Wednesday, September 9, 2015

Historia de Phaleg - Eliphas Levi

HISTORIA DE PHALEG

Libro del Esplendor de Eliphas Levi (1894)

Cuando los hombres se reunieron en la llanura de Sennaar, bajo el reinado de Nemrod, hubo un arquitecto llamado Phaleg. Era hijo de Heber (Patriarca de la Ley antigua antepasado de Jacob, de quien los hebreos tomaron su nombre. N. del T.), padre de los Hebreos. Y para garantizar a los hombres contra un nuevo diluvio, trazó el plano de una torre. El primer asiento de la torre debía ser circular, teniendo doce puertas y setenta y dos pilares. El segundo cuadrado, con nueve pisos; el tercero, triangular, en espiral de cuarenta y dos vueltas.

El cuarto, en el que la elevación de la torre sería cilíndrica, con setenta dos pisos. Se debería subir, de unos pisos a otros, por siete escaleras. Las puertas de cada piso se debían abrir y cerrar por mecanismos cuyo secreto sería guardado jerárquicamente. Todos los habitantes de la torre debían ser iguales en derechos civiles, y los de los altos no podían vivir sin los auxilios de los de abajo, como éstos tampoco se podían defender contra las sorpresas sin la vigilancia de aquéllos.

Tal era el plan de Phaleg. Pero los obreros fueron infieles al gran arquitecto. Los secretos de arriba fueron revelados a los que trabajaban abajo; no cerraron las puertas, unas las tapiaron, otras las forzaron, para ocupar su sitio en los edificios superiores. Después, todos quisieron trabajar a su guisa, sin cuidarse de los planos de Phaleg. La confusión se enseñoreó de su lenguaje como de sus trabajos, y la torre se hundió en parte y en parte quedo sin terminar, porque los obreros no quisieron ayudarse unos a otros en su trabajo.

La confusión era su lenguaje, se produjo porque no había unidad de pensamiento. Phaleg comprendió entonces que había esperado demasiado de los hombres, al creer que se comprenderían. Pero los hombres le achacaron su falta, y le denunciaron a Nemrod. Nemrod le condenó a muerte. Phaleg desapareció y no se supo lo que había sido de él. Nemrod creyendo que le habían asesinado encargó que le hicieran un ídolo al que dio el nombre de Phaleg, el cual ídolo haría oráculos en favor de la tiranía de Nemrod.

Pero Phaleg había huido al desierto. Dio la vuelta al mundo para expiar su error demasiado generoso. Y donde quiera que se detenía edificaba un tabernáculo triangular. Uno de estos monumentos fue hallado en Prusia, en el año 553 entre los escombros de una mina de sal.

A quince codos de profundidad, se encontró una construcción de forma triangular, en la que había una columna de mármol blanco, sobre cuya base estaba escrita toda la historia en hebreo.

Al lado de esta columna se encontró una tumba de piedra de gres (Nombre genérico de toda roca de textura granulosa. N. del T.), y entre el polvo, una piedra de ágata, en la que había el siguiente epitafio:

Aquí reposan las cenizas del maestro G... H...
de la Torre de Babel...
Adonai le ha perdonado los pecados
de los hombres porque los ha amado.
Ha muerto por ellos en la humillación,
y así ha expirado

el fasto de los ídolos de Nemrod.

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Fuente: Portal Martinista del Guajiro 



HERMANO, YA LLEGASTE A LA PUERTA DEL TEMPLO

Friday, July 31, 2015

Vía Iniciática y Vía Mística - Capítulo I - René Guénon


Apercepciones sobre la Iniciación

(1946)

CAPÍTULO I

Vía Iniciática y Vía Mística

René Guénon


La confusión entre el dominio esotérico e iniciático y el dominio místico, o, si se prefiere, entre los puntos de vista que les corresponden respectivamente, es una de las que se cometen hoy con más frecuencia, y eso, parece, de una manera que no siempre es enteramente desinteresada; por lo demás, hay en eso una actitud bastante nueva, o que al menos, en ciertos medios, se ha generalizado mucho en estos últimos años, y es por lo que nos parece necesario comenzar por explicarnos claramente sobre este punto.
Está ahora de moda, si se puede decir, calificar de «místicas» a las doctrinas orientales mismas, comprendidas aquellas en las que no hay ni siquiera la sombra de una apariencia exterior que pudiera, para aquellos que no van más lejos, dar lugar a una tal calificación; el origen de esta falsa interpretación es naturalmente imputable a algunos orientalistas, que, por lo demás, al comienzo pueden no haber sido llevados a ella por una segunda intención claramente definida, sino tan solo por su incomprensión y por la determinación más o menos inconsciente, que les es habitual, de reducirlo todo a puntos de vista occidentales.

Pero después han venido otros que se han apoderado de esta asimilación abusiva, y que, viendo el partido que podrían sacar de ella para sus propios fines, se esfuerzan en propagar la idea en cuestión fuera del mundo especial, y en suma bastante restringido, de los orientalistas y de su clientela; y esto es más grave, no solo porque es por eso sobre todo como esta confusión se extiende cada vez más, sino también porque no es difícil percibir en ello las marcas inequívocas de una tentativa «anexionista» contra la cual importa estar sobre aviso.

En efecto, éstos a los que hacemos alusión aquí son aquellos que se pueden considerar como los negadores más «serios» del esoterismo, queremos decir con esto los exoteristas religiosos que se niegan a admitir nada que éste más allá de su propio dominio, pero que estiman sin duda esta asimilación o esta «anexión» más hábil que una negación brutal; y, al ver de qué manera algunos de entre ellos se aplican a disfrazar de «misticismo» las doctrinas más claramente iniciáticas, parece verdaderamente que esta tarea reviste a sus ojos un carácter particularmente urgente.

A decir verdad, habría no obstante, en ese mismo dominio religioso al que pertenece el misticismo, algo que, bajo ciertos aspectos, podría prestarse mejor a una aproximación, o más bien a una apariencia de aproximación: es lo que se designa por el término de «ascético», ya que en ello hay al menos un método «activo», en lugar de la ausencia de método y de la «pasividad» que caracterizan el misticismo, sobre los cuales tendremos que volver enseguida; pero no hay que decir que esas similitudes son completamente exteriores, y, por otra parte, esta «ascética» sólo tiene metas que son demasiado visiblemente limitadas como para poder ser utilizada ventajosamente de esta manera, mientras que, con el misticismo, nunca se sabe exactamente dónde se va, y esa vaguedad misma es ciertamente propicia a las confusiones.

Únicamente, aquellos que se libran a ese trabajo a propósito deliberado, al igual que aquellos que les siguen más o menos inconscientemente, no parecen sospechar que, en todo lo que se refiere a la iniciación, no hay en realidad nada de vago ni de nebuloso, sino al contrario, cosas muy precisas y muy «positivas»; y, de hecho, la iniciación es, por su naturaleza misma, propiamente incompatible con el misticismo.

Por lo demás, esta incompatibilidad no resulta de lo que implica originalmente la palabra «misticismo» misma, que está incluso manifiestamente emparentada a la antigua designación de los «misterios», es decir, a algo que pertenece al contrario al orden iniciático; pero esta palabra es de aquellas para las cuales, lejos de poder referirse únicamente a su etimología, uno está rigurosamente obligado, si se quiere hacer comprender, a tener en cuenta el sentido que le ha sido impuesto por el uso, y que es, de hecho, el único que se le atribuye actualmente.

Ahora bien, todo el mundo sabe lo que se entiende por «misticismo», desde hace ya muchos siglos, de suerte que ya no es posible emplear este término para designar otra cosa; y es eso lo que, decimos, no tiene y no puede tener nada en común con la iniciación, primero porque ese misticismo depende exclusivamente del dominio religioso, es decir, exotérico, y después porque la vía mística difiere de la vía iniciática por todos sus caracteres esenciales, y porque esta diferencia es tal que resulta entre ellas una verdadera incompatibilidad.

Por lo demás, precisamos que se trata de una incompatibilidad de hecho más bien que de principio, en el sentido de que, para nós, no se trata de ningún modo de negar el valor al menos relativo del misticismo, ni contestarle el lugar que puede pertenecerle legítimamente en algunas formas tradicionales; así pues, la vía iniciática y la vía mística pueden coexistir perfectamente, pero lo que queremos decir, es que es imposible que alguien siga a la vez la una y la otra, y eso incluso sin prejuzgar nada de la meta a la cual pueden conducir, aunque, por lo demás, ya se pueda presentir, en razón de la diferencia profunda de los dominios a los que cada una se refiere, que esa meta no podría ser la misma en realidad.

Hemos dicho que la confusión que hace ver a algunos misticismos, allí donde no hay el menor trazo de él, tiene su punto de partida en la tendencia a reducirlo todo a los puntos de vista occidentales; es que, en efecto, el misticismo propiamente dicho es algo exclusivamente occidental y, en el fondo, específicamente cristiano.

A este propósito, hemos tenido la ocasión de hacer una observación que nos parece lo bastante curiosa como para que la anotemos aquí: en un libro del que ya hemos hablado en otra parte, el filósofo Bergson, oponiendo lo que llama la «religión estática» y la «religión dinámica», ve la más alta expresión de esta última en el misticismo, que, por lo demás, no comprende apenas, y que admira sobre todo por lo que podríamos encontrar en él, al contrario, de vago e incluso de defectuoso bajo algunos aspectos; pero lo que puede parecer verdaderamente extraño por parte de un «no cristiano», es que, para él, el «misticismo completo», por poco satisfactoria que sea la idea que se hace de él, por ello no es menos el de los místicos cristianos.

En verdad, por una consecuencia necesaria de la poca estima que siente por la «religión estática», olvida demasiado que los místicos en cuestión son cristianos antes incluso de ser místicos, o al menos, para justificar que sean cristianos, coloca indebidamente el misticismo en el origen mismo del cristianismo; y, para establecer a este respecto una suerte de continuidad entre éste y el judaísmo, llega a transformar en «místicos» a los profetas judíos; evidentemente, del carácter de la misión de los profetas y de la naturaleza de su inspiración, no tiene ni la menor idea.

Sea como sea, si el misticismo cristiano, por deformada o disminuida que sea su concepción de él, es así a sus ojos el tipo mismo del misticismo, la razón de ello es, en el fondo, bien fácil de comprender: es que, de hecho y para hablar estrictamente, no existe apenas otro misticismo que ese; e incluso los místicos que se llaman «independientes», y que diríamos gustosamente «aberrantes», no se inspiran en realidad, aunque sea sin saberlo, sino de ideas cristianas desnaturalizadas y más o menos enteramente vacías de su contenido original.

Pero eso también, como tantas otras cosas, escapa a nuestro filósofo, que se esfuerza en descubrir, con anterioridad al cristianismo, «esbozos del misticismo futuro», mientras que, en realidad, se trata de cosas totalmente diferentes; hay así, concretamente sobre la India, algunas páginas que dan testimonio de una incomprensión inaudita.

Las hay también sobre los misterios griegos, y aquí la aproximación, fundada sobre el parentesco etimológico que hemos señalado más atrás, se reduce en suma a un torpe juego de palabras; por lo demás, Bergson se ve forzado a confesar él mismo que «la mayoría de los misterios no tuvieron nada de místicos»; pero entonces ¿por qué habla de ellos bajo este vocablo?
En cuanto a lo que fueron esos misterios, se hace de ellos la representación más «profana» que pueda darse; y, en verdad, ignorando todo de la iniciación, ¿cómo podría comprender que hubo allí, así como en la India, algo que en primer lugar no era de ningún modo de orden religioso, y que después iba incomparablemente más lejos que su «misticismo», e incluso, es menester decirlo, que el misticismo auténtico, que, por eso mismo de que se queda en el dominio puramente exotérico, tiene forzosamente también sus limitaciones?
No nos proponemos exponer al presente en detalle y de una manera completa todas las diferencias que separan en realidad los dos puntos de vista iniciático y místico, ya que solo eso requeriría todo un volumen; nuestra intención es sobre todo insistir aquí sobre la diferencia en virtud de la cual la iniciación, en su proceso mismo, presenta caracteres completamente diferentes de los del misticismo, hasta incluso opuestos, lo que basta para mostrar que se trata de dos «vías» no solo distintas, sino incompatibles en el sentido que ya hemos precisado.

Lo que se dice más frecuentemente a este respecto, es que el misticismo es «pasivo», mientras que la iniciación es «activa»; por lo demás, eso es muy verdadero, a condición de determinar bien la acepción en la que debe entenderse esto exactamente.

Eso significa sobre todo que, en el caso del misticismo, el individuo se limita a recibir simplemente lo que se presenta a él, y tal como se presenta, sin que él mismo cuente en eso para nada; y, digámoslo de inmediato, es en eso donde reside para él el peligro principal, por el hecho de que está «abierto» así a todas las influencias, de cualquier orden que sean, y de que además, en general y salvo raras excepciones, no tiene la preparación doctrinal que sería necesaria para permitirle establecer entre ellas una discriminación cualquiera.

En el caso de la iniciación, al contrario, es al individuo a quien pertenece la iniciativa de una «realización» que perseguirá metódicamente, bajo un control riguroso e incesante, y que deberá llevarle normalmente a rebasar las posibilidades mismas del individuo como tal; es indispensable agregar que esta iniciativa no es suficiente, ya que es bien evidente que el individuo no podría rebasarse a sí mismo por sus propios medios, pero, y es esto lo que nos importa por el momento, es esa iniciativa la que constituye obligatoriamente el punto de partida de toda «realización» para el iniciado, mientras que el místico no tiene ninguna, ni siquiera para cosas que no van en modo alguno más allá del dominio de las posibilidades individuales.

Esta distinción puede parecer ya bastante clara, puesto que muestra bien que no se podrían seguir a la vez las dos vías iniciática y mística, pero, no obstante, ella sola no podría bastar; podríamos decir incluso que no responde todavía más que al aspecto más «exotérico» de la cuestión, y, en todo caso, es demasiado incompleta en lo que concierne a la iniciación, de la que está muy lejos de incluir todas las condiciones necesarias; pero, antes de abordar el estudio de esas condiciones, todavía nos quedan que disipar algunas confusiones.

Antoine Fabre D´Olivet

Antoine Fabre D´Olivet

[Ganges, Francia, 1768 - París, Francia, 1825]

(1768-1825) Ocultista francés, fue el precursor, en cierta medida, del espiritismo. Fabre, conocido posteriormente corno Fabre d'Olivet, tuvo un infancia marcada por el sufrimiento, ya que sus padres, ambos protestantes, fueron víctimas de crueles persecuciones, que culminaron con el encarcelamiento de su madre en la famosa Tour de Constante. Posteriormente, la revolución acabó de arruinar a su familia. Amante de los libros y poseedor, ya en su juventud, de una considerable cultura, Fabre terminó instalándose en París, en donde entró en contacto con un grupo de hermetistas pitagóricos.

Tras una serie de incidencias durante el período revolucionario, en 1799 consiguió un puesto de funcionario en el Ministerio de la Guerra, cargo que le es confirmado durante el Primer Consulado de Bonaparte.

Es entonces cuando se hace amante de una muchacha que, poco después, terminará suicidándose y cuyas apariciones sobrenaturales habrán de decidir la orientación de Fabre. Creyéndose un auténtico hierofante, empieza a establecer una serie de comunicaciones entre los vivos y los muertos, convirtiéndose, como se ha dicho anteriormente, en un precursor del espiritismo*.

OBRA DE FABRE

Definitivamente instalado en París, en cuyo domicilio crea un misterioso santuario, Fabre d'Olivet se entrega a numerosas experiencias de magnetismo, hipnotismo y necromancia. Escribe también intensamente, estableciendo los fundamentos de una secta de corte pitagórico francmasón que tendrá, tras su muerte, una notable repercusión. Entre sus obras merece destacarse el monumental tratado Historia filosófica del género humano en donde expone su teoría sobre la relación Providencia-Destino-Voluntad.

Según puntualiza, esta tríada quedaría esquematizada de la siguiente manera: existe una entidad superior e inconcebible a la que tanto Dios como la materia deben sus cualidades propias. Los antiguos denominaban a tal entidad «destino». El hombre desempeña un papel de mediador entre la Providencia y el destino; y todo está sometido a esos tres poderes: Destino, Providencia y hombre. Todo excepto Dios, que contiene a los tres sin ser contenido.

La voluntad desempeña un papel fundamental, ya que es la forma de expresión del poder y de la dignidad del hombre. Esta voluntad puede «subyugar a la Naturaleza, permitiendo al individuo operar milagros». Al mismo tiempo, y dada su calidad de pitagórico convencido, Fabre estudia la aritmosofia, deduciendo que toda ciencia descansa en la armonía universal. Algunas de sus afirmaciones siguen teniendo un notable eco en nuestros días: «Existe una armonía perfecta entre el Cielo y la Tierra, entre lo inteligible y lo sensible, entre la sustancia indivisible y la divisible.

Así pues, lo que ocurre en una determinada región del universo es la imagen exacta de lo que ocurre en otra.» Aclaración significativa en su concepto de la voluntad es que ésta sólo puede encontrar su origen en el espíritu. La libertad no se nos concede gratuitamente, sino que hemos de conquistarla.

HERMETISMO EN FABRE

Hermetista fiel, insiste en el conocido principio de que el Universo, o macrocosmos, es homólogo del hombre, o microcosmos. Todo lo que está en uno tiene su debida correspondencia en el otro. Reitera y formula con gran claridad el principio de que lo semejante sólo produce lo semejante.

«Todo tiene su principio, y no puede tener más que uno. Las formas son las únicas que pueden variar.» Anticipándose en un siglo a Jung, Fabre advirtió el valor potencial del mito. Al estudiar el simbolismo esencial de los monumentos sagrados no dudó en afirmar que si tales monumentos son el fruto de la sabiduría, es necesario estudiar en primer lugar qué es esa sabiduría para poder descubrir, posteriormente, su vinculación con ellos.

En su santuario secreto celebró numerosos ritos cuya entidad sigue siendo un secreto. Pero conviene recordar que Fabre no era sólo un teórico sino un operativo, ya que de sus especulaciones intelectuales extrae una auténtica magia ceremonial. En sus últimos años instituyó una religión de corte sincrético cuyas formulaciones quedaron reflejadas en una obra, La Teodosia universal, de la que sólo se conservan fragmentos.

En esta obra queda elaborada una nueva francmasonería, que toma su terminología de una especie de simbolismo agrícola -el «Celeste cultivo»- con el que se vincula no solamente con las teorías pitagóricas, de nuevo, sino con la ancestral iniciación egipcia.

Al igual que la masonería, el Celeste Cultivo implicaba tres grados: primer grado del pórtico o aspirante; segundo grado del pórtico, o labrador; y tercer grado del pórtico, o cultivador. La palabra sagrada para los tres grados era Hermes, y «el signo de admisión general es Poner un dedo de la mano derecha sobre a boca para expresar el silencio exigido por los misterios».

RITOS DE FABRE

Algunos de los ritos establecidos por Fabre, y de los que se tiene cierta información, concluían con ágapes llenos de un rico simbolismo.

Al estudiar la personalidad y las actividades de este notable hermetista, no falta quien aventura la hipótesis de que tal vez llegase a desencadenar en sus sesiones de magia operativa fuerzas poderosas que no llegó a controlar y que fueron, en definitiva, las causantes de su muerte terrible y poco aclarada. Sea como fuere, la figura de Fabre d'Olivet y su trabajo hermético generaron un buen número de simpatías tiempo después de su desaparición. Figuras tan dispares como Rilke, Breton o los ocultistas Stanislas de Guaita* y Saint-Yves d'Alveydre sintieron por él una gran admiración.

La línea de su pensamiento filosófico tampoco parece estar muy alejada del pensamiento oriental o del misticismo más acendrado. En la autopsia, ese grado de perfección al que se llega en los Misterios, el individuo -según sus palabras-ve caer ante sí el velo que le ha ocultado la verdad, y puede contemplar la naturaleza en todo su estado primigenio. Pero para poder alcanzar tal nivel sublime es preciso «que la inteligencia, penetrada por el rayo divino de la inspiración, llegue al entendimiento de una luz lo bastante viva como para disipar todas las ilusiones de los sentidos, exaltar el alma y despegarla enteramente de la materia...».

Todas las iniciaciones, todas las doctrinas mitológicas no tendían más que a aligerar el alma del peso de la materia, a purificarla, a iluminarla mediante irradiación de la inteligencia, al objeto de que, deseosa de los bienes espirituales y alzándose fuera del ciclo de las reencarnaciones, pudiera elevarse hasta la fuente de su existencia.