Monday, February 6, 2017

La Estrella Flamígera - Jorge Norberto Cornejo

La Estrella Flamígera

Jorge Norberto Cornejo

Introducción
Uno de los símbolos más universalmente utilizados en Masonería es la Estrella Flamígera[1]. Se la encuentra prácticamente en todos los Ritos; es la “marca” fundamental del grado de Compañero y uno de los emblemas más inspiradores que la Orden le ofrece a sus miembros. Ahora bien, ¿qué simboliza realmente la Estrella Flamígera?
Algunos Rituales del Rito York afirman que simboliza a Dios, o a lo Divino en general. Desde mi punto de vista, esta interpretación es inaceptable, no sólo por su carácter religioso, sino porque no se entiende de qué forma el símbolo se relaciona con lo simbolizado.
Tampoco aporta demasiado decir que la Estrella Flamígera era un signo pitagórico de salutación, porque en tal caso se trataría de un emblema convencional, elegido en pie de igualdad con muchos otros.
Mackey dice que la Estrella Flamígera simboliza la prudencia, pero esto parece una interpretación exotérica de poco valor iniciático. Eventualmente, más que la «prudencia» en un sentido convencional, deberíamos vincularla con el concepto griego de «frónesis», del que la prudencia es una derivación secundaria.
En la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, la frónesis (del griego: Φρόνησις, phronesis, y esta de «phroneo», comprensión) es la virtud del pensamiento moral, normalmente traducida como 'sabiduría práctica', a veces también como 'prudencia' (en cierto sentido se contrapone a la hibris o ‘desmesura’). A diferencia de la Sofía (o sabiduría superior), la frónesis es la habilidad para pensar cómo y por qué debemos actuar para cambiar las cosas, especialmente para cambiar nuestras vidas para mejor. La frónesis es un momento de reflexión antes de actuar, no por mera prudencia, sino por el ejercicio de la sabiduría. Según Aristóteles, la frónesis es el fundamento y la matriz de la praxis.
La interpretación precedente puede ser interesante, pero a todas luces es poco satisfactoria. Entre la idea simbolizada y el objeto que la simboliza debe existir algún tipo de conexión, algo en la forma del símbolo que lo relacione con el concepto del que busca ser la síntesis y la imagen figurativa.
En ese orden de ideas, la Estrella Flamígera refiere, obviamente, a algo de tipo astronómico, y creemos que es en la astronomía donde podemos hallar su verdadero significado.



La Estrella Flamígera
A lo largo del tiempo, se han propuesto cuatro objetos astronómicos como candidatos a ser simbolizados por la Estrella Flamígera: el Sol, la Estrella Polar, la estrella Sirio y el planeta Venus.
Descartemos el Sol, porque eso implicaría repetir un símbolo que ya se encuentra en el Oriente de los Templos masónicos.
La Estrella Polar es una opción interesante porque, cuando nos situamos en el Hemisferio Norte, todo el cielo parece girar en torno de la misma. Por ello, la Estrella Polar representa el “punto fijo”, el motor inmóvil en torno del cual se desarrolla todo movimiento. Es, en cierto, modo, el punto en el centro del círculo. Asimismo, las estrellas circumpolares que, por encontrarse próximas a la Polar, giran en circunferencias de radio pequeño y nunca llegan a ocultarse detrás del horizonte, también han encontrado un lugar en el simbolismo iniciático, que no desarrollaremos por exceder los límites del presente trabajo.
Sin embargo, entre la Estrella Polar y la Estrella Flamígera propiamente dicha existe una diferencia. Ubicar la Polar en el Oriente, entre el Sol y la Luna, no tiene demasiado sentido. Por el contrario, cuando la Estrella Flamígera se dibuja en el techo del Templo, en el centro exacto del mismo[2], sí puede asociarse significativamente con la Polar. Tal asociación se hace aún más relevante cuando de la Estrella desciende una plomada, que “cae” exactamente sobre el Altar, en el punto preciso en que la escuadra y el compás descansan sobre el Libro. En tal diseño simbólico, si la Estrella representa el Centro del Mundo, la plomada indica el Eje correspondiente.
Por lo tanto, podemos concluir que, entre la Estrella Flamígera y la Estrella Polar existe una relación simbólica, pero la misma no es significativa cuando la Flamígera se representa en el Oriente, como es la situación más habitual.
Pasemos a examinar la Estrella Sirio. Esta era la “estrella perro” de los antiguos egipcios[3], dado que su salida helíaca[4] anunciaba el próximo desborde del Nilo. Sirio, “como un fiel perro guardián” advertía a los egipcios de la cercanía de la inundación que fertilizaba el valle del Nilo.
Sirio es la estrella más brillante del firmamento, y en ese sentido podría calificarse de “flamígera”. Además, Sirio desempeñó un papel importante en numerosas mitologías y religiones antiguas. Sin embargo, no podemos encontrar para este astro una aplicación específicamente masónica.
Entonces, ¿a qué corresponde la Estrella Flamígera? Considero que podemos encontrar una respuesta en la religión sumeria del tercer milenio antes de Cristo.
En la referida religión, la estrella Sirio cumplía una función importante, tanto en la determinación del ciclo agrícola como en su condición de divinidad en sí misma. Su nombre sumerio significa “flecha del cielo”[5].
Ahora, si bien Sirio era considerada como una de las divinidades principales, estaba subordinada a “la estrella dominante de Dios sobre el resto de los objetos celestes”, que para los sumerios era el planeta Venus.
Y es con Venus con quien queremos relacionar, precisamente, el simbolismo de la Estrella Flamígera.
Venus
Obviamente, Venus no es una estrella, sino un planeta, y esto era perfectamente conocido por los antiguos. Sin embargo, visto a ojo desnudo Venus aparece como una estrella brillante, lo que justifica los calificativos de “Lucero de la Mañana” y “Lucero de la Tarde” que ha recibido[6].
Precisamente, Venus siempre se observa un poco antes del amanecer o un poco después del anochecer, lo que la asocia al Sol, cerca del que se encuentra la Estrella Flamígera en los Templos masónicos. Es posible que en la antigüedad Venus se viera mucho más luminosa que desde las ciudades actuales, por lo que los egipcios la calificaron de “una estrella giratoria que difunde su fuego en la tempestad”, mientras que para los mesopotámicos era “un diamante tan destellante como el Sol, siempre rodeada y coronada por llamas”. En las enseñanzas Martinistas, se dice que los sumerios consideraban a Venus como hija de la Luna y hermana del Sol.
Las observaciones astronómicas más elementales revelan que Venus presenta fases como la Luna, y desde antiguo se la ha asociado con ciclos de muerte y renacimiento.
Joseph Campbell ha estudiado ampliamente el significado del sacrificio ritual del Rey, una práctica relativamente habitual en las culturas antiguas[7]. En efecto, fue una costumbre en numerosas culturas neolíticas que el Rey fuese sacrificado periódicamente (muchas veces por su propia mano, en un suicidio ritual totalmente ajeno al pensamiento moderno) y que tal sacrificio supuestamente se realizara para garantizar la fertilidad de la tierra y la prosperidad de la población[8]. El Rey era entonces, mitológica y simbólicamente, comparado con el planeta Venus.
¿Cuál es, en Masonería, ese Rey simbólico que es sacrificado? Hiram Abiff.
Quizás la respuesta pueda sorprender, porque efectivamente Hiram Abiff no era Rey, como sí lo eran los otros dos Grandes Maestros: Salomón, Rey de Israel e Hiram, Rey de Tiro. Pero aquí la condición “real” no guarda relación con el gobierno o el ejercicio del poder, sino que está vinculada con el Rey arquetípico de la cábala y de la alquimia.
En los Rituales masónicos más antiguos, y en algunos Rituales actuales del Rito York, la Cámara del Medio era el lugar donde los Compañeros recibían su salario, y no la Logia donde se reúnen los Maestros, como es el uso actual. El candidato a ser recibido Compañero, tras superar la prueba del Guardatemplo, ingresaba a la Cámara y contemplaba la Estrella Flamígera. Era como si el nuevo Compañero viera, por primera vez, al Gran Maestro cara a cara.
¿Qué tiene, entonces, Venus para ofrecer dentro del simbolismo masónico, en su relación con la Estrella Flamígera? En primer lugar, analicemos el emblema tradicional de Venus:

Se compone de un círculo, que representa lo infinito, y de una cruz, que corresponde al mundo finito. Por lo tanto, este símbolo implica una cierta mediación entre el micro y el macrocosmos, mediación que Hiram, como héroe civilizador, como encarnación viviente del Logos, representa perfectamente, así como también lo hacen los rayos de una Estrella, que se originan en el Cielo pero llegan hasta la Tierra. El símbolo de Venus es similar a la cruz ansata de los antiguos egipcios, símbolo de la vida. Pero la vida, en el sentido de su generación, sustento y procreación, está estrechamente vinculada con lo femenino, en su sentido mitológico, y sobre ese aspecto quisiéramos extendernos.


La Gran Madre Arcaica
En las distintas culturas antiguas, Venus siempre se ha relacionado con divinidades de sexo femenino: Ishtar en Asiria, Astarté en Fenicia; Afrodita en Grecia; la misma Venus en Roma, entre muchas otras. De una forma u otra, se trataba de la Gran Madre, la Divina y Celeste Madre Universal, a veces compasiva de la humanidad sufriente, a veces, como la Kali de la India, sedienta de la sangre de sacrificios humanos. Una diosa, por lo tanto, con dos rostros: uno amante, otro terrible.
No es, por lo tanto, casual, que la Estrella Flamígera, símbolo del planeta Venus, presida en la Cámara del Medio, ese sacrificio ritual del Rey que la Masonería conoce como la muerte de Hiram[9].
La Gran Madre, el eterno femenino, es también uno de los símbolos universales de la Belleza, y recordemos que, en la tríada de los Grandes Maestros, Hiram Abiff corresponde a la Belleza, así como Salomón lo hace con la Sabiduría e Hiram de Tiro con la Fuerza o Fortaleza.
Se podrá afirmar que estas asociaciones son un tanto confusas. De hecho, lo son. Es que en la Masonería, institución de origen definidamente masculino, encontramos una búsqueda inconsciente y casi caótica de lo femenino. Símbolos como las “Marianas masónicas”[10], como la rosa, la Sophia, las representaciones femeninas de la gnosis, etc., representan una forma de buscar, a tientas, la representación de lo femenino, como un intento de alcanzar la expresión completa de lo humano, que incluye tanto lo masculino como lo femenino.
La Estrella Flamígera, en el Oriente de los Templos masónicos, es una presencia viva del principio femenino, aunque no siempre se la reconozca como tal.
La conjunción de los opuestos
En distintas oportunidades se ha interpretado la Estrella Flamígera como símbolo del Hombre, y se ha llegado a representar el miembro viril en la intersección de las dos “piernas” de la Estrella. En nuestro estudio, la Estrella Flamígera se ha revelado como un símbolo de lo femenino.
Esto no es contradictorio, ni tampoco debe sorprendernos. Más allá del carácter “fluido” de cualquier símbolo de naturaleza esotérica, que le permite representar tanto un idea como su contrario, la Estrella aparece entonces como un emblema de la conjunción de los opuestos, de la fusión de las polaridades, del tercer término equilibrador, de la síntesis que, armonizando los opuestos complementarios, al mismo tiempo los trasciende.
No es casual, por lo tanto, que en el Oriente la Estrella se sitúe entre el Sol y la Luna, entre el positivo y el negativo, pues ella manifiesta y expresa la conjunción de los opuestos.
A modo de conclusión
Distintos autores han intentado vincular el simbolismo masónico con la astronomía[11]. Son conocidas las obras de Dupuis y Volney sobre el tema, así como los extensos trabajos de Ragón sobre la misa católica, los antiguos misterios, los ritos masónicos y sus referencias celestes[12].
Sin embargo, es un error pensar que el simbolismo masónico reproduce literalmente objetos y/o hechos astronómicos, pues en tal caso no sería un simbolismo, sino una mera reproducción de lo ya existente.
Muchos de los símbolos masónicos han sido tomados o se han inspirado en “esas cosas que se ven en el cielo”, parafraseando a Carl Jung. Sin embargo, esto se ha hecho con el propósito de representar algo más, de avanzar un paso, de “traer el cielo al Templo masónico”, con el objetivo de servir de soporte simbólico a abstractas ideas metafísicas. En este trabajo hemos buscado mostrar cómo, a través de la Estrella Flamígera, asociada con el planeta Venus, el Eterno Femenino “asoma” dentro del contexto esencialmente masculino de la Masonería, y avanza hacia la noción de la conjunción de los opuestos, objetivo final de la Iniciación.
Análisis similares pueden realizarse respecto de otros símbolos masónicos. Decir, por ejemplo, que Hiram representa al Sol y los tres Asesinos a los meses del invierno, en realidad es empobrecer el símbolo. Queda planteado, por lo tanto, para futuros trabajos, emplear las referencias astronómicos como un puente levantado para otorgar profundidad, y no para banalizar, los símbolos masónicos.

  


[1] “Estrella Flamenante”, “Estrella Resplandeciente”, etc.
[2] Como ocurre en algunos Templos del Rito York y en Templos antiguos de distintos Ritos.
[3] El calificativo “estrella perro” explica por qué Sirio forma parte de la constelación denominada “Can Mayor”.
[4] La salida helíaca de una estrella es su primera aparición por el horizonte oriental después de su período de invisibilidad –aproximadamente seis meses–.  
[5] Sería interesante relacionar este nombre mitológico con la flecha simbólica que aparece en algunos grados del Rito Escocés, tales como el 21° (Noaquita), en el que la flecha desciende desde el cielo hacia la tierra, y el 26° (Escocés Trinitario), en el que una flecha tricolor reemplaza el mazo del Maestroi.
[6] Estas dos apariciones del mismo astro lo califican, a su vez, como un símbolo apropiado de la ley de dualidad.
[7] Ver “Las Máscaras de Dios”, especialmente el volumen sobre “Mitología Primitiva”.
[8] Se ha dicho que, en la versión evangélica convencional, el hecho de entregar a Jesús (el “rey” de los judíos) para que fuese ajusticiado fue una expresión más de esta práctica.
[9] No es contradictorio que la misma Estrella sea el héroe sacrificado y la diosa que preside tal sacrificio. Tales asociaciones son comunes en el pensamiento mitológico. Además, aquí tenemos una primera aproximación al tema de la conjunción de los opuestos.
[10] Muy difundidas durante la Revolución Francesa.
[11] Ciencia que, en cualquier caso, se relaciona con el simbolismo masónico por formar parte del Cuadrivium.
[12] Ver, por ejemplo, “La Misa y sus Misterios”, J.M. Ragon, Editorial Berbera, México, 2009.

Sunday, January 15, 2017

La introspección de los masones - Christian Gadea Saguier

La introspección de los masones


Desde la segunda parte del siglo pasado parece que asistimos a un cambio de época, entendiendo este concepto en la acepción caracterizada por un periodo de tiempo que se distingue por los hechos históricos en él acaecidos y por sus formas de vida. En este lapso registramos cambios profundos tanto en las prácticas sociales como en el imaginario colectivo con el que interactuamos. Según mi ex profesora Esther Díaz algo muy fuerte nos separa de la concepción de la existencia vigente desde el siglo de las luces hasta la Segunda Guerra Mundial. La nueva actitud, que lo resume en su obra Posmodernidad, es una especie de descreimiento en el progreso global de la humanidad, que de ser certero mina de lleno el gran propósito de los masones. Ante preocupaciones similares hoy varios masones en el mundo cuestionamos el valor de nuestra visión y surge, como si fuera la primera vez la pregunta: ¿a dónde vamos? Y no tanto esta sino ¿Cómo vamos hacia donde vamos?

Sin importar la corriente a la que pertenecemos, sea tradicional conservadora o liberal progresista, la Masonería, desde la Edad Moderna, de cara a la sociedad civil está comprometida con el desarrollo de la humanidad, término que inclusive filosóficamente es muy abarcador, puesto que son miembros de ella los beneficiados y los perjudicados. De aquí surge la cuestión ¿Con qué criterios se mide el desarrollo? ¿Quién es el sujeto del progreso?, puesto que todos podrían legitimar su propio y particular interés en una visión de "desarrollo humano" porque obviamente se sienten parte de ella. ¿Quién puede decidir el punto universalmente justo?

Verifiquemos los hechos para comprobar la realidad,  que a fin de cuenta es lo único que existe. Desde la Ilustración se defendió la visión progresista de la historia con la razón gobernando las acciones humanas dirigidas hacia su supuesta perfección. Así como la antigüedad se regía por sus propios arquetipos, la modernidad apuntó al futuro: todo había que hacerlo en pos de una mañana mejor. Su discurso refiere a leyes universales que construyen y explican la realidad, cuyos conceptos son: racionalidad, universalidad, verdad, progreso, unidad, ahorro, mañana mejor. 

¿Sigue vivo ese espíritu? Y que de cierto hay con lo que postulan la llegada de una nueva época: La posmodernidad, rica en "pos" posestructuralismo, posciencia, posfilosofía y que demanda que solo puede haber consensos locales o parciales. Desde el área de la ciencia se preguntan: ¿Ciencia libre, al servicio de una investigación comprometida únicamente con la búsqueda de la verdad, o ciencia dependiente de las inversiones económico-tecnológicas? Esta época desencantada, se desembaraza de las utopías, reafirma el presente, rescata fragmentos del pasado y no se hace demasiadas ilusiones respecto del futuro. 

Ante estas proyecciones, que mucho ya tienen de realidad, los masones buscamos en el diálogo y debate definir nuevas respuestas a la misma pregunta. El fenómeno no es solamente latinoamericano: en Buenos Aires esta semana se reunió VI Zona de Grandes Logias integrantes de la Confederación Masónica Interamericana para debatir sobre: Masonería y Ética, Moral en la Sociedad y Educación Masónica; meses atrás en Montevideo el Gran Oriente de la Masonería Mixta Universal organizó una mesa redonda para dialogar en torno al lugar que ocupa a la mujer dentro de la Masonería; y nosotros, los del Derecho Humano, realizaremos lo propio los primeros días de octubre en Asunción, dentro del V Coloquio Latinoamericano del Derecho Humano donde pretendemos encontrar una respuesta ante el tema: Crecimiento del Derecho Humano en América Latina para el desarrollo de un equilibrio entre la ética personal y la inserción de la Orden en la sociedad. También en Europa, la Gran Logia Femenina de Francia, esta semana, realizó un debate público sobre la misión de la Masonería en el siglo XXI. 

Los desafíos de una nueva época nos liga a reafirmar nuestros valores, puesto que el verdadero masón es un hombre comprometido con su época, no importa la posición social, ni el lugar en donde se encuentre, ya sea desde una oficina, una fabrica, una escuela, un campo de cultivo, o un mostrador. Ilustra, más que con grandilocuentes discursos, con su ejemplo, que virtudes como la fraternidad, la justicia, la honradez, el trabajo, el estudio, el orden, la verdad, deben reinar entre quienes le rodean. 

A diferencia del pasado, el masón de hoy se encuentra en medio del esfuerzo de otras organizaciones que fomentan los mismos intereses que la Masonería, y es allí donde los hermanos, desde el anonimato, trabajan voluntariamente por el logro de sus objetivos; no obstante, buscar en Latinoamérica recuperar la preponderancia histórica de la Masonería por buscarla, por solo una cuestión de protagonismo, es un despropósito, es mejor preocuparse por cerrar filas y hacer de las logias un ejemplo viviente de eso que se proclama, practicar lo que se sostiene. Así, por efecto mismo de un ambiente favorable, los masones que en ellas se desarrollen serán cada día mejores hombres, mejores padres, mejores líderes. 

Si todos se comprometen en ser estudiosos y aplicar ese estudio en la superación de sus vidas, siendo selectivos con los candidatos a la iniciación, para poder formar en ellos una conciencia de servicio y amor a los demás, teniendo presente que ante una responsabilidad social se debe actuar como masón, ayudando a construir el gran edificio de la humanidad, sólo así se continuará la construcción del progreso humano, por más que su mismo concepto sea escéptico para algunos que se encuentran fuera de la Hermandad. 

Christian Gadea Saguier

Fuente:       blog Los Arquitectos


Saturday, January 7, 2017

Regularidad del Régimen Escocés Rectificado

REGULARIDAD DEL
RÉGIMEN ESCOCÉS RECTIFICADO

El Régimen Rectificado, situado, según las disposiciones de los Códigos de 1.778 (Código Masónico de las Logias Reunidas y Rectificadas & Código General de los Reglamentos de la Orden de los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa – único criterio de referencia para el Régimen), bajo la autoridad de un Directorio Nacional federado en Provincias sobre las cuales se entroncan los Grandes Prioratos, no tiene ninguna necesidad de unirse a ninguna instancia masónica - en particular bajo la forma de una “Gran Logia” que debiese ser “reconocida” por la Gran Logia Unida de Inglaterra (G.L.U.I.) -, o de una Obediencia que pretendiese “poseer” el Régimen, y esto con la finalidad de beneficiarse de una ilusoria “regularidad” que le fuese necesaria, puesto que su “verdadera regularidad” el Régimen Escocés Rectificado la posee plenamente desde hace ya dos siglos y medio, gracias a la acción de su fundador, el lyonés a quien todos los masones rectificados deben tanto: Jean-Baptiste Willermoz.

El sistema resultante de la Reforma de Lyon supone una iniciativa de “rectificación” entera de la francmasonería en 1.778, sobrepasando, según sus propios criterios, en eminencia, en autoridad y en conocimiento de los misterios de la iniciación, a todos los sistemas y al conjunto de los regímenes heterogéneos y organizaciones compuestas en “Grandes Logias” que desconocen e ignoran la “doctrina de la reintegración”, y muy evidentemente no tiene ninguna necesidad de vivirse o desarrollarse en formas estructurales administrativas conocidas bajo el nombre de “obediencias masónicas”, puesto que la “concepción obediencial es absolutamente extraña al espíritu de la rectificación”.

La Orden de los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa fue concebida para ser el joyero de la Orden misteriosa que es la esencia misma del Régimen Rectificado, su substancia interior secreta. Sus trabajos se desarrollan pues en lo invisible y tendrán por objeto consagrarse al estudio y a la conservación de la doctrina de la reintegración de la cual la Orden es depositaria a través de la Historia, doctrina sagrada que tiene un objetivo esencial y muy elevado que pocos hombres son dignos de conocer. Willermoz escribirá sobre la Alta y Santa Orden: “su origen es tan remoto que se pierde en la noche de los siglos; todo lo que puede hacer la institución masónica es ayudar a remontar hasta esta Orden primitiva, la cual debe verse como el principio de la francmasonería; es una fuente preciosa, ignorada por la multitud, pero que no se puede perder: una es la Cosa misma, lo otro sólo es un medio para alcanzarla

El Régimen Escocés Rectificado es “regular” en tanto que beneficiándose de un lazo de transmisión efectivo y válido con el “despertar” de 1.935 en Francia, es practicado con total fidelidad a su esencia, a sus principios organizativos, a los Códigos fundacionales que definen sus reglas y a su doctrina interna recogida en las Instrucciones de todos los grados, y esta “regularidad” es de naturaleza iniciática y trans-histórica, puesto que lo une única e invisiblemente a la Orden esencial, primitiva y fundamental cuyo origen se pierde en la noche de los siglos.

El Directorio Nacional Rectificado de Francia - Gran Directorio de las Galias y el Gran Priorato Rectificado de Hispania han acordado trabajar sujetos a la más estricta regularidad a fin de mantener operativo el medio que la Orden Rectificada provee a sus miembros para poder mantener activo el lazo visible e invisible que remonta hasta la Alta y Santa Orden primitiva, guardando y conservando el método y la doctrina que Willermoz fijó y depositó en sus rituales, instrucciones y principios organizativos, tal como quedó de manifiesto una vez más en la celebración el año pasado en Lyon del 80º aniversario del despertar del RER en Francia, reafirmando los principios asumidos y enunciados en el Tratado de amistad y reconocimiento firmado también en Lyon el 14 de Diciembre de 2013. 

Publicado en el Blog de Masonería Cristiana, el domingo, 14 de agosto de 2016


Wednesday, September 14, 2016

Las cuatro preguntas de Kant sobre el Hombre

LAS CUATRO PREGUNTAS DE KANT SOBRE EL HOMBRE

Immanuel Kant



1. — ¿Qué puedo saber?
2. — ¿Qué debo hacer?
3. — ¿Qué me cabe esperar?
4. — ¿Qué es el hombre?

A la primera pregunta responde la metafísica, a la segunda la moral, a la tercera la religión y a la cuarta la antropología.

Kant: “En el fondo, todas estas disciplinas se podrían refundir en la antropología, porque las tres primeras cuestiones revierten en la última.” Esta formulación kantiana reproduce las mismas cuestiones de las que Kant en la sección de su Crítica de la razón pura que lleva por título “Del ideal del supremo bien” dice que todos los intereses de la razón, lo mismo de la especulativa que de la práctica, confluyen en ellas.

Pero a diferencia de lo que ocurre en la Crítica de la razón pura, reconduce esas tres cuestiones hacia una cuarta, la de la naturaleza o esencia del hombre, y la adscribe a una disciplina a la que llama antropología pero que, por ocuparse de las cuestiones fundamentales del filosofar humano, habrá que entender como antropología filosófica.

Ésta sería, pues, la disciplina filosófica fundamental. Pero, cosa sorprendente, ni la antropología que publicó el mismo Kant ni las nutridas lecciones de antropología que fueron publicadas mucho después de su muerte nos ofrecen nada que se parezca a lo que él exigía de una antropología filosófica.

Tanto por su intención declarada como por todo su contenido ofrecen algo muy diferente: toda una plétora de preciosas observaciones sobre el conocimiento del hombre, por ejemplo, acerca del egoísmo, de la sinceridad y la mendacidad, de la fantasía, el don profético, el sueño, las enfermedades mentales, el ingenio. Pero para nada se ocupa de qué sea el hombre ni toca seriamente ninguno de los problemas que esa cuestión trae consigo: el lugar especial que al hombre corresponde en el cosmos, su relación con el destino y con el mundo de las cosas, su comprensión de sus congéneres, su existencia como ser que sabe que ha de morir, su actitud en todos los encuentros, ordinarios y extraordinarios, con el misterio, que componen la trama de su vida. En esa antropología no entra la totalidad del hombre. Parece como si Kant hubiera tenido reparos en plantear realmente, filosofando, la cuestión que considera como fundamental.

Un filósofo de nuestros días, Martin Heidegger, que se ha ocupado (en su Kant und das Problem der Metaphysik, 1929) de esta extraña contradicción, la explica por el carácter indeterminado de la cuestión o pregunta “qué sea el hombre”. Porque el modo mismo de preguntar por el hombre es lo que se habría hecho problemático. En las tres primeras cuestiones de Kant se trata de la finitud del hombre. “¿Qué puedo saber?” implica un no poder, por lo tanto, una limitación “¿Qué debo hacer?” supone algo con lo que no se ha cumplido todavía, también, pues, una limitación; y “¿Qué me cabe esperar?” significa que al que pregunta le está concedida una expectativa y otra le es negada, y también tenemos otra limitación. La cuestión cuarta sería, pues, la que pregunta por la “finitud del hombre”, pero ya no se trata de una cuestión antropológica, puesto que preguntamos por la esencia de nuestra existencia. En lugar, pues, de la antropología, tendríamos como fundamento de la metafísica la ontología fundamental.

Pero adondequiera que nos lleve este resultado, hay que reconocer que no se trata ya de un resultado kantiano. Heidegger ha desplazado el acento de las tres interrogaciones kantianas. Kant no pregunta: “¿Qué puedo conocer?”, sino “¿Qué puedo conocer?” Lo esencial en el caso no es que yo sólo puedo algo y que otro algo no puedo; no es lo esencial que. Yo únicamente sé algo y dejo de saber también algo; lo esencial es que, en general, puedo saber algo, y que por eso puedo preguntar qué es lo que puedo saber. No se trata de mi finitud sino de mi participación real en el saber de lo que hay por saber. Y del mismo modo, “¿Qué debo hacer?” significa que hay un hacer que yo debo, que no estoy, por tanto, separado del hacer justo, sino que, por eso mismo que puedo experimentar mi deber, encuentro abierto el acceso al hacer. Y, por último, tampoco el “¿Qué me cabe esperar?” quiere decir, como pretende Heidegger, que se hace cuestionable la expectativa, y que en el esperar se hace presente la renuncia a lo que no cabe esperar, sino que, por el contrario, nos da a entender, en primer lugar, que hay algo que cabe esperar (pues Kant no piensa, claro está, que la respuesta a la pregunta habría de ser: ¡ Nada!), y en segundo, que me es permitido esperarlo, y, en tercero, que, por lo mismo que me es permitido, puedo experimentar qué sea lo que puedo esperar. Esto es lo que Kant dice.

Y el sentido de la cuarta pregunta, a la que pueden reducirse las tres anteriores, sigue siendo en Kant éste: ¿Qué tipo de criatura será ésta que puede saber, debe hacer y le cabe esperar? Y que las tres cuestiones primeras puedan reducirse a esta última quiere decir: el conocimiento esencial de este ser me pondrá de manifiesto qué es lo que, como tal ser, puede conocer, qué es lo que, como tal ser, debe hacer, y qué es lo que, también como tal ser, le cabe esperar. Con esto se ha dicho, a su vez, que con la finitud que supone el que solamente se puede saber esto, va ligada indisolublemente la participación en lo infinito, participación que se logra por el mero hecho de poder saber.  

Y se ha dicho también que con el conocimiento de la finitud del hombre se nos da al mismo tiempo el conocimiento de su participación en lo infinito, y no como dos propiedades yuxtapuestas, sino como la duplicidad del proceso mismo en el que se hace cognoscible verdaderamente la existencia del hombre.

Lo infinito actúa en ella, y también lo infinito; el hombre participa en lo finito y también participa en lo infinito. Ciertamente, Kant no ha respondido ni siquiera intentado responder a la pregunta que enderezó a la antropología: ¿Qué es el hombre? Desarrolló en sus lecciones una antropología bien diferente de la que él mismo pedía, una antropología que, con criterio histórico filosófico, se podría calificar de anticuada trabada aún con la antropografía de los siglos XVII y XVIII, tan poco crítica. Pero la formulación de la misión que asignó a la antropología filosófica que propugnaba constituye un legado al que no podemos renunciar.

También para mí resulta problemático saber si una disciplina semejante servirá para suministrar un fundamento a la filosofía o, como dice Heidegger, a la metafísica. Porque es cierto que experimentamos constantemente lo que podemos saber, lo que debemos hacer y lo que nos cabe esperar; y también es verdad que la filosofía contribuye a que lo experimentemos. Es decir, a la primera de las cuestiones planteadas por Kant, puesto que, en forma de lógica y de teoría del conocimiento, me comunica qué significa poder saber, y como cosmología, filosofía de la historia, etc., me dice qué es lo que hay por saber; a la segunda, cuando como psicología me dice cómo se realiza psíquicamente el deber, y como ética, teoría del estado, estética, etc., qué es lo que hay por hacer; y a la tercera cuestión cuando, en forma de filosofía de la religión, me dice por lo menos cómo se presenta la esperanza en la fe concreta y en la historia de las creencias, aunque no pueda decirme qué es lo que cabe esperar, porque la religión y su explicación conceptual, la teología, que tienen aquello por tema, no forman parte de la filosofía.

Todo esto lo considero verdad. Pero si la filosofía me puede prestar esta ayuda a través de sus diversas disciplinas es, precisamente, gracias a que ninguna de estas disciplinas reflexiona ni puede reflexionar sobre la integridad del hombre. O bien una disciplina filosófica prescinde del hombre en toda su compleja integridad y lo considera tan sólo como un trozo de   todas las demás disciplinas desgaja de la totalidad del hombre el dominio que ella va a estudiar, lo demarca frente a los demás, asienta sus propios fundamentos y elabora sus propios métodos. En esta faena tiene que permanecer accesible, en primer lugar, a las ideas de la metafísica misma como doctrina del ser, del ente y de la existencia, en segundo lugar, a los resultados de otras disciplinas filosóficas particulares y, en tercero, a los descubrimientos de la antropología filosófica. Pero de la disciplina de la que habrá de hacerse menos dependiente es, precisamente, de la antropología filosófica; porque la posibilidad de su trabajo intelectual propio descansa en su objetivación, en su deshumanización, diríamos, y hasta una disciplina tan orientada hacia el hombre concreto como la filosofía de la historia, para poder abarcar al hombre como ser histórico tiene que renunciar a la consideración del hombre enterizo, del que también forma parte esencial el hombre a histórico, que vive atemperado al ritmo siempre igual dc la naturaleza. Y si las disciplinas filosóficas pueden contribuir en algo a la solución de las tres primeras cuestiones kantianas —aunque no sea más que aclarándome las preguntas mismas y haciéndome que me dé bien cuenta de los problemas que encierran— se debe, precisamente, al hecho de que no esperan a la contestación de la cuestión cuarta.

Pero tampoco la antropología filosófica misma puede proponerse como tarea propia el establecimiento de un fundamento de la metafísica o de las disciplinas filosóficas. Si pretendiera responder a la pregunta “¿Qué es el hombre?” en una forma tan general que ya de ella se podrían derivar las respuestas a las otras cuestiones, entonces se le escaparía la realidad de su objeto propio. Porque en lugar de alcanzar su totalidad genuina, que sólo puede hacerse patente con la visión conjunta de toda su diversidad, lograría nada más una unidad falsa, ajena a la realidad, vacía de ella. 

Una antropología filosófica legítima tiene que saber no sólo que existe un género humano sino también pueblos, no sólo un alma humana sino también tipos y caracteres, no sólo una vida humana sino también edades de la vida; sólo abarcando sistemáticamente éstas y las demás diferencias, sólo conociendo la dinámica que rige dentro de cada particularidad y entre ellas, y sólo mostrando constantemente la presencia de lo uno en lo vario, podrá tener ante sus ojos la totalidad del hombre. Pero por eso mismo no podrá abarcar al hombre en aquella forma absoluta que, si bien no lo indica la cuarta pregunta de Kant, fácilmente se nos impone cuando tratamos de responderla, cosa que, como dijimos, eludió el mismo Kant. Así como le es menester a esta antropología filosófica distinguir y volver a distinguir dentro del género humano si es que quiere llegar a una comprensión honrada, así también tiene que instalar seriamente al hombre en la naturaleza, tiene que compararlo con las demás cosas, con los demás seres vivos, con los demás seres conscientes, para así poder asignarle, con seguridad, su lugar correspondiente. 

Sólo por este camino doble de diferenciación y comparación podrá captar al hombre entero, este hombre que, cualquiera tierra sabe: que transita por el estrecho sendero que lleva del nacimiento a la muerte; prueba lo que nadie que no sea él puede probar: la lucha con el destino, la rebelión y la reconciliación y, en ocasiones, cuando se junta por elección con otro ser humano, llega hasta experimentar en su propia sangre lo que pasa por los adentros del otro.

La antropología filosófica no pretende reducir los problemas filosóficos a la existencia humana ni fundar las disciplinas filosóficas, como si dijéramos, desde abajo y no desde arriba. Lo que pretende es, sencillamente, conocer al hombre. Pero con esto se encuentra ante un objeto de estudio del todo diferente a los demás. Porque en la antropología filosófica se le presenta al hombre él mismo, en el sentido más exacto, como objeto. 

Ahora que está en juego la totalidad, el investigador no puede darse por satisfecho, como en el caso de la antropología como ciencia particular, con considerar al hombre como cualquier otro trozo de la naturaleza, prescindiendo de que él mismo, el investigador, también es hombre y que experimenta en la experiencia interna este su ser hombre en una forma en la que no es capaz de experimentar ninguna otra cosa de la naturaleza, no sólo en su perspectiva del todo diferente sino en una dimensión del ser totalmente distinta, en una dimensión en la que sólo esta porción de la naturaleza que es él es experimentada. Por su esencia, el conocimiento filosófico del hombre es reflexión del hombre sobre sí mismo, y el hombre puede reflexionar sobre sí únicamente si la persona cognoscente, es decir, el filósofo que hace antropología, reflexiona sobre sí como persona.

El principio de individuación, que alude al hecho fundamental de la infinita variedad de las personas humanas en cuya virtud cada una está hecha a su manera peculiarísima y singular, lejos de relativizar el conocimiento antropológico le presta, por el contrario, su núcleo y armazón. Y en torno a lo que descubra el filósofo que medita sobre sí se deberá ordenar y cristalizar todo lo que se encuentra en el hombre histórico y en el actual, en hombres y mujeres, en indios y en chinos, en pordioseros y emperadores, en imbéciles y en genios, para que aquel su descubrimiento pueda convertirse en una genuina antropología filosófica.
Pero esto es algo diferente de lo que hace el psicólogo cuando completa y explica lo. Que sabe por la literatura y por la observación mediante la observación de sí mismo, el análisis de sí mismo, el experimento consigo mismo. Porque en este caso se trata siempre de fenómenos y procesos singulares, objetivados, de algo que ha sido desgajado de la conexión de la total persona concreta, de carne y hueso. Pero el antropofilósofo tiene que poner en juego no menos que su encarnada totalidad, su yo (Selbst)4 concreto.

* En español no solemos distinguir un “yo” y un “mismo” (Selbst, Self, moi), así que habrá que entender el “yo” casi siempre, en el contexto de este libro, como el sujeto íntegro, y no el sujeto lógico, el yo intelectual o la conciencia. Y todavía más. No basta con que coloque su yo como objeto del conocimiento. Sólo puede conocer la totalidad de la persona y, por ella, la totalidad del hombre, si no deja fuera su subjetividad ni se mantiene como espectador impasible. Por el contrario, tiene que tirarse a fondo en el acto de autorreflexión, para poder cerciorarse por dentro de la totalidad humana. En otras palabras: tendrá que ejecutar ese acto de adentramiento en una dimensión peculiarísima, como acto vital, sin ninguna seguridad filosófica previa, exponiéndose, por lo tanto, a todo lo que a uno le puede ocurrir cuando vive realmente. 
No se conoce al estilo de quien, permaneciendo en la playa, contempla maravillado la furia espumante de las olas, sino que es menester echarse al agua, hay que nadar, alerta y con todas las fuerzas, y hasta habrá un momento en que nos parecerá estar a punto de desvanecimiento: así y no de otra manera puede surgir la visión antropológica. Mientras nos contentemos con poseernos como un objeto, no nos enteraremos del hombre más que como una cosa más entre otras, y no se nos hará presente la totalidad que tratamos de captar; y claro que para poder captarla tiene que estar presente. No es posible que percibamos sino lo que en un “estar presente efectivo se nos ofrece, pero en ese caso sí que percibimos, o captamos de verdad, y entonces se forma el núcleo de la cristalización.
Un ejemplo podrá aclarar la relación entre el psicólogo y el antropólogo.* Si los dos estudian, digamos, el fenómeno de la cólera, el psicólogo tratará de captar qué es lo que siente el colérico, cuáles son los motivos y los impulsos de su yo * 
El ejemplo lo hemos tomado de la edición inglesa del ensayo, porque creemos que ayudará al lector. Vid. “What is Man?”, en Between Man and Man (Macmillan, Nueva York, 1948), p. 125., pero el antropólogo tratará también de captar qué es lo que está haciendo. Con respecto a este fenómeno, les será difícilmente practicable a los dos la introspección, que por naturaleza tiende a debilitar la espontaneidad e irregularidad de la cólera. El psicólogo tratará de sortear la dificultad mediante una división específica de la conciencia que le permita quedarse fuera con la parte observadora de su ser, dejando, por otra parte, que la persona siga su curso con la menor perturbación posible. Pero, de todos modos, la pasión en ese caso no dejará de parecerse a la del actor, es decir, que, no obstante que pueda intensificarse por comparación con una pasión no observada, su curso será diferente: habrá, en lugar del estallido elemental, un desencadenarse de la misma que será deliberado, y habrá una vehemencia más enfática, más querida, más dramática. El antropólogo no se preocupará de una división de la conciencia, pues que le interesa la totalidad intacta de los procesos, y, especialmente, la no fragmentada conexión natural entre sentimientos y acciones; y ésta es, en verdad, la conexión más poderosamente afectada por la introspección, ya que la pura espontaneidad de la acción es la que sufre esencialmente. 
El antropólogo, por tanto, tiene que resistirse a cualquier intento de permanecer fuera con su yo observador y, cuando le sobreviene la cólera, no la perturba convirtiéndose en su espectador, sino que la abandona a su curso sin el empeño de ganar sobre ella una perspectiva. Será capaz dc registrar en el recuerdo lo que sintió e hizo entonces; para él, la memoria ocupa el lugar del experimentar consigo mismo. Pero lo mismo que los grandes escritores, en su trato con los demás hombres, no registran deliberadamente sus peculiaridades, tomando, como si dijéramos, notas invisibles, sino que tratan con ellos en una forma natural y no inhibida, dejando la cosecha para la hora de la cosecha, también la memoria del antropólogo competente posee, con respecto a sí mismo y a los demás, un poder concentrador que le sabe preservar lo esencial. En el momento de la vida no lleva otra idea que la de vivir lo que hay que vivir, está presente con todo su ser, indiviso, y por tal razón crece en su pensamiento y en su recuerdo el conocimiento de la totalidad humana. (MARTIN BUBER).