¿Por qué somos Templarios?
Razones para una
caballería del siglo XXI
Eduardo Callaey
En
la imagen el rey Balduino II cede las caballerizas del Templo de Salomón a
Hugues de Payns y Gaudefroy de Saint-Homer hace 900 años, en 1119 / Grabado del
manuscrito de Guillaume de Tyr, siglo XIII, Histoire d’Outre-Mer
Hace tiempo atrás, luego de una
ceremonia de investidura de caballeros, sentí la necesidad de explicarme a mí
mismo qué nos llevaba a todos esos individuos reunidos en la capilla de un
convento a jurar perpetuar, bajo el manto de la Cruz, los nobles ideales del
honor, la integridad, la caridad, el alivio del sufrimiento y la unidad
religiosa en la imitación personal de Dios Nuestro Señor. ¿Qué era ser un
caballero? ¿Qué hacía que en esa capilla nos convocáramos para conjurar la
decadencia del mundo del que apenas nos separaba un muro de adobe? ¿Cómo
haríamos para sostenernos firmes en un modelo que aspiraba –nada menos– que a
emular a los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Jerusalén? Escribí,
entonces, algunas líneas que reproduzco más abajo, tratando de comprender la
naturaleza de esta caballería del siglo XXI.
Los novecientos años que nos separan
de la fundación de la Orden del Temple, aniversario que la OSMTH celebrará en
el castillo de Tomar en el próximo otoño boreal, representan un abismo de
tiempo en el que el mundo occidental ha sufrido profundas mutaciones. Podemos,
sin dudas, entender que muchas de dichas mutaciones obedecen a los avances en
el derecho igualitario de los individuos, al advenimiento de sistemas
democráticos que, paradójicamente, encuentran mayores antecedentes en el mundo
medieval que en la antigüedad clásica. Incluso podemos alegrarnos de que el
derecho a la vida y a la libertad se haya consagrado como fundamento de nuestra
cultura. Sin embargo, al mismo tiempo que la humanidad –especialmente el
espacio cultural cristiano, como lo definiría el teólogo catalán Raymon
Panikkar– ha logrado dichos avances, hay signos alarmantes de un deterioro
moral sin precedentes, en paralelo con una vertiginosa decadencia espiritual y,
principalmente, un discurso violento en contra del cristianismo, impulsado por
un relativismo llevado a los extremos, en el que más que la vida se celebra la
muerte. El papa Francisco lo definiría como la política del descarte. Yo,
liberado de la diplomacia vaticana, afirmaría que se trata de un plan
hábilmente delineado para socavar la fortaleza espiritual del ser humano, la
única que lo hace diferencia de las bestias.
En términos de nuestra visión
espiritual del hombre y del cosmos la humanidad de ha vuelto menos humana. Y
esa deshumanización que nos rodea y nos lanza a la soledad propia del individuo
que –negador de la paternidad de Dios– no reconoce al otro como Hermano, es a
la vez el motor que nos impele a buscar ese juramento que nos esperanza.
Entre aquellos muchachos –que apenas
superada su pubertad velaban las armas ante la imagen de María– y nosotros,
hombres sacudidos por el vendaval de un mundo en perpetua mutación, hay un
elemento en común: Formamos parte del mismo hilo que, atravesando siglos y
mareas, invasiones y guerras, infortunios y felicidades, creemos que hay
principios inmutables a los que ni la posmodernidad, ni el hombre líquido de
Zigmunt Bauman, ni todo el aparato conjurado en contra de las bases cristianas
de la sociedad podrían quitarnos el honor, la dignidad, la fe y el servicio al
que nos atamos en solemne juramento.
En aquel artículo escrito hace dos
años recordaba la plegaria de un escudero, la noche de vigilia, previa a ser
armado caballero:
“…Te saludo Virgen
María, que has derrotado al mal, esposa del Altísimo y madre del más dulce
cordero. Reina eres de los cielos, Salvadora de la Tierra;
los hombres
suspiran por Ti y los malvados te temen.”
“…Tú eres la
ventana, la puerta y el velo, el patio y la casa, el templo, la tierra, lirio
por Tu virginidad y rosa por Tu martirio.”
“Tú eres el huerto
cerrado, la fuente del jardín que lava a los mancillados, purifica a los
corrompidos y da vida a los muertos...”
“…Tú eres la dueña
de los tiempos, la esperanza, después de Dios, de todos los siglos, pabellón de
reposo del rey y asiento de la divinidad.”
“…Tú eres la
estrella que brilla en el oriente y disipa en el occidente las tinieblas, la
aurora que anuncia el sol y el día que ignora la noche…”
“…Tu que has
engendrado al que no engendra, confiada como madre que ha cumplido su misión,
reconcilia al hombre con Dios. Ruega, Madre, al Dios que diste a luz, para que
nos absuelva y, después de perdonarnos,
nos confiera la
gracia y la gloria. Amen…”
Difícil imaginar a un adolescente de
diecisiete años, en el siglo XXI, rezar esta plegaría en la penumbra de una
iglesia, iluminado apenas por un pábilo, frente a un altar desnudo, acompañado
de su padrino. Lejano a nuestra cultura ha quedado el ritual de la “vela de
armas”, en la que hombre dejaba atrás, definitivamente, el mundo de los niños
para asumir su papel y su destino frente a Dios, su Iglesia y la comarca sobre
la que tendría responsabilidad sobre vidas y bienes.
Pero este ritual era muy común en el
siglo XII. Frente al escudero se colocaba su espada, aquella que lo acompañaría
el resto de su vida, para la salvación o la condenación de su alma. Su alma y
su espada serían reflejo una de la otra. Si el alma era pura la espada se
empuñaría con pureza en una causa justa. Si el alma era impura el acero se
volvería negro, dominado por las tinieblas de la ambición y el orgullo.
El siglo XII era un mundo de blancos
y negros, sin demasiado lugar para tantos matices. La duda era una pesada carga
que los espíritus evitaban a toda costa. Resultaba casi inhumano darle lugar a
la angustia existencial en un entorno donde todo era rudo, tanto para el siervo
que a duras penas cosechaba su siembra, como para el castellano que debía
proteger su terruño, y con él a sus gentes con sus huertos y pastoreos y también
a su propio Señor. En la pirámide feudal todo era un equilibrio en constante
riesgo. Un universo tan inestable necesitaba reglas certeras, firmes,
permanentes.
Es cierto que la caballería puede
vislumbrar antecedentes en el mundo clásico, especialmente en Roma. Pero fue en
la Edad Media, y en particular en el siglo XII donde encontró sus modelos más
perfectos y alcanzó la cumbre de la aspiración virtuosa. Fue un largo proceso
surgido de la necesidad de encontrar un orden justo, en armonía con la fe que
ocupaba todos los espacios de la sociedad. Un devenir de transformación en
transformación, producto del pensamiento colectivo de señores y clérigos, reyes
y abades, que perseguían el sueño de recuperar Jerusalén, perdida a mano de los
paganos en el siglo VII. Pero, a su vez, se trataba de la búsqueda de la propia
Jerusalén, una que existía en la conciencia profunda de cada cristiano y que
encarnaba la esperanza de la vida eterna, el sentido escatológico de la
tragedia humana.
Eran tiempos difíciles, ciertamente.
Pero en términos de fe corrían con cierta ventaja respecto de nosotros. Los
ideales estaban atados a esa fe; y a ningún padre le faltaba el coraje para
educar a sus hijos en el amor y en el temor a Dios, enseñando la prudencia
antes que la liviandad; la humildad antes que la ostentación; el respeto al
anciano y a las mujeres antes que la vaguedad irresponsable que conduce a
nuestra sociedad a la deriva. Se veneraba a los héroes y más aún a los que
habían muerto por sostener los juramentos de la caballería. Los niños sabían
que sus días de juegos estaban contados y serían escasos. Que la vida no era un
paseo gratuito y prolongado sino uno corto en el que cada jornada sería
examinada en el final, cuando cada quien fuese sometido al juicio en las puertas
del cielo.
La libertad era un bien amado al que
sólo unos pocos se les otorgaba como gracia. Aún así nadie era verdaderamente
libre, porque la conciencia pesaba tanto como el contexto. Era un mundo en
donde el corrupto, el traidor, el malviviente y el cruel no podían mimetizarse
tan fácilmente como ocurre en nuestro mundo pleno de anonimato. Quien era libre
sentía una gratitud de tal magnitud frente a la Providencia que, cuando un
caballero renunciaba a ella para vestir el hábito de monje se producía a su
alrededor un silencio reverencial, como si hubiese nacido un santo. Aquél que
teniendo el don de la libertad renunciaba a ella para someterse a una Regla en
donde el único destino era la pobreza, la abstinencia y la obediencia en eterna
observancia del servicio a Dios, era sin dudas de los más valientes entre los
hombres. Así lo narran las crónicas y así lo atestiguan miles de nombres de
grandes guerreros enterrados en los camposantos de las abadías de toda Europa.
En el siglo XII -en el que dos
frentes de batalla se libraba contra los sarracenos, en España y en el
Levante- surgió con potencia inusitada el deseo de reunir ambos órdenes, el de
la caballería y el de la vida monástica, y nació un nuevo tipo de caballero,
mitad guerrero mitad monje. La caballería ocupó entonces la cúspide del modelo
cristiano. Estas órdenes monástico militares amalgamaron, en un solo corpus, el
humus de muchas tradiciones forjadas entre Finisterre y las estepas del Este.
Desde tiempos romanos, invasión tras invasión, los bárbaros habían moldeado el
sincretismo entre las tradiciones de Roma –a las que no querían renunciar sino
abrazar- y las propias, que terminarían enriqueciendo a las viejas
instituciones del antiguo Imperio.
De todos los libros que se han
escrito sobre la caballería hay uno que destaca, tanto por su originalidad como
por el rumbo que traza. Lo debemos a la pluma de Ramón Llull (1235-1315),
teólogo, filósofo y místico catalán, publicado en 1276 con el nombre “Libro de
la Orden de Caballería”. Se cree que fue escrito para un escudero que debía ser
armado caballero. Su lectura es materia obligatoria para todo aquél que
pretenda comprender esta condición; permítaseme citar cuatro párrafos de su
Primera Parte titulada “Del Principio de la Caballería”
“…Faltó en el mundo la caridad,
lealtad, justicia, y verdad; empezó la enemistad, deslealtad, injuria y
falsedad; y de esto se originó error y perturbación en el Pueblo de Dios, que
fue creado para que los hombres amasen, conociesen, honrasen, sirvieren y
temiesen a Dios. Luego que comenzó en el mundo el desprecio de la justicia por
haberse apocado la caridad, convino que por medio del temor volviese a ser
honrara la justicia: por esto todo el pueblo se dividió en millares de hombres
y de cada mil de ellos fue elegido y escogido uno, que era el más amable, más
sabio, más leal, más fuerte, de más noble ánimo de mejor trato y crianza que
todos los demás…”
“…Se buscó también entre las bestias la
más bella, que corre más, que puede aguantar mayor trabajo, y que conviene más
al servicio del hombre; y porque el caballo es el bruto más noble y más apto
para servirle, por esto fue escogido, y dado a aquel hombre que entre mil fue
escogido; y este es el motivo por el que aquel hombre se llama caballero…”
“…Habiéndose destinado para el hombre
más noble el bruto más generoso, convino que entre todas las armas se
escogiesen y tomasen las que son más nobles y conducentes para combatir y
defenderse de las heridas y de la muerte; y estas son las que se apropiaron al
caballero…”
“…Al que quiere entrar en la Orden de
la Caballería le conviene considerar y meditar el noble principio de la
Caballería; y es menester que la nobleza de su corazón y buena crianza lo haga
concordar y avenir con el principio de la Caballería, porque si no lo hace así,
es contrario al Orden de Caballería y sus principios; por esto no conviene que
la Orden de Caballería admita en la participación de sus honras a los que la
son enemigos, contrarios a sus principios…”
Ramón Llull describe en su libro al
oficio del caballero, cómo debe ser examinado el escudero que será armado
caballero, al modo en el que debe ser recibido en la caballería, a la significación
de las armas y de sus costumbres. Finalmente habla de la honra que se debe
hacer al caballero. Afirma Llul que así como un Príncipe o Rey o Señor de un
Estado no puede serlo sin haber sido armado caballero, por esa misma razón le
debe respeto y honra al caballero, pues es a quien, en definitiva, tendrá a su
lado en el campo de batalla.
Pero, en estos primeros párrafos,
encontramos la justificación del caballero: el mundo que ha engendrado la
injusticia, la enemistad, la deslealtad, la injuria y la falsedad y necesita de
hombres que reparen ese desorden, poniendo en juego todo lo que sea necesario.
¿No es acaso la descripción del mundo que nos rodea? El escudero recitaba la
divida de la Orden de Caballería: Mi alma a Dios, mi vida al rey,
mi corazón a mi dama, mi honor a mí. Pero todo se resumía en el
honor, que dependía de mantener vivo el oficio de caballero, y ejercerlo.
El siglo XXI adolece de todas las
faltas de las que se lamenta Llull, y que dieron lugar a la creación de la
Orden de la Caballería; pero a diferencia del siglo XII, en este siglo son muy
pocas las personas que pueden asumir este compromiso. El honor es relativo,
entonces todo se ha vuelto mucho peor, pues el alma está en interdicto, la vida
se reserva para el único y propio beneficio, el corazón ha cedido el amor a la
simplicidad del vínculo frágil, efímero, y a nadie importa qué significa
exactamente la honorabilidad.
Es justamente por esta carencia, que
la Orden de la Caballería ha perdurado, aún en una mínima y desapercibida
existencia, y comienza a sacudirse del profundo letargo al que había quedado
relegada en los últimos dos siglos. Nos toca vivir en un mundo donde los
valores de la fe, el honor y la justicia se guardan en la intimidad por temor a
desentonar con los tiempos. La cultura se convierte en multicultura, es decir,
en todas y ninguna. La vaguedad de conceptos en cuanto a temas sensibles como
“familia”, “religión”, “tradición” y “deber” son inmediatamente sospechados de
ideologismos vinculados con el oscurantismo, la segregación, la discriminación
y el ataque a la libertad de conciencia.
Durante décadas, especialmente luego
de terminada la Segunda Guerra Mundial, Occidente vio crecer un movimiento
libertario que vino a poner en la picota a todos estos valores que conformaban
la sociedad construida durante siglos. El mayo francés, el existencialismo, el
deconstructivismo y el relativismo como conjunto del abandono radical del
modelo cristiano nos ha dejado un vació de valores tan extremo que nos lleva a
una sociedad al borde de su extinción cultural. Bernadr Tschumi –se dice que es
uno de los arquitectos que mejor ha interpretado a la filosofía
decontructivista de Jaques Derrida- afirma que La forma no sigue más a la
función. Si la respectiva contaminación de todas las categorías, las constantes
substituciones y confusiones de géneros son las nuevas directivas de nuestra
época, lo mejor sería tomarlas en nuestro provecho.[1]
Si Tschumi está en lo cierto (me
asombra su frase “las iglesias se convierten en discotecas”), ya no deberían
existir pilares, ni principios, ni siquiera cimientos, porque cualquier cosa
puede ser sustituida por otra. Sin embargo, la experimentación intelectual está
lejos de representar al grueso de una sociedad confundida.
En la medida en que tomemos
conciencia de esta confusión entenderemos que el rol de la Caballería en el
Siglo XXI sigue siendo el mismo que en el siglo XII, con la sola diferencia de
que no tiene el monopolio de las armas, que han pasado a manos de los Estados
Nacionales. La Caballería sigue representando la búsqueda de todo aquello que
Ramón Llull expresaba cuando, al principio de su libro describe como la crisis
de ausencia de valores que dio sentido a la existencia del Caballero.