiris; que no podía terminar así, por representar el ciclo de la naturaleza.
Horus luchó con Tifón y aunque perdió un ojo en el combate, lo venció, haciéndole prisionero y “partiéndolo en tres pedazos”, según dicen los textos de las pirámides. Después de lo cual el fiel hijo marchó en solemne procesión a la tumba de su padre, y, abriéndola, invocó a Osiris clamando: “¡Levántate! ¡Levántate, porque no debes morir!” Pero el muerto no le obedeció. A continuación recitan los Textos de las Pirámides el ritual mortuorio, con sus numerosos himnos y cantos. Por fin Osiris se levanta, débil y fatigado y, con ayuda de la fuerte garra del dios-león, vuelve a tener dominio sobre su cuerpo y retorna de la muerte a la vida (The Gods of the Egyptians, por E. A. W. Budge; La Place des Víctores, por Austin Fryar. Véanse las láminas en color de esta última obra).
Y, por virtud de su triunfo sobre la muerte, Osiris llega a ser el Señor del País de la Muerte, teniendo por cetro una cruz ansata, y por trono, una escuadra.

II
Tal era sucintamente la antigua alegoría de la vida eterna, que dio origen a múltiples versiones con el transcurso de los tiempos; conservando siempre el tema fundamental, a pesar de las variaciones que imponía el color local. Tergiversada a menudo, expresó por doquiera el gran ideal humano de triunfar de la muerte y unirse a Dios, conservando la creencia en la victoria final del Bien sobre el Mal. Por eso este drama cautivó a los hombres antiguos y mereció las alabanzas de los más ilustres hombres de la antigüedad: de Pitágoras, Sócrates, Platón, Eurípides, Plutarco. Píndaro, Isócrates, Epicteto y Marco Aurelio. Plutarco encomienda a su esposa en una carta, escrita a raíz de la pérdida de su hija, que ponga sus esperanzas en los ritos y símbolos místicos de este drama que le mantuvo “tan lejos de la superstición como del ateísmo”, ayudándole a acercarse a la verdad. Este drama tiene para los profundos pensadores la doble significación de la inmortalidad del alma después de la muerte, y del despertar del hombre del sueño del animalismo a la vigilia de una vida pura, justa y honrada. En el Secreto Sermón de la Montaña de la doctrina hermética puede observarse cuan noblemente se enseñaba su aspecto práctico (Quests New and Old, by G. R. S. Mead).
“¿Qué puedo decirte, hijo mío? No puedo enseñarte nada más que esto: Siempre que por gracia de Dios contemplo en mi interior la sencilla Visión, nazco a través de mí mismo, en un Cuerpo que nunca ha de morir. Entonces, soy lo que antes no era... Quienes así han nacido, hijos son de una divina raza, y, cuando Dios quiere, vuelven a recordar. Profundiza en ti mismo y encontrarás el “camino del Nacimiento en Dios. Basta querer para hallarlo”.
Se dice que Isis en persona fue quien fundó el primer templo de los Misterios; siendo los más antiguos los practicados en Menfis. Los misterios se dividían en dos clases: los Menores en los que se admitían a numerosas personas y que consistían en diálogos y ritual, con ciertos signos, toques, señas y palabras secretas, y los Mayores, reservados únicamente para quienes se hacían dignos de conocer las más altos secretos de la ciencia, de la filosofía y de la religión. En estos últimos debía pasar el candidato por diferentes pruebas, purificaciones, peligros y ascetismos, y, por último, regenerarse por medio de una muerte simbólica. Quienes soportaban valerosamente esta ordalía aprendían ya oralmente, ya por medio de símbolos la más elevada sabiduría alcanzada por los hombres, en la que se incluían la geometría, la astronomía, las artes, las leyes de la naturaleza y las verdades de la fe. Se exigían a los candidatos terribles juramentos. Plutarco dice que les obligaban a arrodillarse, con las manos y el cuerpo atados con una cuerda y que, poniéndoles un cuchillo en el cuello, les recordaban que la violación de sus promesas se castigaría con la muerte. Y tan cautos eran, que hasta el mismo Pitágoras tuvo que esperar durante veinte años para aprender la sabiduría oculta de los egipcios. Pitágoras fundó después una orden secreta en Cretona, donde enseñó, entre otras cosas, la geometría, sirviéndose de los números como de símbolos de la verdad espiritual (Pitágoras, de Schuré, es una sugestiva narración de la vida del gran pensador y maestro. No deben confundirse los números de Pitágoras con las místicas y fantásticas matemáticas de los cabalistas de la antigüedad).
Los Misterios pasaron de Egipto al Asia Menor, Grecia y Roma, sufriendo pequeños cambios y substituyendo los nombres de Osiris e Isis por los de los dioses locales. En los Misterios Eleusinos de Grecia, establecidos 1.800 años antes de nuestra era, se representaba la muerte de Dionisos por medio de un solemne ritual, según el cual se conducía al discípulo de la muerte a la vida y a la inmortalidad, al mismo tiempo que le enseñaban la doctrina de la unidad de Dios, la inmutable exigencia de la moralidad y de la vida post mortem, y se comunicaba a los iniciados con signos y palabras sagradas para que pudieran conocerse entre sí, tanto en las tinieblas como en la luz. En los Misterios Persas o Mitraicos se celebraba el eclipse del Dios-Sol, utilizando los signos del zodíaco, las procesiones de las estaciones, la muerte de la naturaleza y el nacimiento de la primavera. Parecidos eran los cultos Adoniacos o Sirios, en los que era muerto Adonis, para revivir más tarde. En los Misterios de los Cabires, celebrados en la isla de Samotracia, moría Atys a manos de sus hermanos las Estaciones, volviendo a la vida en el equinoccio de primavera. Los Druidas del norte misterioso y de Inglaterra enseñaban la tragedia sufrida por un Dios en invierno y verano, y conducían al iniciado por el valle de la muerte a la vida eterna (Si se quieren más detalles de la propagación de los Misterios de Isis y Mitra en el imperio romano, véase Roman Life from Nero to Aurelias, de Dill, - libro IV, capítulos V y VI -. Franz Cumont, la mayor autoridad sobre Mitra, escudriña en los orígenes de este culto con gran acierto, en sus obras Mysteries of Mithra y Oriental Religions. W. W. Reade, hermano del gran novelista Charles Reade, nos ha dejado un estudio de The Veil of Isis, or Mysteries of the Druids, en el que demuestra que en el Druidismo se encuentran vestigios de los símbolos masónicos).
Cercana ya la aparición de Cristo, cuando la fe iba perdiendo su influjo y el mundo parecía caminar a su destrucción, revivieron esplendorosamente las religiones de los Misterios, siendo impotentes los edictos imperiales para detener su implantación. Y, como una gigantesca marea, llegaron de Egipto y del lejano Oriente la Diosa Isis “con su miríada de hombres”, y su rival Mitra, el santo patrón de los soldados, a quien rendía homenaje la plebe. Si tratáramos de conocer las razones secretas de esta influencia mística, no podríamos dar una respuesta única. También nos sería difícil determinar qué influencia tuvieron los principales cultos de los misterios en el Cristianismo primitivo. En las obras de los Padres de la Iglesia se ve patente su influencia y algunos de los Padres llegan hasta decir que los Misterios murieron para revivir en el ritual de la Iglesia. San Pablo conoció los Misterios en sus viajes, y hasta se sirve de algunos de sus términos técnicos en las epístolas (Col. II 8¬
19. Véase Mysteries Pagan ad Christian, por C. Cheethan, y la Monumental Christianity, de Lundy, especialmente el capítulo que trata de la “Disciplina de lo Secreto”. Si se quiere leer un estudio serio sobre la actitud de San Pablo, véase St.
Paul and the Mystery-Religions, obra de gran erudición. El Cristianismo tuvo su esoterismo, como puede verse en las obras de los Padres de la Iglesia, incluso Orígenes, Cirilo, Basilio, Gregorio, Ambrosio, Augustino y otros. Crisóstomo usa la palabra iniciación con respecto a las enseñanzas cristianas, mientras que Tertuliano afirma que los misterios paganos son imitaciones espurias hechas por Satanás de los ritos y enseñanzas cristianos: “También él bautiza a los que en él creen, prometiendo que quedarán limpios de todo pecado.” Otros autores cristianos más tolerantes creían que Cristo era la respuesta a las aspiraciones de los Misterios, y de ahí que considerasen que éstos eran buenos); pero no por eso dejó de condenarlos, porque trataban de enseñar por medio de alegorías lo que sólo podía aprenderse por la experiencia espiritual, sana intuición, si bien también el drama puede ayudar a la experiencia, pues si no fuera así, el ritual del culto caería dentro de la condenación de San Pablo.

III
Al llegar su ocaso, los Misterios cayeron en el fango de la corrupción, como todas las cosas humanas; pero no cabe duda alguna de que fueron nobles y elevados, y sirvieron a elevados propósitos en sus mejores tiempos. Quien haya leído en las Metamorfosis de Apuleyo la Iniciación de Lucio en los Misterios de Isis, no podrá negar que produjo un efecto profundo y purificador en el candidato. Apuleyo nos dice que la ceremonia de la iniciación “es como padecer la muerte” y que él estuvo cerca de los dioses: “estuve cerca y les adoré”. Alejaos de aquí, profanos y todo el que esté contaminado de pecado, tal era el lema de los Misterios. Cicerón atestigua que lo que aprendían los hombres en la morada oculta, les obligaba a vivir noblemente y les llenaba de felices esperanzas para la hora de su muerte.
La fundación de los Misterios se debe a grandes genios, como dice Platón (Fedón), los cuales se esforzaron en los primeros tiempos por enseñar la pureza, por mejorar la crueldad de la raza, por refinar sus costumbres y moralidad y refrenar a la sociedad con lazos más fuertes que los que imponen las leyes humanas. No envolvieron ellos en el misterio sus enseñanzas, sino solamente los ritos, dramas y símbolos utilizados en su magisterio. Ellos enseñaron la creencia en la unidad espiritual de Dios, la soberana autoridad de la ley moral la austera disciplina del carácter, y la doctrina de la inmortalidad del alma. Estas grandes órdenes laboraron por el triunfo de la amistad, congregando a los hombres bajo la bandera de la ley moral y educándolos, para que vivieran más noblemente, a pesar de encontrarse en una época tenebrosa, en que los pueblos, las creencias y las lenguas luchaban ferozmente entre sí. Siendo la suya la más humana y tolerante de las creencias, formaron una moral universal, y crearon la fraternidad espiritual que unía a los hombres por encima de las barreras de nación, raza y credo, calmando la sed de unidad sentida por los humanos y evocando en ellos ese eterno misticismo de que nacieron todas las religiones. Sus ceremonias consistían en dramas sublimes y majestuosos, en los cuales se vertían ideas sobre la ley moral y el destino del alma, recurriendo al misterio y al secreto con objeto de causar mayor impresión en los neófitos, y velando con el cendal de la fábula y del enigma las leyes de justicia, de compasión y la esperanza en la inmortalidad.

La Masonería conserva esta tradición; y si bien no es probable que se encontrara relacionada históricamente con las grandes órdenes antiguas, es su descendiente espiritual y cumple la misma misión en nuestra época que los Misterios en el mundo antiguo. Es innegable que los Grandes Misterios fueron los precursores de la Masonería, cuyo drama es un epítome de la iniciación universal y cuyos sencillos símbolos son los depositarios de la más noble sabiduría de la humanidad. La Masonería une a los hombres en el altar de la oración, mantiene vivas las verdades que nos humanizan, y se esfuerza, recurriendo a todas las artes, por hacer tangible el poder del amor, la dignidad de la belleza y la realidad de lo ideal.

Saturday, October 31, 2015

Los últimos años de J. B. Willermoz

LOS ÚLTIMOS AÑOS DE J. B. WILLERMOZ



Jean-Baptiste Willermoz, el arquitecto principal del Rito Escocés Rectificado, vivió durante los últimos quince años de su vida privada, pruebas muy severas.
La última parte de la existencia de este verdadero patriarca se vio ensombrecida por el dolor. Casado tarde en la vida, Willermoz había terminado su vida de soltero a la edad de sesenta y seis. En 1804, su joven esposa, Jeanne-Marie Pascal, le dio una hija que viviría sólo unos pocos días. Frágil, Jeanne-Marie dio a luz quince meses más tarde, un hijo, pero mal recuperados de esta segunda capa, que murió en 1808. Dos años más tarde, la hermana querida Willermoz (Madame Provensal) y confidente de muchos de sus secretos místicos desapareció a su vez. Jean-Baptiste Willermoz único sobreviviente de sus doce hermanos y hermanas, se quedó con un hijo de cinco años que murió dos años más tarde, en 1812.
JEAN-BAPTISTE WILLERMOZ, EL PATRIARCA
Sin embargo, los cambios y las tragedias ocurrieron en su vida secular no le hacen olvidar su masónico y las preocupaciones místicas.
Así, en 1809 Willermoz todavía dedicó parte de su tiempo para completar el ritual de Maestro Escocés de San Andrés (4° Grado Rito Escocés Rectificado) y restableció sus relaciones masónicas activamente epistolares que eran interrumpidos.
Después de haber llegado a la edad de ochenta años, Jean-Baptiste Willermoz decidió escribir libros de instrucciones para su hijo a quien él deseaba transmitir, para más tarde, las enseñanzas esotéricas que había recogido durante su larga experiencia, información privilegiada. Estos textos se reanudaron esencialmente, la Doctrina Martínez Pasqually. Último testimonio de una gran época pasada, Jean-Baptiste Willermoz hizo durante este período, una figura de patriarca y doctor místico de sus antiguos colegas y algunos nuevos seguidores que no le perdonó la deferencia del testimonio como una información privilegiada, curador de la doctrina antigua. Gracias a su primacía y profundo conocimiento doctrinal, Jean-Baptiste Willermoz mantuvo una confianza imperturbable en su propio juicio y pronunció sus consejos y recetas en un tono general, comentando, a veces con escepticismo y cierto espíritu de menosprecio, el comportamiento de sus parientes en su masónica esotérica u orientaciones.
Frágil, Jean-Baptiste Willermoz todavía se sentía aislado en este mundo de principios del siglo 19 y tuvo que ver la ruina de una empresa que le había costado tantas horas de trabajo, enfoques y esfuerzos. De hecho, la caída de Napoleón había sacudido de nuevo Rito Escocés Rectificado, que sobrevivió de alguna manera, gracias a los albañiles de Estrasburgo y Besançon.
En marzo de 1822, Jean-Baptiste Willermoz contestó el barón de Turckheim quien lo interrogó acerca de si todavía había Réaux Cruz. Esta respuesta es en cierto modo la última palabra:
"De todos los Réaux Cruz sabía específicamente, sigue siendo el punto de vivir. También sería imposible para mí no diré mi opinión. Aunque dudo que el momento actual es tal como para preparar, pero todos sabemos que el Todopoderoso lleno de amor y misericordia puede, si lo desea, dar lugar a piedras mismos hijos de Abraham."

LOS ÚLTIMOS MOMENTOS DE
JEAN-BAPTISTE WILLERMOZ

Antes de desaparecer, mientras que el Rito Escocés Rectificado sufrió un declive bastante dramática, Jean-Baptiste Willermoz preocupó legan por la voluntad y sus archivos secretos masónicos, todos sus manuscritos dolorosamente acumulado y se guarda una vez arriesgó su vida.
Señaló la CBCS Joseph-Antoine Puente como depositario de sus tesoros, con cierta preocupación, sin embargo, debido a que aceptó la condición sólo entonces decidir libremente si debía mantenerlos o divulgar o destruir, su depósito. La muerte de Jean-Baptiste Willermoz intervino 29 de mayo 1824.

En su libro Una mística Lyonnais: Jean-Baptiste Willermoz, Alice Joly nos dice que la gran multitud fue en su funeral que había sido preparado por su sobrino. Doce ancianos de la Caridad llevan antorchas y dieciocho sacerdotes oficiaron en la iglesia de San Policarpo, envuelto en negro. La tumba de Jean-Baptiste Willermoz se encuentra Loyasse cementerio, el cementerio más antiguo de Lyon.

Wednesday, October 28, 2015

Los Elus-Cohen - Christian Rebisse

Los Elus-Cohen


De “El Martinismo, Historia de una Orden Tradicional”

Por 



Louis Claude de Saint-Martin fue discípulo de Martínez de Pasqually. Este había creado, hacia 1754, la “Orden de los Elus-Cohen”. Martínez de Pasqually proponía a sus discípulos trabajar para su reintegración a través de la práctica de la teúrgia.
Esta ciencia se basaba en un ceremonial de gran complejidad, y aspiraba a lo que Martínez de Pasqually llamaba la reconciliación del “menor”, el hombre, con la Divinidad.
Esta teúrgia se basaba en la relación del hombre con las jerarquías angélicas. Los ángeles constituían, según Martínez de Pasqually, el único apoyo de que disponía el hombre después de su caída para conseguir la reconciliación (reintegración) con lo Divino.
Contrariamente a lo que se piensa, el Martinismo no es la prolongación de la orden de los Elus-Cohen y, con mayor motivo, Martínez de Pasqually no debe considerarse como el fundador de la Orden Martinista.
En 1772, incluso antes de haber concluido la organización de su propia orden, Martínez de Pasqually parte para Santo Domingo.
De ese viaje no regresará, pues muere en 1774. Después de la desaparición de Pasqually, algunos de sus discípulos continuaron la labor de difundir las enseñanzas dándoles un tono particular.
Entre esos discípulos se distinguen dos, Jean-Baptiste Willermoz y Louis-Claude de Saint-Martin. Jean Baptiste Willermoz, un ferviente adepto de la franc-masonería y de la teúrgia, entró en relación con la “Estricta Observancia Templaria” alemana. En 1782, con el congreso masónico que esta orden celebró en Wilhelmsbad,
J. B. Willermoz hizo integrar las enseñanzas de Martínez de Pasqually en los grados altos de esta orden, los de “Profeso” y “Gran Profeso”. Sin embargo, él no transmitió a esta orden las prácticas teúrgicas de los Elus Cohen.
Durante ese congreso, la Estricta Observancia Templaria cambió su nombre por el de los “Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa”. En cuanto a Louis Claude de Saint-Martin, abandonó la franc-masonería. Dejó a un lado la teúrgia, la vía externa, a favor de la vía interna.
En efecto, juzgaba que la teúrgia era peligrosa, y la invocación angélica la juzgó como poco segura cuando sale al exterior.
Por otro lado, se podría poner en boca de Saint-Martin la frase de Angelus Silesius que, en su poema Queribínico, dice:
  • “Alejaos, Serafines, ¡no podéis reconfortarme! Alejaos, ángeles, y todo lo que se puede ver relacionado con vosotros; yo me lanzo solo en el mar increado de la Deidad pura”.
La herramienta y el crisol de esta misteriosa comunión deben ser, según Saint-Martin, el corazón del hombre.
Quería “entrar en el corazón de la Divinidad, y hacer entrar la Divinidad dentro de su propio corazón”, y con este sentido es por lo que se llamó a esta vía, preconizada por Saint-Martin, la “vía cordial”.
La evolución en la actitud de Saint-Martin se debió en gran parte al descubrimiento de la obra de Jacob Boehme.
En su diario personal, dice:
  • “A mi primer maestro es a quien debo mis primeros pasos en la vía espiritual, pero es al segundo a quien debo los pasos más significativos que he conseguido dar”.
Enriqueció las ideas de su primer maestro y las de su segundo maestro para construir con ambas un sistema personal.
Louis Claude de Saint-Martin transmitió una iniciación a algunos discípulos escogidos. (1)
Recordemos igualmente que tampoco Louis Claude de Saint-Martin es, él mismo, el creador de una asociación que lleva el nombre de Orden Martinista.
Por el contrario, se sabe que se constituyó alrededor de él un grupo (sobre 1795) al cual algunos de sus amigos se referían como “Círculo íntimo”, “Sociedad de los íntimos”. Balzac, en “El lirio en el valle”, nos da testimonio de la existencia de grupos de los discípulos de Saint-Martin:
  •  “Amiga íntima de la Duquesa de Borbón, Mme. De Verneuil formaba parte de la sociedad santa cuya alma era M. Saint-Martin, nacido en Touraine, y llamado el Filósofo Desconocido. Los discípulos de ese filósofo practicaban las virtudes aconsejadas por las altas (especulaciones) de la iluminación mística” (2).
La iniciación transmitida por Louis Claude de Saint-Martin perduró hasta principios de siglo a través de diferentes filiaciones.
A finales del siglo XIX, dos hombres eran depositarios de esa iniciación:
  • El Doctor Gérard Encausse y Augustin de Chaboseau, cada uno para una filiación diferente. Examinemos rápidamente esas filiaciones.
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Notas
(1) No todos los historiadores del Martinismo están de acuerdo sobre este punto. Algunos consideran que Saint-Martin no ha transmitido iniciaciones en el sentido en el que se entiende habitualmente. Según ellos, es a Papus a quien hay que considerar como el creador de la Iniciación Martinista. Sobre esto, ver “Le Martinisme” de Robert Amadou, ed. De l’Ascèse
1979, Chap. IV. Hasta ahora, ningún elemento permite aportar un juicio definitivo en un sentido o en otro.
(2) “Le Lys dans la Vallée”, H. De Balzac, Nelson 1957, pág. 64.


El Hambre en el Desierto - Jacob Boehme

El Hambre en el Desierto

Según Jacob Boehme
Pierre Deghaye

El desierto que queremos evocar es aquel en que fue tentado Jesús. Recordemos el relato de Mateo, IV: "Entonces Jesús fue llevado del Espíritu al desierto, para ser tentado del diablo. Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, después tuvo hambre. Y llegándose a él el tentador, le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se hagan pan. Mas él respondiendo, dijo: Escrito está: No con sólo del pan vivirá el hombre, mas con toda palabra que sale de la boca de Dios".
La tentación de Cristo en el desierto es una verdadera prueba. Boehme la sitúa en paralelo con la prueba del desierto a la que Dios ha sometido a su pueblo, y que el capítulo VIII del Deuteronomio recuerda en estos términos: "Y acordarte has de todo el camino por donde te ha traído Yahvé tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, por probarte, para saber lo que estaba en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos. Y te afligió e hízote tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido; para hacerte saber que el hombre no vivirá de sólo pan, mas de todo lo que sale de la boca de Yahvé vivirá el hombre". En ambos casos, el desierto es el lugar en que se aguza el hambre. Pero, ¿de qué naturaleza es este hambre? ¿Qué alimento lo sacia? ¿Qué pan? No con sólo del pan vivirá el hombre, mas con toda palabra que sale de la boca de Dios. Ahora bien, esta palabra es en sí misma un pan. Es el maná caído del cielo, y el maná es un pan. Cuando lo deseamos, es de este pan de lo que tenemos hambre.
Según Boehme, Cristo tiene hambre, pero se alimenta durante su ayuno. Su hambre no es simplemente consecutiva a este ayuno. Según la letra de la Escritura, Cristo ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches, y después tuvo hambre. Para Boehme, Cristo tuvo hambre durante todo el tiempo pasado en el desierto. Y durante esos cuarenta días en los que fue tentado, rehusó el pan que le ofrecía el diablo mientras se alimentaba del maná celestial, que es el pan descendido del cielo (1). He aquí cómo Cristo sufrió la prueba del desierto impuesta a los israelitas. Los cuarenta años de Israel se convierten en los cuarenta días de Cristo.
Cristo tiene hambre del maná divino. El demonio quiere provocar en él otro apetito (2). ¿Qué alimento le propone? Un pan que no es nuestro pan cotidiano, que no es el fruto de la tierra. Es el pan del diablo, que es el producto de la magia. El deseo de este pan ardería, no sería ya la expresión de una necesidad natural. Sería el fuego que, cuando se apodera del hombre, le transforma a imagen del demonio.
En el desierto, Cristo es solicitado por ambos deseos. Debe escoger entre el pan de Dios y el pan del diablo. Se vuelve resueltamente hacia Dios. El hambre de Dios prevalece sobre el hambre del diablo. No obstante, antes de ganar esta victoria, Cristo sostiene un combate heroico. Él es lo que serán los hombres soldados de Cristo. Es el héroe (3), el caballero, hermano de aquel de Durero que luchará contra la Muerte y el diablo. Su victoria del desierto prefigurará la conseguida sobre la cruz y en la tumba.
Cristo es el primer hombre que sale victorioso de este combate. La prueba a la que se somete se repetirá en el alma de los hombres que irán tras él. El acontecimiento que se propone a nuestra meditación tiene así un valor de ejemplo. La victoria de Cristo sobre el diablo es la primera afirmación de la fe tras el bautismo. Boehme señala la relación entre el bautismo de Cristo y la prueba del desierto. El bautismo de Cristo será también el nuestro. Hablaremos, pues, del nacimiento del fiel a la verdadera fe. Este fiel sufrirá en sí mismo la prueba del desierto tras haber sido bautizado. Habremos de precisar la naturaleza de este bautismo, el nivel en el que se sitúa. Veremos cómo nos hace aptos para sufrir la prueba de los cuarenta días. Pero, para comenzar, recordemos brevemente cómo concibe Boehme la persona de Cristo.
En un estudio dedicado a María, madre de Cristo (4), hemos dicho lo que era Cristo en el espíritu del teósofo. El Cristo de Boehme es el hombre perfecto, es decir, el hombre habitado por Dios. Cristo no es Dios; es el nombre de Jesús lo que es Dios. El nombre de Jesús significa Dios bajo el aspecto de su amor. Cristo, hijo de María, recibe este nombre, que hace de él un hombre divino. Esto significa que, en él, la presencia de Dios se encarna en una substancia que es la naturaleza perfecta. El cuerpo glorioso de Cristo, absolutamente distinto del cuerpo grosero del que se ha revestido para venir entre nosotros, es la objetivación de esa naturaleza perfecta. Ahora bien, este cuerpo radiante de Cristo será también el de los creyentes que hayan nacido a la verdadera vida. Cristo es simplemente el primogénito de estos creyentes. En verdad, él lo es en la perfecta plenitud del cumplimiento humano. Hombre cumplido según la gracia que se ha encarnado en su cuerpo de luz, Cristo representa la naturaleza divina de la que los elegidos se hacen partícipes (5).
Cristo es hombre en los dos niveles de la humanidad que distingue Boehme (6). Por un lado, Cristo se ha revestido de nuestro cuerpo terreno. Boehme insiste mucho sobre este punto, es resueltamente hostil al docetismo que niega la realidad de este cuerpo en la persona del Salvador. Pero, por otro lado, Cristo es hombre según su cuerpo celestial. Esta doble humanidad será la de los creyentes que tengan el privilegio del segundo nacimiento.
Antes de su caída, Adán era, también, un hombre de dos niveles. Tenía un cuerpo celestial, aunque también un cuerpo como el nuestro. Pero este cuerpo no se hizo visible hasta después de la caída (7); fue la turbada desnudez sobre la que se fijaron los ojos de Adán y Eva. Antes existía, pero no era visible, pues la luz del otro cuerpo impedía que se manifestara. Una vez perdido el cuerpo de luz, apareció el cuerpo tenebroso.
Cristo es dos veces hombre, como Adán antes de su trasgresión. Cristo es literalmente el segundo Adán. Como él, tiene dos cuerpos. El problema consiste en saber cuál de los dos prevalecerá, el cuerpo grosero o el cuerpo glorioso. Para Adán, fue el primero. Para Cristo, será el segundo. Ahora bien, esto no puede determinarse más que tras una prueba. Para Boehme, no hay santidad que sea dada entera y de manera definitiva. La santidad es el fruto de una vocación, debe ser ganada (8). Cristo no es una excepción. Debe elevarse a la santidad a la que está llamado. No la realizará más que al término de una serie de pruebas. La tentación del desierto es la primera de esas pruebas que Cristo deberá afrontar.
Adán ha sido probado, pero sin embargo no ha triunfado. Sufrió una única prueba, que era la tentación que emanaba del demonio, representado por la serpiente. Según la letra de la Escritura, la tentación de Adán se produjo tras el nacimiento de Eva. Para Boehme, es anterior. El verdadero pecado de Adán se consuma en el momento en que se abandona al sueño, y el nacimiento de Eva es su consecuencia. En cuanto a la tentación, duró todo el tiempo de su estancia en el paraíso. Este tiempo, dice Boehme, fue de cuarenta días (9). Vemos la similitud entre la tentación de Adán por la serpiente, que ha obrado sobre sus pensamientos desde antes del nacimiento de Eva, y la tentación de Cristo por el demonio en el desierto. Son dos pruebas de las que el número cuarenta atestigua su analogía. Boehme pone de hecho a Cristo en la situación del primer hombre. Esto ha podido indignar, tanto más cuanto que la teología protestante de la época ponía con gusto el acento sobre la Divinidad de Cristo (10). Ahora bien, en el espíritu de Boehme, Cristo es una criatura, como Adán. Si Cristo hubiera sido Dios, ¿cómo Dios se podría tentar a sí mismo? (11)
Cristo es una criatura, pero con los dos cuerpos del hombre, uno mortal y otro que es el templo de Dios. El alma humana es el lugar en que coexisten las dos naturalezas representadas por estos dos cuerpos. Por un lado, se fija en la materia del cuerpo grosero, y, por otro, se encarna en el cuerpo de luz. Ser hombre es poseer esta alma. Por ello, cuando Boehme habla de la humanidad de Cristo, no piensa tan sólo en nuestro cuerpo mortal, sino principalmente en esa alma humana con la que nace el hijo de María y que es verdaderamente la nuestra. Es un alma sensible como la nuestra. De lo contrario, ¿cómo habría podido decir Cristo que su alma estaba triste hasta la muerte? (12) Sin embargo, esta alma humana se encarna en un cuerpo de luz, que es el templo de Dios.
Cristo es pues plenamente hombre según todas las virtualidades que ello implica, pero también con todas las obligaciones que se desprenden. Como todo hombre, Cristo debe cumplirse asumiendo las pruebas que le son impuestas. Cristo deberá librar combates y ganar victorias, sin lo cual el hombre no podría responder a su vocación profunda. Cristo es el primero de todos los caballeros, y su Sabiduría ceñirá la frente del vencedor (13). Su carrera será ejemplar para todos los hombres.
Estos combates se producen en el infierno. Pero, ¿dónde está el infierno? Está en la raíz del alma humana, de toda alma humana. Revistiéndose del alma humana, Cristo se preparó para descender al infierno (14). Desde entonces, estaba volcado al combate heroico contra las potencias del infierno. Combatir es afrontar pruebas en diferentes grados. La primera de estas pruebas es la tentación del desierto. Ella prefigura la Pasión y la muerte de Cristo. Corresponde a la única prueba sufrida por Adán, pero de manera negativa. Cristo ha vencido en el mismo momento en que cayó Adán.
Preguntémonos ahora qué se le había prometido a Adán y no se realizó a causa del pecado, pero que será dado al Cristo victorioso. Adán debía engendrar un hijo incluso aunque Eva todavía no hubiera nacido (15). Este hijo debía ser a semejanza de su padre según su naturaleza celestial. Sólo por él, Adán debía engendrar a su semejante según un modo espiritual de generación. Para distinguir este nacimiento del nacimiento del hijo concebido por la mujer, Boehme lo designa como un nacimiento sin desgarro. Todo ser engendra a su semejante según su naturaleza, celestial o terrenal (16). El Adán celestial habría engendrado a un ángel, según su naturaleza angélica. Reducido a su naturaleza terrenal, Adán engendrará a Caín. El ángel que hubiera salido de Adán si éste hubiese pasado victoriosamente la prueba de los cuarenta días nacerá, a pesar de todo. Será el fruto del alma humana regenerada. Será el hombre nuevo engendrado según la maternidad del alma.
Este hombre nuevo será Cristo. Sin embargo, el nacimiento de Cristo es doble. Por un lado, es un nacimiento físico, según la naturaleza terrenal del hombre. Boehme no es totalmente doceta, para él Cristo nació de una verdadera mujer. Por otro, el nacimiento de Cristo es un nacimiento espiritual. Cristo es engendrado por la Sabiduría, que ha establecido su trono en la persona de María. Debido a este nacimiento superior, Cristo es desde su concepción el hombre nuevo. Pero, cuando llega a la tierra, se halla en la situación de Adán, pues participa de los dos mundos. ¿Se mantendrá en el mundo celestial? ¿No se ensombrecerá en el mundo inferior? La pregunta se plantea en los mismos términos que con respecto a Adán.
Cristo es el segundo Adán. El trayecto que recorrerá se concibe ante todo por analogía con el de Adán, que le precede. Pero es también la carrera ejemplar para todos los hombres por venir. Y, en esta última perspectiva, aparece una diferencia. Adán y Cristo nacen con un cuerpo celestial y con un cuerpo terrenal. Ambos cuerpos les son dados simultáneamente. Representan dos nacimientos que se cumplen en el mismo momento, que cronológicamente no son sino uno. No ocurre lo mismo con los hombres que deberán imitar a Cristo. Sus dos nacimientos serán espaciados. Nacerán primero con un cuerpo terrenal, y después una segunda vez con un cuerpo celestial. El nacimiento según el Espíritu será para ellos verdaderamente un segundo nacimiento. Una vez nacido de la Sabiduría en el momento mismo de su primer nacimiento, Cristo, al parecer, no tiene necesidad de nacer de nuevo. Sin embargo, la carrera que va a cumplir se presenta según la perspectiva de un segundo nacimiento. Será así ejemplar para los hombres. Pero, ¿puede hablarse también de un segundo nacimiento en cuanto a Adán? Cabe pensar que el nacimiento del hijo de Adán según el Espíritu, si se hubiera producido en vida de su padre, habría sido de hecho un segundo nacimiento. En efecto, en el nivel del Espíritu, engendrar es engendrarse a sí mismo. Por la generación de este hijo, Adán se habría cumplido a imagen de la Divinidad, que se engendra en el Hijo. Aunque creado, como Cristo, con un cuerpo celestial, ¿Adán no debía nacer de nuevo para que ese cuerpo fuera verdaderamente soberano? Parece que todo hombre, incluso Cristo, debe engendrarse una vez nacido. Adán no podía escapar a esta ley: toda vida creada debe recrearse para devenir una vida imperecedera. De hecho, Adán renace en Cristo. La generación que debía cumplirse durante su vida es diferida. Adán muere, y su segundo nacimiento será en Cristo. Pero el segundo nacimiento de Cristo no se cumplirá sino tras su muerte. El verdadero segundo nacimiento de Cristo es su resurrección.
Cristo es verdaderamente hombre. Esto significa que se ha revestido del alma humana, de la nuestra. Esta alma comprende el cielo y el infierno. El cielo es la sustancia en la que el alma es llamada a encarnarse para convertirse en el cuerpo del Espíritu. El cielo es el alma exaltada. Pero en la raíz del alma se halla la gehena (17). El movimiento del alma, cuando es positivo, va del infierno al cielo. Nacemos todos en el infierno, y no nos incorporamos a ese cielo, que es nuestra carne, hasta que nacemos de nuevo.
¿Nació Cristo en el infierno? ¿es el seno de María el infierno? Hay dos madres en María. Por un lado, María se identifica con la Sabiduría descendida sobre ella. La Sabiduría está en la matriz de agua viva que el ángel Gabriel ha animado con su aliento en la persona de María. Esta matriz es el cielo oculto bajo la carne mortal (18). Ella es esa otra carne de la que se alimentará el cuerpo celestial de Cristo. Por otro lado, María es una madre mortal que concibe en una matriz de carne vil. El hijo engendrado por esta madre mortal es como uno de nosotros.
El niño nacido de María tiene un alma humana. Verdaderamente, en toda alma está el cielo, esa quintaesencia que, desprendida de la ganga terrestre, puede producir un cuerpo celestial. Sin embargo, el cielo no es en principio más que la semilla hundida en la tierra y que deberá elevarse. Y en la raíz del alma arde el fuego de la gehena. Mientras el cielo no salga de la tierra, el alma humana no será sino ese fuego oscuro. No será sino la naturaleza tenebrosa que se identifica con el infierno. En el primer comienzo de la naturaleza está el infierno. La naturaleza es el cuerpo. Pero, antes de ser el cuerpo, la naturaleza es el alma. Comprendemos así por qué Boehme dice que, habiéndose revestido del alma humana, Cristo descendió al infierno.
El encuentro con el diablo no se produce solamente en el desierto. Es el hecho primordial de la carrera terrenal de Cristo. No puede decirse que en el desierto el diablo venga desde el exterior al encuentro con Cristo. Está presente en el trasfondo de su alma humana. Es ahí donde se libra el combate. Lo que está en juego en este combate es un segundo nacimiento. El alma humana de Cristo debe transformarse para ser el cuerpo del Espíritu (19). La paradoja consiste en que, por un lado, Cristo parece nacer con ese cuerpo de luz, y, por otro, debe renacer. Es una contradicción que la simple lógica no podría solucionar. La prueba del desierto se presenta pues en la perspectiva de un segundo nacimiento. Es el combate heroico contra el principio del mal. Cristo triunfará y el segundo nacimiento será el fruto de su victoria. No obstante, para que Cristo pueda vencer, es preciso que Dios obre en él. Está en juego el alma humana de Cristo. Pero la sola fuerza del hombre no podría triunfar sobre el infierno. Gracias a la virtud infusa en él durante su bautismo, Cristo será lo bastante fuerte como para enterrar al dragón. Por esta virtud actuará Dios en él. He aquí la razón de que la prueba del desierto y el bautismo en el agua del Jordán sean dos acontecimientos que deben ser considerados conjuntamente.
El bautismo de agua recibido por Cristo no es simplemente un acto de obediencia. Tiene una eficacia real sobre su persona. Se presenta bajo dos aspectos. Primero es el bautismo de arrepentimiento, el dado por Juan. Es el baño de regeneración que lava al alma de sus manchas. Cristo necesita de este bautismo. El alma con la que llegó a la tierra debe ser purificada. Revistiéndose del alma humana, Cristo se hace cargo de todo el pecado con que ella, en su universalidad, está mancillada. Cristo toma sobre él el pecado del mundo. Para Boehme, esto significa que se hace plenamente culpable (20). Cristo no hace más que sustituirse a todos los hombres pecadores para sufrir en su lugar la cólera de Dios, para pagar su deuda tolerando un sufrimiento que sólo él podía soportar. Cristo es él mismo la persona que ha cometido el pecado de todos los hombres. A este título se da a la cólera del Padre. Su arrepentimiento representa la plena medida de la penitencia que los hombres deberán asumir después para ser, como él, regenerados.
El bautismo del Jordán es ejemplar. Los hombres lo recibirán después de Cristo. No obstante, y Boehme lo indica, este verdadero baño de regeneración no será el bautismo administrado por los sacerdotes. No será el sacramento material (21). Pero el bautismo de Cristo no es solamente el bautismo de arrepentimiento o el baño de regeneración. Dado en lo invisible, se asocia al bautismo recibido por los discípulos el día de Pentecostés. Es el bautismo de agua, pero también el bautismo de Espíritu y de fuego. En el pensamiento de Boehme, los dos se confunden en el mismo plano de lo invisible. El bautismo recibido por Cristo y el que dará a sus discípulos son un solo y mismo bautismo. Cristo recibe este bautismo único, y por él se comunicará. El bautismo de Cristo es pues, a la vez, el que purifica y el que da el Espíritu de Dios. Gracias a este don, Cristo podrá asumir las pruebas a las que debe someterse. El don del Espíritu hace de Cristo un soldado, pues le da la fuerza y el coraje.
La fuerza no es la violencia. La fuerza está en la dulzura del agua. Es la virtud nutritiva del agua, que fortifica el corazón. No se trata aquí del agua visible. El agua del bautismo es el elemento primordial. Es la sustancia perfecta habitada por la Sabiduría. Este agua es el cielo (22). Esta preciosa sustancia será llamada la carne de Cristo. Sin embargo, es anterior a la llegada del hijo de María a este mundo, puesto que la recibe en el momento de su bautismo. El agua del Jordán es el cielo. Es la carne espiritual de la que se alimenta el hombre de deseo, y la que le engendra. La maternidad del alma según la Sabiduría en el seno de María se renueva en la maternidad del agua. En virtud de su bautismo, Cristo es engendrado por segunda vez. Saliendo del agua del Jordán, Cristo nace de lo alto. Pero este segundo nacimiento no se cumple en tal momento. Por la gracia del bautismo, el alma nueva no ha nacido sino a medias (23). Lo que es dado al alma es la fuerza de convertirse. El segundo nacimiento se constituye en las pruebas.
El bautismo de Cristo no sólo da la fuerza. Despierta también el deseo (24). Ambas cosas son una. En efecto, la fuerza reside en una substancia de la que el alma se alimentará para hacer su propia carne. Sin embargo, el bautismo no dispensa de este alimento de manera habitual. Dios no lo da aún más que para hacer que se desee. El nacimiento del deseo es el de la verdadera fe. El bautismo de Cristo es el despertar del deseo. El bautismo da a Cristo el hambre que le salvará en el desierto. La gracia del bautismo es este hambre. La fuerza de Cristo está en su deseo. Sin embargo, este deseo debía serle dado por Dios. Sólo el deseo dado por Dios es substancial. Ésta es la razón profunda por la cual Cristo debía ser bautizado.
Para Boehme, el deseo es la fuerza primordial. Su teosofía es esencialmente una cosmogonía que se desarrolla en lo invisible. Ahora bien, en el origen del primer mundo, que es el de la naturaleza eterna, hallamos el deseo. La voluntad divina se convierte en deseo, y entonces se forma ese mundo de la naturaleza eterna en el que Dios se manifestará. El comentarista de Boehme podría escribir: En el principio era el Deseo.
La naturaleza eterna es un viento que se convierte en un cuerpo perfecto. Este viento es un alma a la que Boehme llama el alma eterna. Esta alma primera y universal es el modelo de todas las almas futuras, luego también del alma humana revestida por Cristo. Pero, ¿qué es esta alma? Es el deseo. El ciclo septiforme por el cual se constituye el alma eterna es, en su integridad, el ciclo del deseo. En este movimiento en siete grados, Dios se revela a sí mismo, así como se dará a conocer a la criatura. Ahora bien, para manifestarse plenamente, Dios se busca. Dios no se revelará verdaderamente hasta que se haya encontrado (25). La búsqueda de Dios por sí mismo se manifiesta en su deseo de la violencia del fuego devorador, y después en la dulzura del agua. La búsqueda de Dios por parte del hombre, que es también la del hombre por sí mismo, será a imagen de estos dos deseos. Primero es un hambre insatisfecha y dolorosa; después es un hambre dulce y dichosa. El ciclo septiforme implica dos fases, una tenebrosa, otra luminosa, que se corresponden con los dos deseos. El primer deseo es un fuego negro y atormentado, el segundo es una llama clara y tranquila. El paso de uno a otro se hace según lo que puede llamarse la peripecia del deseo. Hay que saber que bajo estos dos aspectos contrarios se manifiesta el mismo deseo. El primer deseo es un fuego devorador. En la Biblia, esta expresión se aplica al Dios indignado, pero Boehme la emplea también para hablar del fuego de la gehena. En su forma primera, el deseo es una voracidad que, alimentándose de sí misma, se exaspera sin cesar por no ser sino un furioso torbellino. Este deseo no engendra más que su propio abismo generador de tinieblas y de terror. No obstante, se produce una conversión en el ciclo primordial, una metanoia semejante a aquella que se producirá en el hombre en el umbral de la vida nueva. Es la conversión del deseo. El fuego oscuro se transforma en luz.
Pero, ¿qué es ese fuego tenebroso? Es un fuego que no alumbra, es decir, que no proyecta ninguna claridad. En cuanto a la luz que brilla en la segunda fase del ciclo, es una llama que no se extingue. El fuego que arde sin alumbrar es el símbolo del deseo jamás saciado. La llama que ilumina y que jamás se extingue es el deseo eternamente colmado. La primera fase del ciclo de la naturaleza eterna produce un fuego, el del infierno. Este fuego devorador es ante todo la expresión de la cólera divina. Pero también es el de la gehena. El infierno, que representa el castigo según la justicia, será uno con la cólera de Dios. Así, en su forma primitiva, el deseo, que es el fuego de la naturaleza, se relaciona a la vez con esta cólera divina y con las angustias de las que es la causa en el reino de Satán. La segunda fase del ciclo es luminosa. La luz es sinónimo del amor. A la cólera de Dios se opone su amor, simbolizado por el nombre de Jesús dado al hijo de María. Al deseo engendrado según la cólera sucede el deseo de amor.
El fuego se torna luz. En el agua nace la luz. La dulzura del agua primordial debe imaginarse como un aceite, en razón de la violencia del fuego devorador. El furor se transforma en una fuerza tranquila y expansiva. No obstante, el agua retiene al fuego, que se mira en ella. La fuerza extrema es destructora, no crea substancia duradera. Por el contrario, la dulzura da la substancia, y por ello el agua es nutritiva. El agua da al fuego un cuerpo, que le fija y en el cual brillará con el resplandor de la luz. Esta expansión es la del verdadero deseo. Por el agua del bautismo, el deseo, que era un fuego devorador, cambia de naturaleza. En virtud del agua, el deseo deviene substancial. Toma cuerpo en lugar de cavar siempre su propio abismo. Es la fe que se encarna en un cuerpo de luz. El deseo se implanta en ese cuerpo radiante. Se fija al renovarse eternamente. Subsiste, pues es eternamente saciado. La substancia está en su permanencia.
El cuerpo radiante que aparece en el último grado del ciclo primordial, el séptimo, es el cuerpo del deseo. En el hombre, será el cuerpo de la fe. Este cuerpo posee una carne, que se llama la carne celestial, y que es el pan de los ángeles. El deseo, que le hace nacer eternamente, es el hambre de esta carne. Será el verdadero hambre de Cristo en el desierto. El deseo de amor será la fe de los fieles, que se encarnará en esta carne celestial. El cuerpo glorioso de los hijos de Dios será su deseo de amor, que no se hará carne. El fin de toda vida espiritual será esta encarnación de la fe. El ciclo de la naturaleza eterna se repite en las almas humanas. O bien se prosigue hasta su término, y el alma se cumple según todas sus virtualidades, o bien el hombre desanda su camino. Entonces el infierno que debía abandonar se reafirma sobre él y lo engulle. El alma que se libera del infierno desaparece en su deseo de amor. Come el pan de los ángeles. En ella, la alegría ha vencido al terror. Por el contrario, el alma que cae en su fondo tenebroso será torturada eternamente por un deseo que jamás se fijará en una verdadera substancia. Jamás tal alma se establecerá verdaderamente en un cuerpo. Será eternamente errante. Esta alma tenebrosa será a imagen de su deseo: se asimilará a los demonios, que no poseen cuerpo porque son incapaces de encarnarse. Su hambre jamás será saciada, será el hambre del diablo.
En un momento dado del ciclo septiforme, que se sitúa en el cuarto grado, todo se juega para el alma. Ella se ubica entre dos deseos, y debe escoger. Es la elección que se impuso a Cristo en el desierto. Cristo escogió el pan de Dios, pues tuvo hambre de este pan. Rechazó el pan del diablo. La gracia del bautismo había dado a Cristo el gusto por el pan celestial. Se despertó así en él el deseo de amor. Sin embargo, el hambre que sintió se convertiría en habitual. Tras la prueba del desierto, Cristo comerá eternamente de este pan celestial. Se incorporará este alimento, que será su propia carne. Él mismo será el pan de Dios, que se ofrecerá a los hombres. A partir de entonces, el pan celestial se llamará la carne de Cristo. No obstante, esta carne existe desde toda la eternidad.
Hemos hablado del hambre de Cristo. Nos queda por explicar el significado del desierto. En primer lugar, el desierto es el lugar donde se produce el enfrentamiento entre los dos deseos según el alma humana de Cristo. El desierto es a la vez el lugar frecuentado por el demonio y el lugar del cumplimiento. ¿No es el Espíritu Santo quien conduce a Cristo al desierto? En la Biblia, el desierto aparece bajo dos aspectos que aquí volvemos a encontrar. Por un lado, es un lugar de desolación. Por otro, el desierto es el espacio de la prueba salvadora. Gracias a la prueba del desierto se bautizan las almas. Pero la soledad del desierto significa además otra cosa.
Acabamos de evocar lo que hemos llamado la conversión del deseo en el ciclo primordial de la naturaleza eterna. Esto significa que a un primer deseo, que es un fuego devorador, sigue otro deseo, que se encarna en un cuerpo de luz. El fuego se convierte en luz. La misma conversión del fuego en luz marcará en el alma humana el principio del segundo nacimiento. Con la luz, brota la verdadera vida. La vida y la luz son uno. Ahora bien, nacer a la verdadera vida es, ante todo, morir. El nacimiento de la luz es la muerte del fuego. En verdad, en el pensamiento de Boehme, la muerte jamás es la cesación de toda vida. ¿Cómo sería posible, si antes de la muerte la vida no existía propiamente hablando? De la muerte nacerá la vida. La verdadera vida se engendra bajo la apariencia de la muerte. Sin embargo, hay una realidad en la muerte, hay un fuego que muere para que otro nazca. El fuego que muere es el primer deseo. Su violencia cae de golpe cuando llega a su paroxismo. Es la peripecia del deseo. En lo más fuerte de su furor, el deseo se niega repentinamente. El torbellino cesa. Justo antes, la chispa ha estallado. Las tinieblas se han rasgado. Y ahora el fuego negro da lugar a la luz. La naturaleza se hace luminosa, y con la luz es otro deseo el que asciende en ella. Es el deseo de amor.
En la criatura, el primer deseo es la voluntad propia. Esta voluntad no se nutre más que de sí misma. Sin embargo, no es capaz de establecerse en sí misma. Siempre entra en sí misma, pero siempre se pierde en su propio torbellino. Por otra parte, en un mundo creado donde reina la multiplicidad, toda voluntad que no se afirma sino por sí misma es indudablemente discordante con respecto a las demás. No puede encarnarse en una verdadera substancia, que no podría ser solamente la suya, pues es universal. Jamás se fijará en una carne que sea un símbolo de vida imperecedera. Por más que se fije, que se endurezca, no engendra sino un cuerpo perecedero. Para que la criatura se cumpla, es necesario que su voluntad propia se niegue y que se abandone totalmente a otra voluntad, que es aquella de la que procede la vida universal en el nivel del Espíritu. No es verdadera substancia más que en esta universalidad, que es la plenitud. La criatura que quiere no existir más que por sí misma jamás será substancialmente ella misma. Jamás accederá al ser substancial. Para que la criatura nazca a la verdadera vida, que es la vida substancial manifestada en un cuerpo de luz, es preciso que la voluntad propia desaparezca a imagen del fuego que muere. En el vocabulario de la teología mística alemana, este abandono se traduce con la palabra Gelassenheit. Boehme escribió un tratado titulado Del verdadero abandono, Von der wahren Gelassenheit. Es significativo que el estado de perfecta sumisión a la voluntad divina sea puesto en relación con la prueba del desierto sufrida por Cristo (27).
La soledad del desierto es para Cristo un estado de total renuncia. Pero renunciar no es solamente estar desapegado de los bienes de este mundo. Es esencialmente negar toda voluntad propia para entrar en la voluntad de Dios (28). Renunciar es renunciarse para abandonarse plenamente a Dios. Mediante este abandono, Cristo se alimentó: "Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado". He aquí, pues, el alimento con el que Cristo se sació durante los cuarenta días pasados en el desierto (29). Evocando de nuevo la tentación de Cristo en el desierto, Boehme habla del alma que entra en la Nada (30). ¿Qué es la Nada? No es del todo el abismo tenebroso. La Nada es la virginidad del ser previa a todo estallido. El deseo de amor es referido a la claridad primera que todavía no se ha oscurecido en un nacimiento, a la pureza del ser que todavía no dice yo. Aboliendo su existencia propia, muriendo a sí misma, el alma se torna totalmente disponible para nacer de nuevo, como si jamás hubiera nacido. Recobra su virginidad de alma increada para unirse con la voluntad divina primordial, anterior y trascendente a toda naturaleza. La soledad del desierto deviene el símbolo de esta perfecta denudación del alma. El tiempo de la prueba sirve para confirmarla. Tal es el sentido profundo de los cuarenta días del desierto.
El desierto, en Boehme, es infinitamente más que un lugar terrestre. Es un lugar del alma, que designa un estado en un momento determinado del devenir espiritual. La vida de Cristo se cumple como la de los hombres que vendrán después. Ella será el modelo. En la carrera terrenal de Cristo, la prueba del desierto reviste un gran significado. Si Cristo hubiera seguido las sugestiones del demonio, habría cambiado las piedras en pan. Este pan habría sido únicamente el producto de su voluntad propia. No hubiera sido ni el pan de la tierra que Dios nos da cada día, ni el pan celestial con que Dios sacia el alma. Hubiera sido un pan maldito.
Según una idea que, en Boehme, recuerda a Paracelso, el hombre lo puede todo por la virtud de su imaginación. Sin embargo, este poder se ejerce tanto para lo mejor como para lo peor. Para Boehme, y también para Paracelso, la imaginación no es simplemente productora de fantasmas, como se entiende en nuestros días. En el espíritu del teósofo, la imaginación, el deseo y la fe son inseparables.
La voluntad se manifiesta por el deseo. La fuerza del deseo hace la fe. Ella actúa en nuestros pensamientos. Ahora bien, para Boehme, nuestros pensamientos engendran una realidad, buena o mala. Dios mismo crea en sus pensamientos y por ellos. Dios creando en sus pensamientos es Dios desplegando su imaginación. Imaginar es producir una imagen. Ahora bien, todo lo que Dios crea se ofrece a nuestra percepción como una imagen que no es un simple reflejo, sino la realidad. Todo lo que decimos real está en una imagen producida por la imaginación divina. Toda realidad surge de la imaginación de Dios. Pero el hombre también crea una realidad que imagina. La crea por la fuerza de su deseo, que es su fe. Para Paracelso, todo hombre puede por su fe, es decir, por la eficacia de su deseo, desplazar montañas. Sin embargo, la fe que no obedece a la voluntad de Dios es malvada (31). Igualmente, para Boehme, existen dos clases de fe y dos clases de deseo: una es de Dios, la otra es perversa.
Toda realidad se engendra por el deseo. Esto significa que la magia está en el origen de toda creación. El mundo ha nacido de la magia divina. El hombre también ejerce su magia. Su deseo se llama fe. Si es suficientemente fuerte, será la fe que mueve montañas. Ahora bien, esta fe puede estar al servicio de una magia perversa, cuyo fruto será el pan del diablo. Cuando la fe actúa bajo el imperio de la voluntad propia, es condenable.
Hay para Boehme dos reinos que son simétricos: el reino de Dios y el reino de Satán. En cada uno de ellos se ejerce un culto. El diablo tiene sus adoradores, como Dios tiene los suyos. Hay así una fe que está consagrada a Dios y otra dedicada a Satán. Usando de su fe para transformar las piedras en pan, Cristo no habría satisfecho más que su propia voluntad. Se habría desviado de Dios. Se habría convertido en un mago, en un nigromante al servicio de Satán. En el desierto, Cristo escogió entre dos formas de fe, es decir, entre los dos reinos. En sí misma, la soledad del desierto podía ser de uno o de otro. Representa el estado de extrema pobreza en el que el hombre podrá ser tanto un asceta nigromante hijo de Satán como un niño de Dios. En sí, la soledad del desierto es tanto el ayuno del hechicero como el verdadero ayuno del alma, que es uno con el hambre de Dios. Para Cristo, la vacuidad del desierto será el lugar de la presencia divina. Más tarde, Cristo producirá panes en el desierto, y los hombres se saciarán. Será el milagro de la multiplicación de los panes. Pero Cristo no hará milagros más que tras haberse sometido totalmente a la voluntad divina. La prueba del desierto confirma esta entera sumisión, ya manifestada por el deseo de recibir el bautismo. Cristo multiplicará los panes en virtud de la verdadera fe. Ya no serán las piedras lo que Cristo transformará en pan. Las piedras son el símbolo de la materia grosera y perecedera, y el pan así fabricado habría sido mentiroso, como todo lo que produce el diablo. Es la propia persona de Cristo lo que será cambiada en pan. La fe nos transforma en el objeto de nuestro deseo. Cristo se convirtió en el pan de vida. Es su propia carne lo que ofrecerá a los hombres. Por su deseo de amor, Cristo se hizo capaz de transmitir el maná con el que se alimentó en el desierto. No solamente ha sido juzgado digno de recibirlo de manera habitual, aunque su ingestión se haya interrumpido; más aún, se ha convertido en su cuerpo. Desde entonces, es en este cuerpo como se dispensa a los hombres. Decía el diablo: "Si eres el Hijo de Dios, haz que estas piedras se cambien en pan". Pero es porque Cristo, según su alma humana, se ha convertido realmente en hijo de Dios, que puede producir el pan. Mas es para ofrecerlo a los hombres como don de sí. La verdadera fe no se afirma más que en el don de sí.
Hemos explicado el tema del hambre en el desierto en Jacob Boehme situándolo en su contexto, que es el de la teología mística. Se inserta en la idea de segundo nacimiento, que está en el centro de esta teología cuando es de origen cristiano. Lo usual de Boehme es referir la idea de segundo nacimiento al propio Cristo, haciendo del hijo de María ya no el Hijo de Dios en el sentido de las teologías dogmáticas, sino el modelo de todo hombre que deberá nacer de lo alto. Cristo es en su persona el sujeto de este segundo nacimiento sobre el que instruye a Nicodemo en el Evangelio johánico: "En verdad, en verdad te digo, nadie, si no nace de nuevo, puede ver el reino de Dios" (32). Ahora bien, el privilegio del nuevo nacimiento no se otorga gratuitamente. Es el fruto de la fe que se encarna en un cuerpo nuevo. Pero Dios no nos da esta fe más que probándonos. Cristo se somete a las pruebas que los hombres sufrirán tras él cuando sean penitentes. La penitencia de Cristo comienza en su bautismo de arrepentimiento. Prosigue en el desierto. La penitencia es una conversión. El penitente se vuelve hacia Dios. Manifiesta su deseo de unirse a Dios. La prueba del desierto asumida por Cristo lo unió a Dios de manera indefectible. La criatura será justificada por la penitencia. Ahora bien, para el teósofo, la justificación no es una simple declaración en virtud de la cual seríamos redimidos sin ser realmente transformados. Boehme lo señala precisamente recordando la prueba del desierto (33). Cristo da el ejemplo de la transformación radical y substancial del ser, sin la cual no podría haber verdadera vinculación con Dios.
El fruto de la prueba del desierto es el hambre verdadero de Dios, que es el signo de esta vinculación. Tener hambre de un alimento es desearlo. Pero, si deseamos un bien, ¿no es porque estamos privados de él? No, esto no es verdad del deseo de amor, que es el hambre verdadero y un deseo eternamente saciado. El verdadero hambre de Dios es el deseo de un bien que ya hemos recibido. Dios lo ha implantado en nosotros para que lo gustemos. Lo que importa es que mantengamos su sabor, que no nos hagamos insensibles a él por infidelidad. Pero, cuando hayamos sufrido victoriosamente la tentación del desierto, estaremos seguros de no perder ya ese gusto. El bien que Dios nos dispensa para hacernos desear el deseo de amor es la gracia. Para Boehme, la gracia no es solamente un favor. Es verdaderamente una substancia que nos incorporamos, que deviene en nosotros una carne absolutamente distinta de nuestra carne envilecida. Esta substancia es la naturaleza divina, de la que nos hacemos partícipes. El elegido cuya gracia se ha convertido en carne es un hombre divino, es decir, un hombre acostumbrado substancialmente a Dios. Tal como lo vemos en el desierto, Cristo, hijo de María, está en trance de devenir ese hombre divino. Deviene plena y definitivamente participando de la naturaleza divina por el hambre de Dios, que le ha sido infundida en el bautismo y que debe resistir a los asaltos del demonio.
Antes de su bautismo, Cristo ya era un hombre divino, pues según su nacimiento superior ha sido engendrado por la Sabiduría en el seno de María. Sin embargo, ha llegado al mundo con dos cuerpos, como Adán. Deberá definitivamente triunfar de su cuerpo grosero y no ensombrecerse proyectando sus pensamientos sobre él, como hizo Adán. Cristo debe confirmar su divino nacimiento. De hecho, debe renovarlo. Cristo ha nacido hombre divino al mismo tiempo que hombre según nuestra carne vil. No obstante, debe convertirse verdaderamente en ese hombre divino por medio de un nuevo nacimiento. Ésta será su verdadera encarnación. Cristo se convertirá en hombre en la plenitud de la humanidad. Es esta encarnación en una carne espiritual lo que significa la palabra Menschwerdung.
Al mismo tiempo que reviste nuestro cuerpo terrenal en el vientre de una mortal, Cristo se encarna una primera vez en la matriz de agua viva que es la morada de la Sabiduría en María. Se hace hombre, es decir, un hombre celestial separado del hombre terrenal. Pero esta encarnación se renueva. Una segunda vez, Cristo se hace un hombre de luz. Se encarna en un cuerpo glorioso. Esta vez, será definitivamente el templo de Dios habitado por la Sabiduría. Ya no estará expuesto a la caída como Adán, que, creado él también con un cuerpo glorioso, no lo mantuvo porque no asumió la prueba de los cuarenta días. La Sabiduría abandonó a Adán. Permanecerá eternamente unida a Cristo.
El demonio dice a Cristo: "Si eres Hijo de Dios, ordena que estas piedras se cambien en pan". Cristo nace Hijo de Dios en la matriz de agua viva. Pero debe llegar a serlo. Ciertamente, no lo será en el sentido en que lo entiende el diablo. Para éste, ser Hijo de Dios es ser Dios y ejercer un poder ilimitado. Lucifer también era Hijo de Dios y quiso ser Dios. Cayó de la naturaleza divina, de la que era plenamente partícipe, pero sin ser Dios, pues ninguna criatura podría ser Dios. En cuanto a Cristo, ocupa el trono abandonado por Lucifer y sobre el cual fue después instalado Adán, que no pudo mantenerlo. Cristo se consolidará en este trono convirtiéndose plenamente en el Hijo de Dios que es por anticipado.
Para Cristo, ser Hijo de Dios es ser niño de Dios y hacer oblación de su persona. Es ese sacrificio lo que se cumple en el desierto. Será consagrado en la cruz.

NOTAS:
1. Vom dreyfachen Leben, V, 143. Para las obras de Boehme, nos referiremos a la edición de Will-Erich Peuckert, facsímil de la edición de 1730, Stuttgart, Fr. Fromann, 1956.
2. Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (De signatura rerum), VIII, 52-53.
3. Zweyte Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 269.
4. Marie dans l’oeuvre de Jacob Boehme, Cahiers de l’Université Saint Jean de Jérusalem, N° 6, 1980.
5. Según 2 Pedro, I, 4.
6. Mysterium Magnum, LX, 4.
7. Ibid., XXI, 15.
8. Von den drey Principien, XI, 27.
9. Mysterium Magnum, XVIII, 19.
10. Ver el argumento de Tilke: Erste Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 200 ss. Y 402 ss.
11. Zweyte Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 276.
12. Ibid., 275.
13. Von den drey Principien, XXI, 59.
14. Zweyte Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 254 y 269.
15. Viertzig Fragen von der Seelen, VIII, 2.
16. Mysterium Magnum, XV, 3; cf. Ibid., XIV, 9.
17. Viertzig Fragen von der Seelen, XII, 6.
18. Marie dans l’oeuvre de Jacob Boehme, op. cit., p. 121 ss.
19. Theosophische Send-Briefe, XLVI, 35 ss.
20. Zweyte Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 269.
21. Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (De signatura rerum), VII, 48.
22. Mysterium Magnum, XLI, 20.
23. Von den drey Principien, XXII, 96.
24. Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (De signatura rerum), VII, 47 ss.
25. Erste Schutz-Schrift wieder Balth. Tilken, 197 y 491.
26. Mysterium Magnum, LXX, 60-63.
27. Von der wahren Gelassenheit, II, 48 ss.
28. Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (De signatura rerum), XIII, 26-31.
29. Von den drey Principien, XXIII, 7.
30. Von der Geburt und Bezeichnung aller Wesen (De signatura rerum), VII, 46.
31. Ver nuestro estudio titulado La lumière de la Nature chez Paracelse, Cahiers de l’Hermétisme, Paracelse, París, Albin Michel, 1980, pp. 66 ss.
32. Juan, III, 3.
33. Theosophische Send-Briefe, XLVI, 19-20.

Pierre Deghaye fue profesor en la Universidad de Caen, donde dirigió el departamento de estudios germánicos. Además de sus trabajos sobre literatura alemana, ha publicado obras sobre la historia de las ideas religiosas en el seno del protestantismo alemán, en relación con la mística cristiana y la filosofía de la naturaleza. Se ha dedicado fundamentalmente a la teosofía de Jacob Böhme, Friedrich Cristoph Oetinger y Franz von Baader. En la actualidad es colaborador del Projet de recherche du patrimoine littéraire européen de la Universidad católica de Louvain. Su trabajo más importante es probablemente La naissance de Dieu ou la doctrine de Jacob Boehme, París, Albin Michel, 1985. Es también autor de La doctrine ésotérique de Zinzerdorf (1969), La Philosophie sacrée d'Oetinger (Paris, Albin Michel, 1971), Jakob Böhme (1977, en colaboración con G. Wehr), y Jacob Boehme ou l'obscure lumière de la connaissance mystique (Paris, J. Vrin, 1979, en colaboración con Heinz Schmitz, J.-L. Vieillard-Baron y otros). Ha traducido del alemán al francés la obra de Boehme De la signature des choses (París, Grasset, 1995). Ha participado con un artículo sobre Boehme ("Jacob Boehme and His Followers") en la obra colectiva Modern Esoteric Spirituality (Antoine Faivre y Jacob Needleman eds., World Spirituality: An Encyclopedic History of the Religious Quest, Volume 21, New York, Crossroad, 1992), que aparecerá próximamente publicada en castellano. Recientemente ha realizado la traducción con comentarios de Philosophia sagax de Paracelso, en Grasset. Numerosos trabajos de este autor han aparecido en publicaciones como Cahiers de l’Hérmétisme, Cahiers de l’Université Saint Jean de Jerusalem, Les travaux de Villard de Honnecourt, Cahiers du Groupe des Études Spirituelles Comparées, etc. En castellano, la revista Axis Mundi publicó en su número 6 (II época) su artículo La idea de carne espiritual en Friedrich Christoph Oetinger, aparecido originalmente en los Cahiers de l’Université Saint Jean de Jerusalem, N° 13: La matière spirituelle, 1987. El presente texto fue publicado en Cahiers de l’Université Saint Jean de Jerusalem, N° 8: Le désert et la queste, coloquio celebrado en París del 12 al 14 de junio de 1982, Berg International Editeurs.

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