EL EJEMPLO DE MIGUEL ÁNGEL
Se cuenta que
una persona le preguntó a Miguel Ángel cómo había logrado esculpir de una burda
pieza de mármol una creación tan maravillosa como el David. Y el genial artista
respondió: “Pues lo único que hice fue tomar el mármol y quitar todo lo que
sobraba”.
Esta lección
magistral también se aplica a nuestro sendero donde la clave mayor es disolver
y coagular. Solve et Coagula, el tradicional lema de los alquimistas.
Como nobles
caminantes de la Rosacruz nuestro deber es disolver lo duro, todo aquello que sobra,
derrumbar lo viejo para que –con
los mismos escombros– podamos
construir algo nuevo y mejor.
Hay una metáfora
que ilustra esta idea a la perfección. Es la metáfora del globo. Imaginemos un
globo aerostático de los antiguos, en el que podemos detectar dos movimientos
básicos: uno de ascenso, que está supeditado al fuego que hace que el aire se
caliente y el globo se eleve, y otro de descenso, relacionado con el lastre que
lo conecta a lo terreno.
En otras
palabras, para que el globo vaya subiendo necesitamos encender e intensificar
ese fuego central que representa el Amor, la identificación plena con nuestra
verdadera naturaleza, es decir con lo divino. Sin embargo, al mismo tiempo que
el fuego nos hace ascender, tenemos que deshacernos de todo aquello que nos
apresa al mundo, lo más burdo: los apegos, los defectos, todas esas cosas que
en algunas tradiciones son llamadas “agregados psicológicos”.
Esto no quiere decir que estemos
renunciando al mundo sino elevándonos, observando desde las alturas, o como
decía en el Evangelio: “estar en el mundo pero no ser del mundo”, colocarnos en
un espacio intermedio entre la tierra y el cielo.
Mientras no nos liberemos de esas
cosas que nos mantienen empantanados en la materia, no podremos ascender
demasiado.
Pues bien, el proceso iniciático
implica liberarse de los agregados, de todo aquello que sobra y –al mismo
tiempo– encender el fuego del Amor. Pero no estamos hablando de la tibieza de
un amor mundano, sino de ese Amor profundo, ese fuego abrasador que se aviva al
comprobar que todos somos Uno y que todos somos Eso.
Los orientales
cuentan la historia de un bello diamante caído en el barro y que –a primera vista– parece un pedrusco ordinario, feo y
sucio. No obstante, si sacamos la piedra del barro y le quitamos las costras de
barro, lo lavamos y lo pulimos, encontraremos una joya preciosa y brillante.
“Vuelve sobre ti mismo y mira. Si
aún no ves la belleza en tu persona, haz lo que hace el escultor de una estatua
que llegará a ser bella: toma una parte, la esculpe, la pule y la limpia hasta
que consigue sacar una forma hermosa del mármol. Al igual que él, tú también
quita todo lo superfluo, endereza todo lo torcido y limpia todo lo que está
oscuro hasta hacerlo brillante, y no ceses de esculpir tu propia estatua hasta
que se manifieste en ti el divino resplandor de la virtud y alcances a ver la
moderación o templanza asentada sobre un trono sagrado”. (Plotino)
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