EL SERMÓN DEL MONTE
La Llave para triunfar en la Vida
Emmet Fox
Capítulo 1
¿Que nos enseño Jesus?
JESUCRISTO es, sin duda, la figura más importante que jamás haya
aparecido en la historia de la humanidad. Esto hemos de admitirlo; no
importa cómo le consideremos. Ello es verdad así le llamemos Dios u
hombre; y, si le consideramos hombre, ya le tengamos por el más grande
Profeta y Maestro del mundo, o meramente como un bienintencionado
fanático que, después de una efímera y tempestuosa vida pública,
sufrió el dolor, la ruina y el fracaso. Sea cual sea nuestra
interpretación, quedará el hecho incontrovertible de que su vida y su
muerte, así como las enseñanzas que se le atribuyen, han influido en
el curso de la historia más que las de cualquier otro hombre que jamás
haya vivido. Mucho más, incluso, de lo que lo hicieron Alejandro, o
César, o Carlomagno, o Napoleón, o Washington. Son muchas las personas
influenciadas por sus doctrinas, o al menos, por las que se le
atribuyen; se escriben, leen y compran multitud de libros acerca de
Él; se pronuncian más discursos (o sermones) sobre su persona que
sobre todos los nombres mencionados juntos.
Él ha sido la
inspiración religiosa de toda la raza europea durante los dos milenios
en que ésta ha dominado y moldeado los destinos del mundo entero
—tanto cultural, como social, como políticamente—, y durante el
período en que toda la superficie terrestre fue por fin descubierta y
ocupada y sus rasgos salientes trazados por la civilización.
Estos
hechos lo colocan a El en el primer lugar de la importancia mundial.
No hay, por lo tanto, empresa más elevada que la de inquirir e
investigar acerca de Sus ideales. ¿Qué enseñó Jesús? ¿Qué quiso
verdaderamente que creyésemos e hiciésemos? ¿Cuáles fueron los fines
que albergaba en su corazón? Y, ¿hasta qué punto logró cumplir estos
fines con Su vida y con Su muerte? ¿Hasta qué punto ha expresado o
representado Sus ideas el movimiento llamado cristianismo, tal como ha
existido durante los últimos diecinueve siglos? ¿Qué alcance tiene el
mensaje que el cristianismo de hoy presenta al mundo? Si Él volviese
ahora, ¿qué diría, en general, de las naciones que se llaman
cristianas, y en particular de las iglesias cristianas, de los
adventistas del Séptimo Día, de los anglicanos, los bautistas, los
católicos, los cuáqueros, los griegos ortodoxos, los metodistas, los
presbiterianos, los salvacionistas o los unitarios? ¿Qué fue lo que
enseñó Jesús?
Éstas son las preguntas que tengo intención de
responder en este libro. Me propongo demostrar que el mensaje que nos
trajo Jesús tiene un valor único porque es la Verdad, la única
explicación perfecta de la naturaleza de Dios y del hombre, de la vida
y del mundo, así como de la interdependencia que existe entre ellos. Y
lo que es más, encontraremos que Su enseñanza no es una mera
apreciación abstracta del universo, lo cual sólo tendría un interés
académico, sino que constituye un método práctico para el desarrollo
del alma, un método que nos sirve para reformar nuestra vida y nuestro
destino, de manera que podamos hacer de ellos lo que queramos.
Jesús nos explica lo que es la naturaleza de Dios y lo que es nuestra
propia naturaleza; nos habla del significado de la vida y de la
muerte; nos enseña por qué cometemos errores; por qué caemos en la
tentación; por qué enfermamos y nos empobrecemos, por qué nos hacemos
viejos; y, lo que es más importante, nos dice cómo pueden ser vencidos
todos estos males, y cómo podemos traer salud, felicidad, y
prosperidad verdadera a nuestras vidas y a la vida de los que nos
rodean, si ellos lo desean realmente.
Lo primero que tenemos
que comprender es un hecho de importancia fundamental, porque
significa romper con los puntos de vista ordinarios de la ortodoxia.
La verdad es que Jesús no enseñó teología alguna. Su enseñanza es
enteramente espiritual o metafísica. El cristianismo histórico,
desafortunadamente, ha puesto su mayor atención en las cuestiones
teológicas y doctrinales, las que, por extraño que parezca, no tienen
nada que ver con la enseñanza evangélica en sí. Mucha gente sencilla
se sorprenderá al comprobar que todas las doctrinas y teologías de las
iglesias son invenciones humanas, nacidas en la mente de sus autores e
impuestas a la Biblia desde fuera. Pero es así. No hay absolutamente
ningún sistema teológico o doctrinal que pueda ser hallado en la
Biblia; sencillamente ninguno. Personas honradas que sintieron la
necesidad de obtener cierta explicación intelectual de la vida,
creyendo también que la Biblia era una revelación de Dios al hombre,
llegaron a la conclusión de que una debía encontrarse dentro de la
otra, y luego, más o menos inconscientemente, se pusieron a crear
aquello que querían encontrar. Pero les faltaba la llave espiritual y
metafísica. No estaban afirmados sobre lo que podemos llamar Base
Espiritual, y en consecuencia buscaron una explicación de la vida
puramente intelectual o tridimensional, y es imposible explicar la
existencia con semejante criterio.
La explicación verdadera de
la vida del hombre descansa en el hecho de su entidad esencialmente
espiritual y eterna, y en que este mundo, y la vida que
intelectualmente conocemos, no son más que lo que muestra un corte en
sección de la verdad completa acerca de él. Y un corte en sección de
cualquier cosa —sea una máquina o un caballo— no puede damos ni tan
siquiera una explicación parcial de lo que es el todo.
Mirando
a un rinconcito del universo —y eso con ojos entreabiertos— y
colocándose en un plano exclusivamente antropocéntrico y geocéntrico,
los hombres han creado absurdas y horribles fábulas acerca de un Dios
limitado y semejante al hombre, que rige su universo tal como un
reyezuelo oriental, más bien ignorante y bárbaro, que manejara los
asuntos de su pequeño reino. A este ser así creado se le atribuyen
toda suerte de flaquezas humanas, tales como la vanidad, la
inconstancia, y el rencor. Luego surgió una leyenda forzada e
inconsecuente acerca del pecado original, la expiación por la sangre,
el castigo infinito por transgresiones finitas, y, en ciertos casos,
se añadió una doctrina increíblemente horrible de la predestinación al
tormento eterno o a la felicidad eterna. La Biblia no enseña ninguna
teoría semejante. Y si estuviera en los objetivos de la Biblia
sostener tal cosa, ello aparecería claramente expuesto en algún
capítulo u otro, pero no es así.
El "Plan de Salvación" que
figuraba con tanta prominencia en los sermones evangélicos y en los
libros de teología de la pasada generación, es tan desconocido para la
Biblia como lo es para el Corán. Nunca hubo tal plan en el universo, y
la Biblia no lo expone en ninguna manera. Lo que ha sucedido es que
algunos textos oscuros del Génesis, ciertas frases sacadas acá y allá
de las epístolas de San Pablo y unos cuantos versículos aislados de
otras partes de las Sagradas Escrituras, han sido entresacados y
reunidos por los teólogos para sostener la clase de doctrina que a su
parecer debería encontrarse en la Biblia. Jesús desconocía todo esto.
Claro está que El no es en modo alguno como Pollyanna o un optimista.
Nos advierte, no ya una vez sino muchas, que la obstinación en el
pecado trae en verdad muy serias consecuencias, y que el hombre que
perdiere la integridad de su alma, aun cuando ganare el mundo entero,
resulta extremadamente necio. Por otra parte, nos enseña que somos
castigados a causa de nuestros propios errores, o mejor aún, son
nuestros propios errores los que nos castigan. Jesús nos enseña
también que cada hombre o mujer, por encenegados que estén en lo
impuro y malo, tienen acceso directo a un Dios de misericordia,
paternal y todopoderoso, quien los perdonará y les proporcionará Su
propia fortaleza para ayudarles a descubrirse de nuevo a sí mismos,
setenta y siete veces si es necesario.
Jesús ha sido también
mal comprendido y mal representado en varias otras maneras. Por
ejemplo, no hay ningún fundamento en su enseñanza sobre el cual
establecer determinada forma de eclesiasticismo, jerarquía, o tal o
cual sistema ritualista. Él no autorizó semejante cosa, y, de hecho,
todo el contenido de su pensamiento es definitivamente
antieclesiástico. A través de toda su vida pública lo vemos frente a
los clérigos y demás oficiales religiosos de su propio país. Por eso
ellos se le opusieron y lo persiguieron después, llevados por un
instinto de propia conservación —instintivamente sintieron que la
Verdad, tal como Él la exponía, anunciaba el fin de su poderío, y más
tarde le hicieron matar—. Él pasó por alto la pretendida autoridad que
tenían ellos como representantes de Dios; y hacia su ritual y
ceremonias no mostró otra cosa que impaciencia y desprecio. Parece ser
que, en materia religiosa, la naturaleza humana está más predispuesta
a creer en aquello que quiere que en tomarse el trabajo de escudriñar
las Escrituras con una mente abierta. Hombres realmente sinceros, por
ejemplo, se han abrogado el papel de guías del cristianismo con los
más imponentes y presuntuosos títulos, y después se han vestido de
hábitos elaborados y magníficos para impresionar así a las gentes,
pese a que su Maestro, en el más claro lenguaje, ordenó estrictamente
a Sus discípulos que no hiciesen nada de eso "Pero vosotros no os
hagáis llamar Rabbí, porque uno solo es vuestro maestro, el Cristo, y
todos vosotros sois hermanos" (MATEO 23:8). Denunció a los fariseos
como hipócritas.
Jesús, como veremos más adelante, no sancionó
nunca la importancia de ceremonias rituales, ni de leyes rígidas, ni
de ordenanzas severas de ninguna clase. En lo que sí insistió fue en
que cierto espíritu prevaleciera en la conducta de uno, siendo
cuidadoso en enseñar sólo principios, sabedor de que cuando el
espíritu es recto los detalles lo serán en consecuencia, "la letra
mata pero el espíritu vivifica", según lo demostraba el triste ejemplo
de los fariseos. Sin embargo, a pesar de esto, la historia del
cristianismo ortodoxo se compone en su mayor parte de esfuerzos
encaminados a hacer observar a los fíeles toda clase de ritos
externos. Un ejemplo lo tenemos en los puritanos, al querer imponer a
los cristianos el sábado de los judíos como día de descanso, a pesar
de que las leyes sabáticas eran una ordenanza puramente hebraica.
También lo tenemos en los crueles castigos sufridos por los que
descuidaban lo referente exclusivamente a la profanación del sábado; y
a pesar del hecho de que Jesús no miraba con simpatía la observancia
supersticiosa del sábado, diciendo que el sábado fue hecho para el
hombre y no el hombre para el sábado, e insistiendo en hacer cualquier
cosa que creyera oportuno en ese día. A través de Su enseñanza se
advierte claramente que el hombre debe hacer de cada día un sábado
espiritual, pensando y conduciéndose de una manera espiritual.
Es obvio, pues, que si el sábado hebreo fuera todavía impuesto a los
cristianos, como éstos no guardan su observancia sino la del domingo,
aún estarían incurriendo en las mismas consecuencias de quebrantarlo.
Muchos cristianos modernos, sin embargo, se dan cuenta de que no hay
ningún sistema de teología en la Biblia, a menos que se quiera ponerlo
allí de forma deliberada, y han renunciado casi por completo a la
teología; pero todavía cuentan con el cristianismo porque sienten
intuitivamente que es la Verdad. En realidad, su actitud carece de
justificación lógica puesto que no poseen la Clave Espiritual, que
hace inteligible la enseñanza de Jesús, y por eso tratan de
racionalizar su actitud de diversas maneras. Tal es el dilema de quien
no posee ni la ciega fe de la ortodoxia, ni la interpretación
espiritual y científica de la Biblia. Se encuentra sin sostén en todo
aquello que no pertenece a la vieja Escuela Unitaria. Si no rechaza
del todo los milagros, siente gran incomodidad con respecto a ellos;
le desconciertan y quisiera que no apareciesen en la Biblia, se
alegraría mucho si los pudiera dejar de lado.
Un bien conocido
clérigo ha publicado recientemente una Vida de Jesús que ilustra cuán
falsa es esta posición. En este libro el autor concede la posibilidad
de que Jesús curase a algunas personas o les ayudase a curarse a sí
mismas; pero nada más. Niega rotundamente los otros milagros. Según
él, éstos no fueron más que las acostumbradas leyendas que se forman
alrededor de todos los grandes personajes de la historia.
Cuando ocurría la tempestad en el lago, por ejemplo, los discípulos se
hallaban en extremo asustados, hasta que se acordaron de Jesús, y este
pensamiento sólo sirvió para calmar sus temores. Este hecho fue
exagerado más tarde hasta convertirse en una historia absurda que
describía a Jesús mismo andando sobre las aguas para acercarse al
barco. En otra ocasión, sigue el mismo autor, parece que Jesús reformó
a un pecador, levantándole de una sepultura de pecados, y esto, años
después, llegó a ser una leyenda ridícula en que se relata la
resurrección de un muerto. Otra noche, mientras Jesús oraba
fervorosamente, su rostro se iluminó con un extraordinario resplandor,
y Pedro, que se había dormido, se despertó sobresaltado. Años después
Pedro refería, en un cuento confuso, cómo le pareció ver a Moisés en
aquella ocasión. Así se creó la leyenda de la Transfiguración, y tal
es el origen de otros y otros ejemplos semejantes.
Por
supuesto, debemos escuchar con compasión los argumentos sinceros de un
hombre que se halla impresionado por la belleza y el misterio de los
Evangelios, pero, faltándole la Clave Espiritual, cree sentir que su
sentido común y toda la erudición científica de los hombres están en
contradicción con el contenido de esos Evangelios. Pero no es tan
sencillo. Si los milagros no sucedieron realmente, todo el resto de
los Evangelios pierde su significación real. Si Jesús no creyó que
fuesen posibles, tratando de llevarlos a cabo —nunca, es cierto, por
ostentación, pero sí constante y repetidamente—, si Él no creyó y
enseñó muchas cosas en franca contradicción con la filosofía
racionalista de los siglos dieciocho y diecinueve, entonces el mensaje
de los Evangelios es caótico, contradictorio y carente de todo
significado. No podemos eludir este dilema diciendo que Jesús no
estaba interesado en las creencias y supersticiones de su tiempo, y
que las aceptó más o menos pasivamente porque lo que le interesaba en
verdad era el carácter. Éste es un argumento débil, porque este
carácter debe incluir una comprensión de la vida inteligente y vital a
la vez. Asimismo debe incluir ciertas creencias y convicciones
definidas acerca de las cosas de importancia valedera.
Pero los
milagros sí ocurrieron. Todos los hechos que los cuatro Evangelios
relatan de Jesús sucedieron, y muchos más. "Muchas otras cosas hizo
Jesús, que si se escribiesen una por una, creo que este mundo no
podría contener los libros" (JN. 21:25). Jesús mismo justificó con sus
obras lo que la gente estimó ser una extraña y maravillosa enseñanza;
pero Él fue aún más lejos y dijo refiriéndose a aquellos que estudian
y practican sus enseñanzas: "Las cosas que hago las haréis, y muchas
más aún."
Después de todo, ¿qué es un milagro? Los que niegan
la posibilidad de los milagros apoyándose en el argumento de que el
universo es un sistema de leyes que funcionan perfectamente sin que
quepa el más mínimo fallo, están en lo cierto. Pero olvidan que el
mundo que conocemos a través de los cinco sentidos, y cuyas leyes son
las únicas conocidas por la mayoría de los hombres, no es más que un
pequeñísimo fragmento de todo el universo existente en la realidad, y
que cada ley está subordinada a otra superior en un sentido de menor a
mayor. Ahora bien, el recurrir de una ley inferior a otra superior no
es realmente quebrantar la ley, porque la posibilidad de tal cosa cabe
dentro de la constitución suprema del universo. Por eso, en el sentido
correcto de lo que la violación de una ley implica, los milagros no
son posibles. Empero en el sentido de que todas las leyes ordinarias y
las limitaciones corrientes de lo físico pueden ser abrogadas y
contrarrestadas por algo más alto que las comprenda, los milagros, en
el sentido coloquial de la palabra, no solamente son posibles sino que
pueden ocurrir y ocurren.
Supongamos, por ejemplo, que un lunes
nuestros asuntos se encuentran en tal condición que, humanamente
hablando, es seguro que antes que la semana termine se producirán
determinados cambios. Puede tratarse de cuestiones legales, acaso
alguna dura resolución judicial o problemas físicos en nuestra salud
corporal. Puede que una alta autoridad médica haya decidido que es
indispensable una operación muy delicada, o aún más, que estime su
deber decir al paciente que no hay esperanzas de que recobre su salud.
Ahora bien, si en presencia de tales condiciones el sujeto en cuestión
pueden elevar su conciencia por encima de las limitaciones del plano
físico —lo cual no es más que una enunciación científica de lo que
hacemos cuando oramos— las condiciones de ese plano serán cambiadas, y
de un modo del todo imprevisto e imposible normalmente, las trágicas
consecuencias esperadas se desvanecerán. La sentencia legal no se
pronunciará, el paciente se recuperará en lugar de tener que sufrir la
operación o de morir, y las cosas se arreglarán para el provecho de
todos.
En otras palabras, los milagros, en el sentido corriente
de la palabra, pueden suceder y, en efecto, suelen suceder como
resultado de la oración. La oración tiene realmente el poder de
cambiar las cosas. Sí, gracias a la oración, las cosas pueden venir en
forma muy diferente a como hubieran venido de no haberse orado. No
importa cuál sea la dificultad que enfrentamos; no importan las causas
que la hayan producido. Suficiente oración barrerá la dificultad;
solamente debemos ser perseverantes en nuestra apelación a Dios. La
oración, sin embargo, es al mismo tiempo una ciencia y un arte; y fue
a la enseñanza de esta ciencia y de este arte que Jesús dedicó la
mayor parte de su ministerio. Los milagros de los Evangelios
sucedieron porque Jesús tenía aquella comprensión espiritual que le
daba un poder en la oración superior al que nadie había tenido jamás.
Encontramos otro intento de interpretar los Evangelios digno de
tomarse en cuenta, que es el de Tolstoi. Éste trató de presentar El
Sermón del Monte como una guía práctica de vida, tomando sus preceptos
literalmente y pasando por alto la interpretación espiritual de la
cual no era consciente; asimismo hizo exclusión del Plano del Espíritu
en el cual no creía. Aceptando de la Biblia sólo los cuatro Evangelios
y suprimiendo de ellos los milagros, hizo un esfuerzo tan heroico como
vano de armonizar cristianismo y materialismo, y, por supuesto,
fracasó. Su verdadero lugar en la historia resulta así no el del
fundador de un nuevo movimiento religioso, sino el del genio cuyo
anarquismo práctico abrió el camino a la revolución bolchevique tal
como Rousseau preparó el advenimiento de la Revolución Francesa.
Es la Clave Espiritual lo que revela el misterio del contenido de
la Biblia en general, y de los Evangelios en particular. Es esa Clave
o interpretación espiritual lo que nos explica los milagros, y nos
muestra cómo Jesús los hizo para probamos que nosotros también
podíamos hacerlos y libramos así del pecado, de la enfermedad y de las
limitaciones. Con esa Clave podemos prescindir de las inspiraciones de
la elocuencia, y deshacemos de interpretaciones de la Biblia literales
y supersticiosas, y no obstante entender que es ella el más preciado y
auténtico tesoro que posee la humanidad.
Desde fuera, la Biblia
es una colección de documentos inspirados que fueron escritos a través
de siglos por hombres de todos los tipos y en circunstancias diversas.
Muy contados de estos documentos que han llegado a nosotros son
originales; en su mayoría se trata de redacciones y compilaciones de
fragmentos más antiguos, y el nombre de los autores rara vez se sabe
con seguridad. Esto, no obstante, no afecta en lo más mínimo al
propósito espiritual de la Biblia; sino que en realidad carece de
importancia. El libro, tal como lo tenemos, es una fuente inagotable
de la Verdad espiritual, no importan los caminos por los que ha
llegado a su forma presente. El nombre del autor de un capítulo
cualquiera no tiene más interés que el de su amanuense a quien tal vez
se lo hubiera dictado. La Sabiduría Divina es el autor, y eso es todo
lo que nos importa. La exégesis o alta crítica se ocupa exclusivamente
del aspecto externo, de la letra de las Escrituras, pasando por alto
su contenido profundo, y tal crítica carece de valor desde el punto de
vista espiritual.
El mensaje profundo de la Biblia nos es
presentado a través de formas diversas: historia, biografía, así como
lírica y otras formas poéticas; pero sobre todo se emplea la parábola
para expresar la verdad espiritual y metafísica. En ciertos casos, lo
que nunca había sido destinado a ser más que una parábola, fue
interpretado literalmente durante algún tiempo; de ahí que a menudo
haya parecido que la Biblia enseña cosas en completa contradicción con
el sentido común. Un ejemplo de esto lo tenemos en la historia de Adán
y Eva en el Jardín del Edén. Interpretado correctamente, este relato
es tal vez la más maravillosa de todas las parábolas. No fue el objeto
del autor presentar esta historia como verídica, pero muchos la han
tomado así, dando origen a toda una serie de absurdas consecuencias.
La Clave o interpretación espiritual de la Biblia nos libera de
todas estas dificultades, dilemas y aparentes inconsecuencias. Al
mismo tiempo, nos evita caer en las falsas posiciones del ritualismo,
del evangelismo y también del llamado liberalismo, porque nos da la
Verdad. Y la Verdad viene a ser nada menos que la sorprendente pero
innegable realidad de que todo el mundo exterior —sea el cuerpo físico
o las cosas comunes de la vida, los vientos y la lluvia, las nubes, la
tierra misma— está sujeto al pensamiento del hombre, y que él puede
dominarlo cuando adquiere conciencia de ello. El mundo exterior, lejos
de ser una prisión de circunstancias como comúnmente se le supone, no
tiene en realidad ningún carácter propio, ni bueno ni malo.
Su
carácter es ni más ni menos que el que nuestros pensamientos le dan.
Es plástico a nuestro pensamiento, cuya forma toma, y ello es cierto,
entendámoslo o no, querámoslo o no.
Los pensamientos que a lo
largo del día ocupan nuestra mente, nuestro lugar secreto, están
modelando nuestro destino hacia lo bueno o hacia lo malo.
Verdaderamente, toda la experiencia de nuestra vida no es más que la
proyección externa de nuestro pensamiento.
Ahora bien, está en
nosotros elegir la clase de pensamientos que albergamos en nuestro
receptáculo mental. Acaso sea difícil cambiar el rumbo ordinario de
nuestro vicioso modo de pensar, pero puede hacerse. Podemos escoger la
índole de nuestros pensamientos —y en efecto, siempre lo hacemos así—,
por consiguiente, nuestras vidas son justamente el resultado de
nuestra selección mental. Son, por lo tanto, la hechura de lo que
nosotros mismos hemos dispuesto, y en consecuencia, existe perfecta
justicia en el universo. No existen sufrimientos como consecuencia del
pecado original de otro, sino que recogemos la cosecha que nosotros
mismos hemos sembrado. Poseemos libre albedrío, pero este albedrío
descansa en nuestra selección mental.
Tal es la esencia de lo
que Jesús enseñó. Ello es, como veremos, el mensaje fundamental de
toda la Biblia, pero no está expresado con igual claridad a través de
toda ella. En los primeros fragmentos del libro brilla tenuemente como
la luz de una lámpara envuelta en velos, pero a medida que pasa el
tiempo los velos van desapareciendo sucesivamente y la claridad de la
luz va haciéndose más fuerte, hasta llegar a los pasajes de Jesucristo
en que la luz alcanza su máxima pureza y resplandor. La Verdad nunca
cambia, lo que cambia es la comprensión que de ella tienen los
hombres. A través de los siglos esta comprensión ha ido mejorando. En
verdad, lo que llamamos progreso no es más que la expresión exterior
correspondiente a la idea cada vez más adecuada y amplia que se van
formando los hombres de Dios.
Jesucristo recapituló esta
Verdad, la enseñó cabalmente y a fondo, y sobre todo la encarnó, es
decir, la demostró en su propia persona. Ahora muchos de nosotros
podemos comprender intelectualmente lo que debe significar la plenitud
de este mensaje, de lo que sucedería si se llegara a alcanzar una
comprensión completa del mismo. Pero lo que podemos demostrar es algo
muy diferente. Aceptar la Verdad es el primer paso, pero poco hemos
adelantado hasta que no la probemos en nuestras acciones cotidianas.
Jesús demostró todo lo que enseñó, hasta la victoria sobre la muerte
en lo que llamamos la Resurrección. Por razones que no viene al caso
explicar aquí, sucede que cada vez que superamos una dificultad por
medio de la oración prestamos una ayuda a toda la raza humana en
general, presente, pasada y futura; y la ayudamos a vencer esa misma
clase de dificultad en particular. Jesús, al vencer toda suerte de
limitaciones a que la humanidad vive sujeta, y en particular venciendo
a la muerte, llevó a cabo una obra de un valor único e incalculable y
por eso es lícito llamarle Salvador del mundo.
En una ocasión
de su ministerio que estimó conveniente, Jesús quiso reunir y expresar
toda su enseñanza en una serie de discursos, que probablemente le
llevaron varios días, hablando quizá dos o tres veces al día. Este
ordenamiento ha sido comparado en ocasiones y con bastante exactitud,
a cierto sistema de escuelas de verano que tenemos hoy día.
Jesús
aprovechó aquella oportunidad para hacer un resumen de su mensaje o,
lo que es lo mismo, para poner los puntos sobre las íes, como se dice
vulgarmente. Es natural que muchos de los presentes tomaran apuntes,
los cuales fueron más tarde debidamente reunidos y ordenados como el
Sermón del Monte. Cada uno de los cuatro evangelistas recogió material
de aquel sermón de acuerdo con sus puntos de vista personales, y es
Mateo quien nos da la versión más completa y coherente. La
presentación que él nos ofrece es una codificación casi perfecta de la
religión de Jesucristo, y es por esa razón que se ha escogido la
versión de Mateo como texto fundamental para este libro. Mateo
contiene lo esencial; es personal y práctico; es conciso y específico,
y no obstante su enseñanza es pictórica de luz. Una vez que el sentido
de sus conceptos ha sido debidamente comprendido, no falta sino
ponerlos fielmente en práctica para obtener enseguida los resultados.
La importancia y el alcance de tales resultados estarán en relación
directa a la sinceridad y constancia con que sus instrucciones sean
aplicadas. Ésta es una cuestión individual que cada uno tiene que
responderse a sí mismo "nadie puede salvar el alma de su hermano, o
pagar la deuda de su hermano".
Podemos y debemos ayudamos unos
a otros en determinadas ocasiones, pero es menester que cada uno de
nosotros aprenda a hacer su propio trabajo y a dejar de pecar, antes
que pueda sucederle una cosa peor. Si lo que deseamos realmente es
cambiar nuestras condiciones de vida; si realmente queremos
transformamos; si de verdad anhelamos la salud, la serenidad y el
cultivo espiritual, debemos poner nuestra mira en el Sermón del Monte,
porque allí Jesús nos dice lo que tenemos que hacer. La tarea no es
fácil, pero estamos seguros de que puede realizarse porque otros lo
han hecho. Mas es necesario pagar el precio, y éste consiste en
aplicar estrictamente los principios de Jesús en cada aspecto de la
vida y en cada hecho cotidiano, tanto si sentimos el deseo de hacerlo
como si no, y especialmente en aquellos casos en que nos sentimos
inclinados a no hacerlo.
Si estamos dispuestos a pagar ese precio,
entonces el estudio de este magnífico Sermón del Monte se convertirá
para nosotros verdaderamente en el Monte de la Liberación.