EL LIBRO DEL MAESTRO
LA
MISIÓN DE LOS INICIADOS
Oswald
Wirth
En
todos los tiempos y en todas las latitudes, se han encontrado espíritus leales
que aspiran a la verdad, al bien de sus semejantes y a la supresión de los
males que los hombres sufren por su propia culpa. Estos sabios, a veces, han
hecho escuela, instruyendo discípulos. Dando ejemplo de una vida austera, no
temieron, en ciertas circunstancias, atacar públicamente los abusos del día.
Habiéndose
atraído persecuciones, los reformadores fueron constreñidos a la prudencia; se
hicieron discretos y se envolvieron en el misterio, sin abdicar nada de sus
designios generosos. Así vieron la luz numerosas asociaciones más o menos
secretas e independientes unas de otras, pero animadas de un mismo espíritu de
justicia y filantropía.
Desde
este punto de vista, la Francmasonería actual es incontestablemente la heredera
de las más nobles tradiciones. Obrera del progreso humano, tiene plena
conciencia de su papel emancipador. Sin afiliarse a ninguna escuela y no
decidiéndose por ningún sistema, busca con toda independencia la luz que libera
de toda esclavitud.
Sabiendo
que los pueblos no están condenados a una infancia eterna, los Iniciados siguen
su evolución, que favorecen, trabajando en levantar por todas partes su nivel
moral e intelectual. Desgraciadamente, existen coaliciones que conspiran en
sentido contrario. Convencidas de que los pueblos tienen interés en ser
mantenidos bajo tutela, se esfuerzan en retardar la marcha normal de las cosas
y entraban el progreso.
Una lucha se traba así fatalmente entre
los constructores del porvenir y los conservadores timoratos de un pasado del
que son los beneficiarios.
Elementos
diversos intervienen, de una y otra parte en esta lucha, y cada uno pone en la
obra los recursos de que dispone.
Lo
que distingue desde este punto de vista a los Iniciados es el horror a la
violencia. No son jamás ellos los que traman las revoluciones sangrientas o
sublevan las multitudes excitando sus apetitos. El método de los Iniciados deriva
de la experiencia de los siglos: es paciente, pero seguro.
Sin
duda, una voz puede hacerse oír a propósito para recordar al sacerdote
ignorante y a la reyecía degenerada los orígenes modestos de los más orgullosos
poderes. Cuando el descendiente del primitivo Jefe de bandidos se gloríe de ser
el ungido del Señor, los filósofos pueden permitirse reír abiertamente. No está
prohibido a los ironistas ejercer su verbo a expensas de un pontífice infalible
cuya soberanía espiritual se remonta a través de las edades a la muy equívoca
anterioridad de un prehistórico jefe de hechiceros.
Son
esos despropósitos de niños terribles, porque los Iniciados, cuidadosos de no
trastornar nada demasiado bruscamente, se contentan, en general, con sonreír
entre sí de las vanidades humanas. Temerosos de propagar intempestivamente
verdades incendiarias, se imponen una discreción que es una fuerza temible.
Mientras no sea la hora de hablar[1]
se callan, acumulando las nociones reconocidas como verídicas, madurándolas así
antes de darles su vuelo.
Después,
tienen la inmensa ventaja, de no ser utopistas. Saben que la felicidad de las
colectividades no puede resultar sino de la transformación de los individuos
que las componen. La salud del cuerpo social depende del estado de las células
que lo constituyen. No atribuyamos pues una importancia exagerada a la
modificación de los regímenes políticos o sociales. Son las piedras talladas a
escuadra las que aseguran la solidez del edificio. La práctica del arte de
edificar enseña a los Francmasones que, si han renunciado a la arquitectura
material, no por eso tallan menos sus materiales de construcción.
Desbastan
en sí mismos la piedra bruta humana que pulen en seguida cuidadosamente a fin
de adaptarla a las exigencias del gran edificio. Se trata de la reforma
intelectual y moral de los individuos que es el objeto de toda iniciación
verdadera.
Bajo simbolismos diferentes, el programa
permanece en efecto él mismo cuando los “Herméticos” enseñan alegóricamente a
transmutar el plomo en oro, o cuando los “Rosa-Cruces” de los siglos XVI y XVII
asimilan al Cristo, rey, místico, el hombre regenerado, muerto para sus
pasiones, a fin de resucitar en la luz pura.
Sin duda este Cristianismo iniciático no
es el de los creyentes vulgares; pero la Masonería también se eleva o desciende
en la concepción de cada uno según el grado de iniciación conquistado
efectivamente por sus adeptos; de ahí la necesidad que existe para éstos de
instruirse tan completamente como les sea posible, bien decididos a deshacerse
de sus prejuicios, a perder sus ilusiones, contribuyendo en todo a la
emancipación particular y general por la cultura simultánea, en sí y en los
demás, de todas las cualidades del espíritu y del corazón.
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