Instrucciones a
Los Hombres de Deseo
Instrucción 10
Louis Claude de Saint Martín
Sumario De Las Instrucciones
- Instrucción 01: De la Emanación, De la Creación y de los Números. Instrucción
- Instrucción 02: De la Extracción de las Esencias y de la Materia en la Indiferencia.
- Instrucción 03: De la Modificación de las Esencias y de las Diversas Propiedades del Triángulo.
- Instrucción 04: De la Explosión de las Formas y de la Necesidad del Cuaternario.
- Instrucción 05: De las Diferentes Producciones de la Naturaleza y de las Diferentes Formas de este Universo.
- Instrucción 06: De la Emanación del Hombre.
- Instrucción 07: De la Prevaricación del Hombre.
- Instrucción 08: Del Cuerpo del Hombre y de su Pensamiento.
- Instrucción 09: De la Reintegración de las Formas.
- Instrucción 10: Deseo, Paciencia y Perseverancia.
Instrucción 10
Deseo, Paciencia y Perseverancia
Mis hermanos,
El Eterno, todopoderoso Creador, cuya potencia infinita se extiende
sobre el universo de los espíritus y de los cuerpos, contiene en
su inmensidad una multitud innumerable de seres que Él emana cuando
quiere, fuera de su centro. Él da a cada uno de esos seres, leyes,
preceptos y mandamientos, que son puntos de unión de esos diferentes
seres con esta gran Divinidad. Esa correspondencia de todos los
seres con el ser necesario es tan absoluta, que ningún esfuerzo
de esos seres puede impedirla; ellos no pueden jamás, aunque se
esfuercen, salir del círculo donde fueron colocados, y cada punto
que recorren de ese círculo, no dejaría de estar, un solo instante,
sin relación con su centro; y, con fuerte razón, el centro no podría
jamás cesar de estar en correspondencia, comunicación y relación
con el centro de los centros.
La relación de los centros particulares con el centro universal
es el Espíritu Santo; la relación del centro universal con el centro
de los centros es el Hijo; y el centro de los centros es el Creador
todopoderoso. Dios, el Padre, creó los seres; su Hijo les comunicó
la vida, y esta vida es el Espíritu Santo. Podemos ahí ver la demostración
por el examen de las tres experiencias físicas que os presentaré
para servir de demostración de lo que acabo de decir.
La unidad, 1, se encuentra en los números 10, 7, 3, 4: ella se
encuentra en 10, en 7, en 3 y en 4; lo que prueba que es imposible
poder alguna vez desnaturalizar la unidad, por la imposibilidad
de encontrar un número donde la unidad no esté, porque ella es la
concepción, el sustentáculo y el fin de todos los números; ya que
después de haber recorrido una cantidad prodigiosa de números, se
terminan por 9, no están completos, por la ausencia de su unidad
que los contiene. Como en 10.000: si, en vez de los ceros hubiese
9, ese número estaría incompleto porque demostraría que puede sufrir
una adición; mientras que la unidad unida a los ceros muestra siempre
la emanación, la base y el complemento de los diferentes números:
1.000.000... Se puede aumentar los ceros hasta el infinito, pero
ellos parten todos de la unidad, y están todos contenidos por la
unidad; lo que puede verse en los ejemplos siguientes: 1, 2, 3,
4, 5, 6, 7, 8, 9, 10.
La unidad es aquí el principio de esos nueve números, 1; después
de él viene el 2, donde está la unidad: 3, donde ella está también;
y sucesivamente hasta el 9, donde ella también está contenida. Ahora,
el 9 no pudiendo hacer un número completo, llega a 10, que nos muestra
la unidad conteniendo todos los números, como la figura de la página
anterior.
He aquí la prueba física, matemática, del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. Sabéis que los números son coeternos. Dios no creó
los números; ellos existen desde tiempos inmemoriales en Él y es
por medio de ellos que se hicieron todos sus planos de creación
de los diferentes seres. Ved, pues, Mis hermanos, que la unidad
generadora es la imagen del Padre, 1; la unidad que sigue todos
los números 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9 es la imagen del Hijo, y porta
su número: 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9/44/8. Sabemos a través de todos
los sabios del universo que el número 8 es el número de la doble
potencia dada al Cristo, así como terminasteis de ver que Él es
la vida de todos los seres que subsisten, tanto de los espíritus
como de los cuerpos, porque ningún ser puede subsistir sino por
uno de los 8 números que acabamos de ver. Igualmente, el complemento
de todos los números, que es 10, o (1), nos muestra la imagen física
del Espíritu Santo, que contiene todo lo que el Padre creó, todo lo que el Hijo dirigió, y forma de ese modo la unión eterna,
inefable e indisoluble de las tres unidades que componen la triple
esencia de la Divinidad sin principio ni fin, como podéis observar
que la unidad, 1, siendo absoluta y necesaria, ha, sin interrupción,
emanado y creado seres, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9; que esos seres siempre
han sido dirigidos por su acción directa, su verbo Divino, su Hijo
querido 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9/44/88, porque completa por su número
todas las acciones de los diferentes seres; y que ellos estaban
eternamente contenidos por el Espíritu Santo, 10, o, como la figura
anterior, como el fin, el sustentáculo y el conservador de todo
ser.
Esas grandes verdades, cuya demostración está escrita en toda
la naturaleza, son los arcobotantes (construcción exterior en forma
de medio arco, que sirve para sustentar una bóveda, una pared),
que deben sustentar al Hombre de Deseo espiritual Divino bueno en
todas sus operaciones espirituales temporales. ¡Infeliz de aquellos
que se dejan seducir por los falsos prestigios de los intelectos
demoníacos, para recibir delante de los ojos de su alma, que son
el pensamiento y la voluntad, el velo abominable que les oculta
esas tres santas luces hechas para ser conocidas por todo hombre!
Pero, como la luz disipa todas las tinieblas, de la misma forma
las tinieblas, en el mismo instante en que el ser menor permite
que ellas tengan cuenta de él, disipan en él toda l luz y lo hacen
errar como un ciego procurando a ciegas algún objeto que pueda guardarlo
contra los peligros que lo cercan; igualmente, el alma ofuscada
por el mal uso de su pensamiento procura objetos espirituales que
puedan disipar el miedo terrible que el espíritu vengador del crimen
produce en ella. Este terror, ese pavor, el estremecimiento que
la mayor parte de los hombres experimentan en la oscuridad, constituyen
una imagen perfecta del estado de su alma. Ese miedo que ellos tienen
de encontrar en las tinieblas algún ser destructor de su cuerpo,
debe acompañar al alma de aquel que busca en las tinieblas, por
el temor que posee de encontrar algún ser destructor de la pureza
del su ser Divino que la conduce a la privación de la luz eterna
que es Dios. Si retiramos una gran lámpara de un hombre, que lo
ilumina y le hace ver todos los objetos circunvecinos, él continuará
en las tinieblas durante el tiempo en que se separe de esa lámpara;
su vista perderá, durante toda la separación, la visualización de
los diferentes objetos. El sol, por ejemplo, que ilumina los ojos
del hombre, le hace ver las diferentes bellezas de la naturaleza;
por medio de él ve las diferentes bellezas de las sucesiones de
los diferentes cuerpos aparentes; por medio de él, se instruye de
los diferentes objetos que pasan sucesivamente delante de sus ojos;
y cuanto más visualiza, tanto más será instruido de la naturaleza
de los cuerpos cuya luz muestra las dimensiones.
Supongamos ahora que ese hombre sea encerrado en un horrendo
calabozo que lo priva de la comunicación del astro solar: el miedo
disminuye conforme al número de días de su privación. Cuanto más
tiempo quede encerrado en las tinieblas, privado de la luz del sol,
más su vista se debilita, y más el recuerdo de su visión disminuye;
de modo que, si permanece un cierto número de años sin ver la luz
del sol, es preciso tener un cuidado especial para reconducirlo
a la luz, para evitar que, al transportarlo bruscamente a la vista
del sol de medio día, las membranas de sus ojos, poco ejercitadas
a los movimientos flexibles que deben tener para estar en comunicación
con este astro, y encontrándose en un estado de tensión, de rigidez
y de dureza, y recibiendo un gran número de rayos a los cuales no
consiguen obedecer, y oponiéndose por su resistencia una nueva fuerza
a sus rayos, no disuelven al fin, el propio obstáculo, rompiéndose
algunos vasos gruesos del cuerpo y matando la forma de aquel que
deseó muy pronto aproximarse al principio de la vida.
La aplicación de lo que acabo de decir a los objetos espirituales
es simple y fácil. Tenemos, sobre el asunto, un gran número de ejemplos
en la Escritura Santa.
Cuando Moisés fue a buscar la ley que el Eterno le dio sobre
la montaña del Sinaí, fue preciso decir al pueblo que nadie se aproximase
al pie de la montaña y que, tanto hombre, como animal, sería fulminado.
¿No es lo mismo que mostrar a Israel, que no tenía la visión suficientemente
ejercitada, suficientemente pura y limpia, para poder ver los objetos
que estaban en la montaña? ¿No es también mostrar el respeto que
debía tener por todos los santos objetos que allí estaban, a los
cuales no debía aproximarse sino de lejos y trémulo?
Es, pues, absolutamente necesario usar de la mayor circunspección,
moderación y discreción sobre todos los objetos que la Orden posee
y caminar con la mayor consideración en el camino que conduce al
fin; porque cada senda que allí conduce tiene espinas, dificultades
y obstáculos que es preciso disipar, extirpar, alejar. Ser conducido
al camino sin haber evitado esos obstáculos, constituye una dificultad
aún mayor para superarlos.
De ese modo, la prudencia, tan recomendada por el mismo Jesucristo,
debe ser el cimiento de nuestros pasos. Un gran número de fuerzas
dadas a un general poco experimentado no hacen sino aumentar su
derrota. Es necesario, antes de darle un cuerpo grande, que sepa
al menos dominar un cuerpo pequeño. Lo mismo ocurre con nuestra
alma: es necesario que ella se haya ejercitado por mucho tiempo
en los pequeños combates antes de resistir a los grandes; las mayores
fuerzas que se le dan aumentan sus combates. Así, es preciso saber
moderar el deseo de avanzar, por el miedo de caer. Vimos que el
uso de los alimentos, tan necesarios a la vida del cuerpo, utilizados
en cantidades muy grandes, y sobre todo en convalecencia, son frecuentemente
mortales para aquellos que los emplean. Es, pues, indispensablemente
necesario acostumbrar poco a poco su estómago a las carnes antes
de hacer grandes refecciones cuya digestión es siempre difícil.
Las diferentes pruebas a las que se debe someter a los sujetos para
cerciorarnos de su deseo, fidelidad y perseverancia son de ese género.
Un sujeto tiene hoy un gran deseo y mañana no tiene más, porque
cambió de pensamiento. Es, entonces, necesario darle más tiempo
antes de admitirlo, para saber si posee un deseo verdadero. Si lo
posee, su deseo aumenta en razón de las dificultades, y, si no lo
tiene, las dificultades lo aniquilan; lo que siempre es un gran
bien: 1º, es un hombre de deseo superficial: si hubiese entrado
en la Orden, habría sido un mal sujeto; es, pues, un gran bien que
no entre; 2º su deseo es verdadero, el tiempo no hace sino aumentarlo;
3º, los diferentes obstáculos que le son colocados y que superarlos
darán un mérito aún mayor, que tienen su recompensa. Deseo, paciencia
y perseverancia. Son tres virtudes que ruego al Eterno concedernos
a todos y mantenernos para siempre bajo su santa guarda.
Amén.
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