TRATADO
ELEMENTAL DE
CIENCIA OCULTA
Explicación completa y sencilla de las teorías y de los
símbolos de los antiguos autores
esotéricos, los alquimistas, los
astrólogos, los cabalistas, etc.
ÍNDICE
Nociones Preliminares La Triunidad
PRIMERA PARTE
Capítulo I. La Ciencia De
Los Antiguos
Capítulo
II. El Método En La Ciencia Antigua Capítulo III. La Vida Universal
SEGUNDA PARTE
Capítulo
IV. La expresión de las ideas Capitulo V. La expresión analítica de las ideas
Capítulo VI. De la expresión sintética de
las ideas
TERCERA PARTE
Introducción A La Tercera Parte Capítulo VII. La Tierra Y Su
Historia Secreta Capítulo VIII. La Raza Blanca Y La Constitución De Su
Tradición Capitulo IX. Constitución del hombre Capitulo X. El plano astral
Capitulo XI. La ciencia oculta y la ciencia contemporánea
Bibliografía metódica de las ciencias
ocultas
APÉNDICE
Cómo me hice místico
TRATADO ELEMENTAL DE
CIENCIA OCULTA
Papus
(Doctor Gérard Encausse)
PRIMERA
PARTE
LA TEORÍA
Capítulo I
LA
CIENCIA DE LOS ANTIGUOS
La ciencia de los antiguos - Visible manifestación de lo invisible - Definición de la
ciencia oculta.
En la actualidad es probable que se
tenga demasiada inclinación a confundir las ciencias con la Ciencia, que no es
la misma cosa, pues si ésta es siempre igual, siempre inmutable en sus principios,
aquéllas, por el contrario, varían según lo quieren el parecer y los deseos de
los hombres. Así, lo que hace un siglo, por ejemplo, era una científica verdad
de la Física, hoy está muy cerca de hundirse en las fantásticas regiones de lo
fabuloso (recuérdese el caso del flogisto), y débase, como ya lo hemos
indicado, a que estas cuestiones relativas a hechos particulares constituyen el
dominio propio de las Ciencias, dominio en el cual los señores de él cambian a
cada paso.
Nadie ignora que esos hechos particulares
son, precisamente, los que atraen la atención de los sabios modernos de modo
tan exclusivo que se acaba por adjudicar a la Ciencia todos los progresos
reales alcanzados en una multitud de ramas especiales. El defecto de tal manera
de proceder surge cuando se trata de reunirlo todo, de constituir realmente la
Ciencia condensándole en una síntesis, expresión total de la Verdad
eterna.
La idea de crear una síntesis que abrace
en pocas e inmutables leyes la enorme masa de los conocimientos de detalle que
ha ido acumulándose desde hace dos siglos, resulta a los ojos de los
investigadores de nuestra época un algo que se realizará en tiempos futuros aún
tan distantes, esperando que sus más lejanos descendientes futuros lleguen a
ver alborear ese día en el horizonte de los conocimientos humanos.
Seguramente tenemos una audacia increíble
al afirmar que esa síntesis ha existido; que sus leyes son verdaderas hasta el
punto que del modo más estricto se acoplan a los descubrimientos modernos,
teóricamente hablando, y que los iniciados egipcios de las épocas de Moisés y
de Orfeo las conocían del modo más íntegro y definitivo.
Sostener que la Ciencia ya existía en la
más remota antigüedad sirve, ante la mayoría de las personas de sano juicio,
para granjearse fama de cándido o de embustero. Sin embargo, me propongo llegar
a probar esta paradójica pretensión y sólo ruego a mis impugnadores que me
concedan aún unos instantes de atención.
Lo primero que se me preguntará, es dónde
existen las huellas dejadas por tal sabiduría de los antepasados; qué clase de
conocimientos abarcaba; qué descubrimientos de carácter práctico ha producido;
cómo podía llegarse a poseer esta pretendida síntesis de los humanos
conocimientos.
Considerando el asunto con la debida imparcialidad,
se llega a la convicción de que no faltan los materiales necesarios para
reconstituir ese arcaico saber. Los restos de antiguas construcciones, los
símbolos, los jeroglíficos, los ritos de las iniciaciones, los diversos
manuscritos, etc., componen un nutrido conjunto de testimonios que vienen a
prestarnos su valiosa ayuda.
Por desgracia, muchos de esos testimonios
resultan intraducibles para quienes poseen la clave y poca gente está dispuesta
a buscarla. La supuesta gran antigüedad de otros, tales como los ritos y los
manuscritos, es cosa que está muy lejos de ser aceptada. Nuestros hombres de
ciencia hacen que se remonten, cuando más, a los tiempos de la Escuela de
Alejandría.
Necesitamos,
pues, descubrir sólidos fundamentos que no admitan discusión y vamos a
buscarlos en las obras de los autores que vivieron en época anterior a la de
dicha escuela. Pitágoras, Platón,
Aristóteles, Plinio, Tito Livio y otros, nos ofrecen la demandada prueba. Es de
creer que nadie se atreverá a negar la vieja fecha de estos testimonios.
Verdaderamente no es nada fácil y sencillo
la busca de datos referentes a la Ciencia arcaica, sacando, uno por uno, de la
lectura de los viejos escritores, y debemos innegable gratitud a los que se han
cuidado de realizar esta labor, llevando a feliz término tan estupenda
empresa.
Entre los varios que la han
efectuado, no pueden merecer olvido:
- Dutens
(Origine des decouvertes attrib. aux modernes),
- Fabre d'Olivet (Vers dores de
Pythagore, Histoire philosophique du genre humaine) y
- Saint-Yves
d'Alveydre (Mission des Juifs).
Abramos el libro de Dutens y veremos los
efectos obtenidos por la ciencia antigua, leamos a Fabre d'Olivet y a
Saint-Yves d'Alveydre y con ellos penetraremos en los templos donde irradia una
civilización cuyas manifestaciones dejan atónitos a los hombres cultos de
hoy.
En el presente capítulo sólo me es dado
resumir lo que descubren estos autores. A sus obras aconsejo que acudan todos
los que quieran comprobar mis afirmaciones, y en ellas encontrarán los
necesarios testimonios de su veracidad.
En lo tocante a la astronomía, los
antiguos conocieron el giro de la Tierra alrededor del Sol (Dutens, cap. IX),
la teoría de la pluralidad de los mundos habitados (Dutens, cap. VII), la
atracción universal (Dutens, cap. VI), las mareas originadas por la Luna
(Dutens, cap. XV), la composición de la Vía Láctea y particularmente la ley que
inmortaliza a Newton. A propósito de este asunto, no resistiré al deseo de
copiar dos párrafos de Dutens muy significativos. Uno reproduce lo que acerca
de la atracción universal enseña Plutarco, y el otro se refiere a la ley de los
cuadrados de Pitágoras.
“Plutarco, que conoció casi todas las más
gloriosas verdades de la astronomía, vislumbra la fuerza recíproca que hace
gravitar a los planetas los unos hacia los otros, y ansioso de esclarecer la
razón que explica por qué los cuerpos tienen infaltable tendencia a caer al
suelo, halla el origen en una mutua atracción entre todos, causante de que la
Tierra haga que graviten hacia ella los cuerpos terrestres, lo propio que el
Sol y la Luna, hacen gravitar hacia sus masas las partes que les pertenecen,
reteniéndolas, en virtud de una atractiva energía, en su esfera particular. En
seguida hace aplicación de estos fenómenos especiales a otros más generales, y
teniendo en cuenta cómo ocurren las cosas en nuestro globo, deduce, en virtud
del mismo principio, cómo han de ocurrir, respectivamente, en cada uno de los
cuerpos siderales. Luego los estudia desde el punto de vista de las
correlaciones que entre ellos deben existir según el indicado principio. En
otro lugar habla también de la fuerza inherente a los cuerpos; es decir, a la
tierra y demás planetas, para atraer hacia sí a todos los cuerpos que le están
subordinados” (Dutens I, De facie in orbe lunae, Plutarco).
«Una cuerda musical -enseña Pitágoras-da
los mismos sonidos que otra cuerda, cuya longitud sea el doble, cuando la
tensión o la fuerza con que esté tensada esta última es cuatro veces mayor, y
la gravedad de un planeta, cuádruple de la gravedad de otro que esté a doble
distancia. Por regla general, para que una cuerda sonora pueda vibrar al
unísono con otra más corta de la misma especie, su tensión deberá ser aumentada
en la misma proporción que el cuadrado de su longitud es mayor, y a fin de que
la gravedad de un planeta resulte igual a la de otro planeta más próximo al
Sol, deberá ser aumentada a medida que el cuadrado de su distancia al astro
solar es más grande. Si suponemos, pues, varias cuerdas musicales tendidas
desde el Sol a los planetas, para que vibrasen al unísono de tonalidad sería
necesario aumentar o disminuir sus tensiones respectivas en la propia
proporción que sería necesaria para hacer iguales las gravedades de los
planetas.»
De la equivalencia de tales relaciones
Pitágoras dedujo su doctrina acerca de la armonía de las esferas (Dutens, págs.
167168, Ley del cuadrado de las distancias, Pitágoras).
En semejantes
descubrimientos puede imaginarse que la sola fuerza de la humana razón baste
para conquistarlos; pero:
- ¿Se hallarán también entre los antiguos
los de carácter experimental que constituyen el timbre de gloria del siglo XIX
y la prueba de la altura alcanzada por el progreso del saber en nuestros
días?
Ya que de Astronomía hablamos, consultad a
Aristóteles, Arquímedes, Ovidio y, sobre todo, a Estrabón, citado por Dutens
(cap. X), y veréis aparecer el telescopio, los espejos cóncavos (cap. VIII, t.
II), los cristales de aumento utilizados como microscopios (cap. IX, t. II), la
refracción de la luz, el descubrimiento del isocronismo de las vibraciones del
péndulo (cap. VI, t. II), etcétera.
Seguramente que os
maravillará ver a estos aparatos (que generalmente se suponen de origen tan
moderno), ya conocidos en la antigüedad. No obstante, también llegaréis a
concederme que así ocurre. Debo añadir que aún no os he hablado de otros
descubrimientos de mayor importancia.
- ¿Puede admitirse que también poseyera la
antigua ciencia los de la electricidad, la fotografía y los de nuestra Química
íntegramente?
Veámoslo:
Agatías vivió en el siglo VI y dejó
escrita una obra que fue impresa el año 1660 (De rebusjustinés, París).
Pues bien; en las páginas 150 y 151 de este infolio, hallaréis la descripción
minuciosa de cómo Artemio de Tralle se sirvió del vapor utilizando su fuerza
motriz para levantar todo un tejado. No falta ni un detalle: manera de disponer
el agua y de cerrar los escapes para obtener alta presión, modos de gobernar el
fuego, etcétera.
Saint-Yves d'Alveydre cita
también el caso en una obra (capítulo IV). En ella nos hace ver que en aquellos
tiempos la ciencia era cosa bien conocida desde muy anterior antigüedad.
- «Nuestros
electricistas no harían un papel muy airoso ante los sacerdotes del antiguo
Egipto y sus iniciados (romanos y griegos), que sabían manejar el rayo como
nosotros manejamos el calor y hacerle caer de las alturas para herir
certeramente donde mejor les parecía».
- «En
la Historia eclesiástica del Sozomene (lib. IX, cap. VI), se puede ver cómo la
sacerdotal corporación de los etruscos defendían la villa de Narria contra
Alarico, utilizando los truenos, y consta que no fue tomada» (Mission des Jutfs, cap. IV).
Tito
Livio (lib. I, cap. XXXI) y
Plinio (Hist, naL, lib. II, cap. LII y lib. XXVIII, cap. IV), describen
la muerte de Tulio Hostilio, quien intentando producir la descarga eléctrica
según las fórmulas de un manuscrito de Numa, cayó fulminado al no saber evitar
las consecuencias del choque por retroceso.
Consta que entre los sacerdotes del
Egipto, la mayoría de los misterios no eran más que la máscara conservadora de
las verdades de la Ciencia, y que el hecho de ser iniciado en ellos significaba
llegar a estar instruido en el saber que los sacerdotes cultivaban. Por esto se
dio a Júpiter la denominación de Elicius, es decir, Júpiter eléctrico,
considerándole la personificación del rayo, que se dejaba atraer a la tierra
por la virtud de ciertos conjuros y de determinados misteriosos modos de
actuar; porque Júpiter Elicius significa pura y sencillamente, Júpiter
susceptible de atracción. Elicius proviene de elicere, según nos enseñan
Ovidio y Varron (Dutens, tomo I).
Eliciunt coelo te Jupiter: unde
minores Nunc quoque te celebrant, Eliciumque vocant. (Ovidio, Fausto, lib. III, v. 327 y 328). ¿No
está claro? En el capítulo IV de la Mission des Juifs, se puede leer lo
siguiente:
- «El manuscrito de Panselene, monje del
Athos, revela, según lo que dicen antiguos autores jónicos, la aplicación de la
química a la fotografía. Este detalle ha sido evidenciado con ocasión del
proceso de Niepce y de Daguerre. La cámara oscura, los aparatos de óptica, la
sensibilización de las placas metálicas, todo está allí descrito muy
extensamente.»
En cuanto a la química de los antiguos,
tengo excelentes razones para opinar, apoyado en lo que sé de cuestiones de
alquimia, que era muy superior desde el doble punto de vista de la teoría y la
práctica a nuestra química actual. Más como hay que apoyarse en hechos
verídicos y no en meras razones, nos conviene seguir escuchando a Dutens (cap.
III, t. II).
Los antiguos egipcios -dice- conocieron el
modo de trabajar los metales, el dorado, el tinte de la seda en diversos
colores, la vidriería, el modo de hacer salir las crías por incubación
artificial de los huevos, la forma de extraer los aceites medicinales de las
plantas, y de preparar el opio, la cerveza, el azúcar, que ellos denominaron
miel de caña, y muchas clases de ungüentos: sabían destilar y conocían los
álcalis y los ácidos.
«En Plutarco (véase Vida de Alejandro, cap.,
XXIX en Herodoto), en Séneca (Cuestiones naturales, lib. III, cap. XV),
en Quinto Curcio (lib. X, cap. final), en Plinio (Historia natural, lib.
XXX, cap. XVI), en Pausanias (Arcad, cap. XXV), se pueden recoger
noticias de nuestros ácidos, nuestras bases, nuestras sales, nuestro alcohol y
nuestro éter; en resumen, los verídicos y elocuentes indicios de una química
inorgánica y orgánica, de los cual los autores no podían o no querían
transmitir la clave reveladora.»
Igual opina Saint-Yves, viniendo a
robustecer lo que dice Dutens.
Pero aún queda algo por decir: nos
referimos a los cañones y a la pólvora.
«Porfirio, en su obra sobre la Administración
del Imperio, describe la artillería de Constantino Porfironegte.
Valeriano, en su Vida de Alejandro, nos
habla de los cañones de bronce que usaban los indios indostánicos.
En Ctesias se hallarán informes referentes
al fuego griego, obtenido por la mezcla de salitre, azufre y de un
hidrocarburo, empleado mucho antes de Mino, en Caldea, en Irán y en las Indias,
donde se le conoció con el nombre de fuego de Bharawa. Este nombre alude
al sacerdocio de la raza roja y recuerda al primer legislador de los negros
indostánicos lo que de por sí indica una inmensa antigüedad.
Herodoto, Justino, Pausanias, hablan de
minas torpederas que devoraron bajo una lluvia de pedernales y de proyectiles
rodeados de llamas, las huestes de los persas y los galos, invasores de
Delfos.
Servio, Valerio Flaco, Julio el Africano y
Marco Graco describen la pólvora de acuerdo con lo que enseñan antiguas
tradiciones. El últimamente citado llega a dar las mismas proporciones que
tiene la fabricada actualmente (Saint-Yves d'Alveydre).»
En otro orden de los conocimientos,
observamos que las pretendidas revelaciones medicinales modernas, como por
ejemplo, la circulación de la sangre y la antropología, y la biología en
general, fueron acabadamente conocidas en la antigüedad, sobre todo por
Hipócrates (Dutens I. II, cap. I.; Saint -Yves, cap. IV).
En rigor de verdad se podría admitir lo
que aquí se dice -me objetaréis- porque frente a cada descubrimiento de ahora,
siempre se puede hallar alguien que demuestre a propósito de todo, que este o
aquel viejo autor de hace siglos, habla del asunto más o menos claramente;
pero,
- ¿Existe alguna experimentación de los
hombres de la antigüedad que nosotros ignoremos, algún fenómeno físico o
químico que nos sea imposible reproducir?
Mucho podríamos decir
contestando, sin agotar el tema; mas deseosos de no fatigar demasiado la
atención de los lectores, me limitaré a recordar a Demócrito y sus
descubrimientos perdidos para el saber actual, entre los que figuran la
producción artificial de las piedras preciosas, el modo de hacer el vidrio
maleable, el arte de conservar las momias, de pintar de forma que la pintura
resulte inalterable, mojando una tela untada con varios barnices en una única
disolución de la que sale cubierta de varios colores; todo esto sin hablar de
los productos que usaban los romanos para su arquitectura.
- ¿Por qué tales cosas son aún hoy tan
poco conocidas?
Quizá reconozca por origen la costumbre de
los clásicos autores de la historia, de copiarse entre sí recíprocamente, sin
preocuparse de lo que digan los historiadores ajenos respecto de los asuntos
que les interesa conocer; quizá también por el hábito de las gentes que sólo
prestan crédito a sus periódicos, a determinadas enciclopedias redactadas Dios
sabe de qué forma: quizá... pero no perdamos el tiempo buscando razones cuya
posesión para nada práctico nos puede servir. El hecho es real y positivo y
esto basta. La ciencia antigua ha dado múltiples pruebas de su veracidad, así
que será preciso, creer, o negar para siempre, el testimonio de los
hombres.
Y como quiera que necesitáramos saber
dónde y cómo se enseñaba esta ciencia, la Mission de Juffs nos va a
decir algo a modo de contestación.
“La educación e instrucción elementales
eran dadas por la familia, después de la calipedia.”
“Estaba religiosamente constituida según
los ritos del culto de los antepasados y de los sexos en el hogar, y por otras
ciencias que es inútil que recordemos aquí.”
“La educación e instrucción
profesionales, eran dadas por lo que los antiguos italianos denominaban la gens
y los chinos la fin; en una palabra, por la tribu, concediendo a esta
palabra su antigua y muy poco conocida significación.”
“Los
estudios más completos, semejantes a los de nuestra segunda enseñanza, correspondían al
adulto, siendo labor de los templos y se llamaban Misterios menores.”
“Las personas
que habían logrado tener, a costa, a veces, de largos años, los conocimientos
naturales y humanos de los Misterios menores, recibían el título de Hijos de la
Mujer, de Héroes, de Hijos del Hombre, y adquirían determinados poderes
sociales, tales como la Terapéutica en todas sus ramas, la Mediación cerca de
los gobiernos, la Magistratura arbitral, etcétera.”
“Los Misterios
mayores completaban estas enseñanzas con otra serie de ciencias y de artes,
cuya posesión concedía al iniciado los títulos de Hijo de los Dioses e Hijo de
Dios, según que el templo fuera o no metropolitano, y, además, ciertos poderes
sociales, denominados sacerdotales y reales.”
Es, pues, en el
santuario donde estaba escondido el saber, cuya existencia real hemos buscado y
seguiremos persiguiendo cada vez más ceñidamente. Henos ya a la puerta de estos
Misterios, de los cuales todos hablan, aunque sean tan contados los que pueden
decir, en verdad, que los conocen.
Mas, para ser
admitido a sufrir la iniciación en ellos, ¿sería indispensable pertenecer a
alguna categoría especial, resultando que una parte de la nación vivía en el
seno de las tinieblas de la ignorancia, explotada por los iniciados que salían
de una casta superior?
En manera
alguna: cualquier hombre, fuere cual fuere su condición social, podía pedir la
iniciación, y por si se duda de mis palabras, a los que desconfíen les remitiré
a la obra de Saint-Yves, para el desarrollo del tema en general y recordaré a
un autor muy instruido en tales cuestiones para esclarecer nuestro particular
punto de vista. Aludo a Fabre d'Olivet, cuyas afirmaciones son las que
siguen:
- “Las antiguas religiones, y muy especialmente la de los
egipcios, estaban llenas de misterios. Una multitud de imágenes y de símbolos
componían la trama (muy admirable, por cierto), sagrada obra de una no
interrumpida serie de hombres divinos, quienes leyendo alternadamente en el
libro de la Naturaleza y en el de Dios, traducían al lenguaje humano lo que
ambos textos expresan en el inefable idioma.
- «Aquellos cuya estúpida mirada, al fijarse en esas
imágenes y símbolos, en esas santas alegorías, no veían cosa alguna más allá,
estaban sumidos en la ignorancia, es cierto; pero su ignorancia era voluntaria.
Desde el instante mismo en que quisieran librarse de ella, no había más que
hablar; abiertos tenían todos los santuarios y si contaban con la fuerza de
voluntad precisa, con la constancia y virtud necesarias, nada les impedía que
avanzasen de conocimiento en conocimiento, de revelación en revelación, hasta
llegar a los más sublimes descubrimientos. Podían, sin dejar de estar vivos y
sanos, y según la entereza y energía de alma que tuviesen, descender a las
regiones de los muertos y subir a las de los Dioses, y penetrar en el seno de
la naturaleza elementaria. Porque todas estas cosas eran dominadas por la
religión y nada de cuando se refiriera a la religión permanecía desconocido
para el Soberano Pontífice. El de la famosa Tebas egipcia, por ejemplo, no
podía llegar a tal culminación de la doctrina sagrada, sin haber recorrido
todos los grados inferiores, agotando en cada uno la cantidad de saber
correspondiente a los mismos y demostrándose capaz de ascender al superior
(...)”
- «Los Misterios no se prodigaban, porque constituían un
algo de positivo valor. No se profanaba el conocimiento de la Divinidad, porque
ese conocimiento no era cosa ilusoria, y para conservar la verdad a varios, no
se concedía vanamente a todo el mundo» (Fabre d'Olivert, La langue Hebraique
restituée).
- ¿Qué antigüedad tenían los Misterios?
- ¿Cuál fue su origen?
Se
les encuentra en el fondo de todas las antiguas civilizaciones de mayor
esplendor, sea cual fuere la raza a que pertenecieran. Respecto del Egipto, en
cuyas iniciaciones se formaron los más grandes talentos hebreos, griegos y
latinos, podemos remontarnos a más de diez mil años, detalle que evidencia
hasta qué punto son inciertas las clásicas cronologías.
Véanse
las pruebas.
- 1. Platón, iniciado en los Misterios, no tiene inconveniente
en afirmar que diez mil años antes de Menes existía una civilización completa,
de la que tuvo a la vista valederos testimonios.
- 2. Herodoto declara lo mismo, añadiendo que en lo tocante a
Osiris (Dios de la antigua Síntesis y de la antigua Alianza universal),
terribles juramentos sellan sus labios y le hace temblar la idea de que se le
escapara algún indicio.
- 3. Diodoro certifica que según le enseñaron los sacerdotes
de Egipto, desde mucho antes de Menes se guardan las pruebas de la existencia
de un estado social perfecto que hasta Horus tuvo dieciocho mil años de
duración.
- 4. Manetón, sacerdote egipcio, establece, a partir de Menes,
una minuciosa cronología que se remonta a seis mil ochocientos y tres años, y
consigna el dato que con anterioridad a dicho soberano virrey indio, varios
ciclos inmensos de civilización contaba la tierra y aun el propio Egipcio.
- 5. Todos estos augustos testimonios a los que se pueden
sumar lo de Beroso y los de todas las bibliotecas de la India, del Tíbet y de
la China, resultan nulos y como no existentes, para el deplorable criterio de
secta y de oscurantismo que se esconde bajo la máscara de la Teología».
(Saint-Yves d’Alveydre, Mission des Juffs).
Llegados
a este punto de nuestras investigaciones, echaremos un vistazo al conjunto de
las cuestiones abordadas para puntualizar las conclusiones que nos permiten
establecer.
Primeramente
hemos evidenciado la existencia en lo antiguo de una cultura científica, tan
poderosa como la nuestra actual, en lo tocante a sus efectos. También queda
declarado que la ignorancia de las gentes de ahora, relativa a dicho asunto,
proviene de la indolencia con que acogen el estudio de la antigüedad.
Luego
hemos visto que el indicado saber estaba encerrado en el interior de los
templos, los cuales eran entonces el foco de la más alta instrucción y
civilización.
Por
último, hemos demostrado que nadie estaba excluido de la iniciación, cuyos
orígenes se pierden en las sombras de los ciclos primitivos.
Tres
clases de pruebas estaban colocadas al comienzo de toda instrucción:
- 1. Las físicas,
- 2. Las morales y
- 3. Las intelectuales.
Jámblico,
Porfirio y Apuleyo, entre los antiguos; Lenoir (La Franc-Maconnerie rendue a sa
veritable oxigene), Christian (Histoire de la Magie) y Deleage (La science du
vrai, entre los modernos, describen extensamente estas pruebas, respecto de las
cuales creo inútil insistir más. Lo que sobresale en todo esto, es el dato de
que, ante todo, la ciencia era ciencia oculta.
El
estudio, siquiera sea superficial, de los textos científicos que nos han legado
los hombres de la antigüedad, permite descubrir que si con sus conocimientos
adquiridos obtenían los propios efectos que obtienen los nuestros, en cambio
diferían mucho con relación al método y a la teoría.
Para
saber lo que se enseñaba en los templos, será preciso, primeramente, que
busquemos los indicios de tales enseñanzas en los materiales que poseamos,
materiales que en su mayor proporción nos han sido conservados por los
alquimistas. No ha de preocuparnos el origen más o menos apócrifo (según los
labios de hoy), de estos escritos. Existen y esto no debe bastar. Si llegamos a
descubrir un método que esclarezca el lenguaje simbólico de los alquimistas, y
al propio tiempo las metafóricas historias antiguas del Toisón de Oro, la
guerra de Troya, la Esfinge, etc., podremos afirmar sin escrúpulos ni dudas que
hemos conquistado una interesante porción de la antigua sabiduría.
Pero
veamos la forma con que los modernos describen un fenómeno natural, para mejor
conocer, por oposición, el método antiguo.
¿Qué pensaríais de la persona que
describiera así un libro?
- «El que me habéis dado para estudiarle, está en la
chimenea, a dos metros cuarenta y nueve centímetros de la mesa donde trabajo.
Pesa quinientos cuarenta y cinco gramos y ocho decigramos. Le componen
trescientas cuarenta y dos hojas de papel impreso, que contienen doscientos
dieciocho mil ciento ochenta caracteres de imprenta, y se han empleado en la
tirada ciento noventa gramos de tinta negra.»
Aquí
tenéis la descripción experimental del fenómeno.
Si
el ejemplo os sorprende, abrid los libros de ciencia modernos y ved si no
corresponde exactamente a la descripción del Sol o de Saturno, hecha por el
astrónomo que detalla el lugar, el peso, el volumen y la densidad de los
astros, o la del espectro solar del físico que cuenta el número de rayas que le
cruzan.
Pero
lo que os interesa de un libro no es su estructura material, su aspecto físico,
si no lo que el autor quiso decir por medio de esos caracteres de imprenta lo
que hay detrás de sus formas; en una palabra, el lado metafísico de la
obra.
Lo
expuesto basta para evidenciar la diferencia que existe entre los métodos
antiguos y los modernos. En el estudio del fenómeno, los primeros se ocupan
siempre del aspecto general de la cuestión; los segundos, a priori, permanecen
encastillados en el dominio de los hechos.
Para
probar que tal es efectivamente el espíritu del método de la antigüedad,
reproduzco a continuación un párrafo muy significativo de Fabre d'Olivet,
acerca de las maneras que existen de escribir historia.
Ante
todo, ruego al lector que me perdone el crecido número de citas con que recargo
este volumen. Mas procedo así creyéndome obligado a buscar a cada instante la
firmeza de fundamentos. Lo que afirmo resulta tan inadmisible a muchas
personas, e ignoro por qué, que la multitud de testimonios aportados no será
caso suficiente para combatir su sistemática incredulidad.
- Es necesario acordarse de que la historia alegórica de
los tiempos pasados, escrita con un espíritu muy distante del de la historia
positiva que le sucedió, no se le asemeja de ningún modo, y precisamente por
haberlas confundido es por lo que hubo de incurrirse en graves errores. Hay
aquí una observación de importancia que formularé de nuevo. La historia
confiada al recuerdo de los hombres, o conservada en los archivos sacerdotales
de los templos y contenida en fragmentos de poesías, no consideraba los sucesos
más que desde el punto de vista moral, no se ocupaba nunca de los individuos y
hacía actuar a las masas, es decir, a los pueblos, las corporaciones, las
sectas, las doctrinas, las artes y las ciencias, como si fueran otras tantas
personalidades que se designan con un nombre genérico.
- No quiere esto decir que esas masas no tuvieran un jefe
que dirigiese sus movimientos. Mas este jefe, considerado como instrumento de
un espíritu cualquiera, era preferido por la historia, que siempre se atenía al
espíritu del suceso. Un jefe sucedía a otro jefe sin que la historia alegórica
hiciera de ello la más insignificante mención.
- Las aventuras de todos se condensaban acumulándolas en la
figura de uno solo. Era la cuestión moral lo que constituía el tema de estudio.
Se examinaba su marcha, se describía su nacimiento, sus progresos y su
decadencia. La sucesión de cosas reemplazaba a la de individuos. La historia
positiva, que ha llegado a ser la nuestra, sigue una dirección enteramente
contraria. Los individuos son el todo para ella: conserva con escrupulosa
exactitud las fechas y los hechos que la otra historia olvida. Los modernos se
burlarán de este criterio alegórico de los antiguos, en el caso de que le crean
posible, de igual forma que supongo que los antepasados se burlarían del método
de los hombres actuales si hubiesen podido conocerlo.
- «¿Cómo podrá aprobarse lo que no se conoce? Nunca se
aprueba más que lo que se ama, y siempre se cree conocer todo lo que debe
amarse. (Fabre d’Olivet, Vers dorés de Pithagore).
Volvamos
al libro impreso del ejemplo que nos ha servido para establecer nuestra primera
comparación, advirtiendo bien que hay dos maneras de considerarle.
Lo
que vemos; los caracteres, el papel, la tinta, es decir, los signos materiales,
que no son más que la representación de algo superior, de algo que no podemos
ver físicamente, y lo que no vemos: las ideas del que escribe.
Lo
visible es la manifestación de lo invisible. Este principio, innegable para el
caso particular a que nos referimos, lo es igualmente para todos los demás de
la naturaleza, como vamos a verlo en lo que sigue.
Diferenciamos
aún más claramente la disparidad entre la ciencia de los antiguos y la de los
modernos.
- La primera se ocupa únicamente de lo visible, como
adecuado modo de llegar a descubrir lo invisible que detrás se oculta.
- La segunda trata del fenómeno consagrándole exclusiva
atención, sin preocuparse de sus metafísicas correlaciones.
La
ciencia de los antiguos es la ciencia de lo oculto, de lo esotérico.
La
ciencia de los modernos es la ciencia de lo visible, de lo esotérico.
Apliquemos
estos datos a la intencionada oscuridad con que los antiguos cubrieron sus
científicas alegorías, y se podrá establecer una aceptable definición de la
ciencia arcaica en la siguiente forma:
Ciencia
oculta -Scientia occulta.
Ciencia
de lo oculto -Scientia occultati.
Ciencia
que oculta lo que ha descubierto-Scientiaoccultans.
Tal
es la triple definición de la CIENCIA
OCULTA.