III
LOS ESENIOS - JUAN EL BAUTISTA - LA
TENTACIÓN
Lo que
quería saber, sólo los esenios podían enseñárselo.
Los
evangelios han guardado un silencio sobre los hechos y palabras de Jesús, antes
de su encuentro con Juan el Bautista, por quien, según ellos, tomó en cierto
modo posesión de su ministerio. Inmediatamente después aparece en Galilea con
una doctrina determinada, con la seguridad de un profeta y la conciencia de ser
el Mesías. Pero es evidente que ese principio atrevido y premeditado, fue
precedido de un largo desarrollo y una verdadera iniciación. No es menos cierto
que esa iniciación debió verificarse en la única asociación que conservaba
entonces en Israel las tradiciones verdaderas, con el género de vida de los
profetas. Esto no deja duda alguna para quienes, elevándose sobre la
superstición de la letra y la manía maquinal del documento escrito, osan
descubrir el encadenamiento de las cosas por medio de su espíritu. Se deduce no
solamente de las relaciones íntimas entre la doctrina de Jesús y la de los
esenios, sino también del silencio mismo guardado por el Cristo y los suyos
sobre aquella secta. ¿Por qué él, que ataca con sin igual libertad a todos los
partidos religiosos de su tiempo, no nombra nunca a los esenios?. ¿Por qué los
apóstoles y evangelistas tampoco hablan de ellos?. Evidentemente porque
consideran a los esenios como de los suyos, estaban ligados con ellos por el
juramento de los Misterios, y la secta se fundió con la de los cristianos.
La orden
de los esenios continúa en tiempo de Jesús el último resto de aquellas
cofradías de pro fetas organizadas por Samuel. El despotismo de los tiranos de
Palestina, la envidia de un sacerdocio ambicioso y servil, les había lanzado al
retiro y al silencio. Ya no luchaban como sus predecesores, y se contentaba
con conservar la tradición. Tenían dos centros principales: uno en Egipto, a
orillas del lago de Maóris; el otro en Palestina, en Engaddi, a orillas del Mar
Muerto. Aquel nombre de esenios que se habían dado, procedía de la palabra
siriaca: Asaya, médicos; en griego, terapeutas; porque su único ministerio,
para el público, era el de curar las enfermedades físicas y morales.
“Estudiaban con gran cuidado, dice Josefo, ciertos escritos de medicina que trataban
de las virtudes ocultas de las plantas y de los minerales”. (Josefo, Guerra de
los Judíos, II, etc. Antigüedades, XIII, 5-9; XVIII, 1-5). Algunos poseían el
don de profecía, como aquel Manahem, que había predicho a Herodes su reinado.
“Sirven a Dios, dice Filón, con gran piedad, no ofreciéndole víctimas, sino
santificando su espíritu. Huyen de las poblaciones y se dedican a las artes de
la paz. No existe entre ellos un solo esclavo; todos son libres y trabajan unos
para otros”. (Filón, “De la Vida Contemplativa”). Las reglas de la orden eran
severas. Para entrar en ella se precisaba el noviciado de un año. Si se habían
dado suficientes pruebas de templanza, se era admitido a las abluciones, sin
entrar, no obstante, en relación con los maestros de la orden. Se precisaban
aún dos años más de pruebas para ser recibido en la cofradía. Se juraba, “por
terribles juramentos”, observar los deberes de la orden y nada traicionar de
sus secretos. Sólo entonces se podía tomar parte en las comidas en común, que
se celebraban con gran solemnidad y constituían el culto íntimo de los esenios.
Consideraban como sagrado el vestido que habían llevado en aquellos banquetes y
se lo quitaban antes de ponerse a trabajar. Aquellos ágapes fraternales, forma
primitiva de la Cena instituida por Jesús, comenzaban y terminaban por la
oración. Allí se daba la primera interpretación de los libros sagrados de
Moisés y de los profetas. Pero en la explicación de los textos, como en la
iniciación, había tres sentidos y tres grados. Muy pocos llegaban al grado
superior. Todo se parece asombrosamente
a la organización de los pitagóricos (Puntos comunes entre los esenios y los
pitagóricos: La oración a la salida del sol; los vestidos de lino; los ágapes fraternales;
el noviciado de un año; los tres grados de iniciación; la organización de la
orden y la comunidad de los bienes regidos por curadores; la ley del silencio;
el juramento de los Misterios; la división de la enseñanza en tres partes: 1)
Ciencia de los principios universales o teogonía, lo que Filón llama la lógica;
2) la física o cosmogonía; 3) la moral,
es decir, todo lo que se refiere al hombre, ciencia a la cual se consagraban
especialmente los terapeutas), y todo esto existía con pequeñas variantes entre
los antiguos profetas, porque se encuentra lo mismo en todas partes donde la
iniciación ha existido. Agreguemos que los esenios profesaban el dogma esencial
de la doctrina órfica y pitagórica, el de la preexistencia del alma,
consecuencia y razón de su inmortalidad. “El alma, al cuerpo por un cierto
encanto natural (ίυγγίτινιφυσιχή), queda en él como encerrada en una prisión;
libre de los lazos del cuerpo, como de una larga esclavitud, de él se escapa
con alegría”. (Josefo, A. J. H., 8).
Entre los esenios, los hermanos propiamente dichos vivían dentro de la comunidad de bienes en el celibato, en lugares retirados, trabajando la tierra educando a veces niños extraños a la orden. En cuanto a los esenios casados, constituían una especie de orden tercera, afiliada y sometida a la otra. Silenciosos, dulces y graves, se les veía aquí y allá cultivando las artes de la paz. Tejedores, carpinteros, viñadores o jardineros; jamás armeros ni comerciantes. Esparcidos en pequeños grupos en toda la Palestina, en Egipto y hasta en el monte Horeb, se daban entre sí la hospitalidad más cordial. Vemos así viajar a Jesús y a sus discípulos de pueblo en pueblo, de provincia en provincia, siempre seguros de encontrar un albergue: “Los esenios, dice Josefo, eran de ejemplar moralidad; se esforzaban en reprimir toda pasión y todo movimiento de cólera; siempre benévolos en sus relaciones, apacibles, de la mejor fe. Su palabra tenía más fuerza que un juramento; por eso consideraban al juramento en la vida ordinaria como cosa superflua y como un perjurio. Soportaban con admirable fuerza de alma y la sonrisa en los labios las más crueles torturas antes que violar el menor precepto religioso”.
Indiferente
a la pompa externa del culto de Jerusalén, repelido por la dureza saducea, el
orgullo fariseo, el pedantismo y la sequedad de la sinagoga, Jesús se sintió
atraído hacia los esenios por una afinidad natural. (Puntos comunes entre la
doctrina de los esenios y la de Jesús: El amor al prójimo ante todo, como el
primer deber; la prohibición de jurar para atestiguar la verdad; el odio a la
mentira; la humildad; la institución de la Cena tomada de los ágapes
fraternales de los esenios, pero con un nuevo sentido, el del sacrificio). La
muerte prematura de José hizo por completo libre al hijo de María, hombre ya.
Sus hermanos pudieron continuar el oficio del padre y sostener la casa. Su
madre le dejó partir en secreto para Engaddi. Acogido como un hermano, saludado
como un elegido, debió adquirir sobre sus mismos maestros, rápidamente, un
invencible ascendiente por sus facultades superiores, su ardiente caridad y ese
algo de divino que difundía todo su ser. Recibió de ellos lo que los esenios
solos podían darle: la tradición esotérica de los profetas, y por ella su
propia orientación histórica y religiosa. Comprendió el abismo que separaba la
doc- trina judía oficial de la antigua sabiduría de los iniciados, verdadera
madre de las religiones, pero siempre perseguida por Satán, es decir, por el
espíritu del Mal, espíritu de egoísmo, de odio y de negación, unido al poder
político absoluto y a la importancia sacerdotal. Aprendió que el Génesis
encerraba, bajo el sello del simbolismo, una cosmogonía y una teogonía tan
alejadas de su sentido literal, como la ciencia más profunda de la fábula más
infantil. Contempló los días de Aelohim, o la creación eterna por la emanación
de los elementos y la formación de los mundos; el origen de las almas flotantes
y su vuelta a Dios por las existencias progresivas o las generaciones de Adán.
Quedó asombrado de la grandeza del pensamiento de Moisés, que había querido
preparar la unidad religiosa de las naciones, creando el culto de Dios único y
encarnando esta idea en el pueblo.
Le
comunicaron en seguida la doctrina del Verbo divino, ya enseñada por Krishna en
la India, por los sacerdotes de Osiris en Egipto, por Orfeo y Pitágoras en
Grecia, y conocida entre los profetas por el nombre de Misterio del Hijo del
Hombre y del Hijo de Dios. Según esa doctrina, la más elevada manifestación de
Dios es el Hombre, que por su constitución, su forma, sus órganos y su
inteligencia es la imagen del ser universal y posee sus facultades. Pero, en la
evolución terrestre de la humanidad, Dios está como esparcido, fraccionado y
mutilado, en la multiplicidad de los hombres y de la imperfección humana. Él
sufre, se busca, lucha en ella; es el Hijo del Hombre. El Hombre perfecto, el
Hombre-Tipo, que es el pensamiento más profundo de Dios, vive oculto en el
abismo infinito de su deseo y de su poder. Sin embargo, en ciertas épocas,
cuando se trata de arrancar a la humanidad del abismo, de recogerla para
lanzarla más alto, un Elegido se identifica con la divinidad, la atrae a sí por
la Sabiduría, la Fuerza y el Amor y la manifiesta de nuevo a los hombres.
Entonces la divinidad, por la virtud y el soplo del Espíritu, está
completamente presente en él; el Hijo del Hombre se convierte en el Hijo de
Dios y su verbo viviente. En otras edades y en otros pueblos, había habido ya
hijos de Dios; pero desde Moisés, ninguno había vuelto a florecer en Israel.
Todos los profetas esperaban aquel Mesías. Los Videntes decían que ahora se
llamaría el Hijo de la Mujer, de la Isis celeste, de la luz divina que es la
Esposa de Dios, porque la luz del Amor brillaría en él sobre todas las demás,
con brillo fulgurante desconocido aún en la tierra.
Aquellas
cosas ocultas que el patriarca de los Esenios revelaba al joven Galileo en las
desiertas playas del Mar Muerto, en las soledades de Engaddi, le parecían a la
par maravillosas y conocidas. Con singular emoción oyó al jefe de la orden
mostrarle y comentarle estas palabras que se leen aún en el libro de Henoch:
“Desde el principio, el Hijo del Hombre estaba en el misterio. El Altísimo le
guardaba al lado de su poder y les manifestaba a sus elegidos... Pero los reyes
se asustarán y prosternarán su semblante hasta tierra y el espanto les
sobrecogerá, cuando vean al hijo de la mujer sentado sobre el trono de su
gloria... Entonces el Elegido evocará todas las fuerzas del cielo, todos los
santos de las alturas y el poder de Dios. Entonces los Querubines, los
Serafines, los Ophanim, todos los ángeles de la fuerza, todos los ángeles del
Señor, es decir, del Elegido y de la otra fuerza, que sirven sobre la tierra y
por encima de las aguas, elevarán sus voces”. (Libro de Henoch. Capítulos
XLVIII y LXI. Este pasaje demuestra que la doctrina del verbo y de la Trinidad,
que se encuentra en el Evangelio de Juan, existía en Israel largo tiempo antes
que Jesús y se allá del fondo del profetismo esotérico. En el libro de Henoch,
el Señor de los espíritus representa al Padre; el Elegido al Hijo y la otra
fuerza al Espíritu Santo).
A estas
revelaciones, las palabras de los profetas, cien veces releídas y editadas,
relampaguearon a los ojos del Nazareno con resplandores nuevos, profundos y
terribles, como relámpagos durante la noche. ¿Quién era aquel Elegido y cuándo
llegaría a Israel?.
Jesús
pasó una serie de años entre los esenios. Se sometió a su disciplina, estudió
con ellos los secretos de la naturaleza y se ejercitó en la terapéutica oculta.
Dominó por completo sus sentidos para desarrollar su espíritu. No pasaba día
sin que meditase sobre los destinos de la humanidad y se interrogaba a sí
mismo. Fue una memorable noche, para la orden de los esenios y para su nuevo
adepto, aquella en que éste recibió, en el más profundo secreto, la iniciación
superior del cuarto grado, la que sólo se concedía en el caso de tratarse de
una misión profética deseada por el hermano y confirmada por los ancianos. Se
reunían en una gruta tallada en el interior de la montaña como una vasta sala,
con un altar y asientos de piedra. El jefe de la orden estaba allí con algunos
ancianos. A veces dos o tres esenias, profetisas iniciadas, se admitían
igualmente a la misteriosa ceremonia. Con antorchas y palmas saludaban al nuevo
iniciado, vestido de lino blanco, como el “Esposo y Rey” que habían presentido
¡y que veían quizás por última vez!. En seguida el jefe de la orden, de
ordinario un anciano centenario (Josefo dice que los esenios vivían mucho
tiempo), le presentaba el cáliz de oro, símbolo de la iniciación suprema, que
contenía el vino de la viña del Señor, símbolo de la inspiración divina.
Algunos decían que Moisés lo había bebido con los setenta. Otros lo hacían
remontar hasta Abraham, que recibió de Melchisedec esa misma iniciación, bajo
las especies del pan y del vino. (Génesis, XIV, 18). Jamás presentaba el
anciano la copa más que a un hombre en quien había reconocido con certeza los
signos de una misión profética. Pero esa misión nadie podía definirla; él debía
encontrarla por sí mismo, porque tal es la ley de los iniciados; nada del
exterior, todo por lo interno. En adelante, era libre, dueño de sus actos,
hierofante por sí, entregado al viento del Espíritu, que podía lanzarle al
abismo o elevarle a las cimas, por encima de la zona de las tormentas y de los
vértigos.
Cuando
después de los cánticos, las oraciones, las palabras sacramentales del anciano,
el Nazareno tomó la copa, un rayo de la lívida luz del alba deslizándose por
una anfractuosidad de la montaña, corrió estremeciéndose sobre las antorchas y
los amplios vestidos blancos de las jóvenes esenias, quienes también temblaron
cuando cayó sobre el pálido Galileo, en cuyo hermoso rostro se veía una gran
tristeza. Su mirada perdida iba hacia los enfermos de Siloé, y en el fondo de
aquel dolor, siempre presente, entreveía ya su camino.
En
aquel tiempo Juan Bautista predicaba en las márgenes del Jordán. No era un esenio, sino un profeta popular de
la fuerte raza de Judá. Llevado al desierto por una piedad austera, había
pasado en él la más dura vida en la oración, los ayunos, las maceraciones.
Sobre su piel desnuda, curtida por el sol, llevaba a guisa de cilicio un
vestido tejido con pelo de camello, como signo de la penitencia que quería
imponerse a sí mismo y a su pueblo. Porque sentía profundamente las angustias
de Israel y esperaba su liberación. Se figuraba, según la idea judaica, que el
Mesías vendría pronto como vengador y justiciero que, cual nuevo Macabeo,
sublevaría al pueblo, arrojaría al Romano, castigaría a todos los culpables,
entraría triunfalmente en Jerusalén, y restablecería el reino de Israel sobre
todos los pueblos, en la paz y la justicia. Anunciaba a las multitudes la
próxima llegada de aquel Mesías; agregaba que era preciso prepararse por el
arrepentimiento de las faltas pasadas. Tomando de los esenios la costumbre de
las abluciones, transformándola a su modo, había imaginado el bautismo del
Jordán como un símbolo visible, como un público cumplimiento de la purificación
interna que exigía. Esa ceremonia nueva, esa predicación vehemente ante
inmensas multitudes, en el cuadro del desierto, frente a las aguas sagradas del
Jordán, entre las montañas severas de Judea y de Perea, sobrecogía los ánimos,
atraía a las multitudes. Recordaba los días gloriosos de los viejos profetas;
ella daba al pueblo lo que no encontraba en el templo: la interior sacudida y,
después de los terrores del arrepentimiento, una esperanza vaga y prodigiosa.
Acudían de todos los puntos de Palestina, y aun de más lejos, para escuchar al
santo del desierto que anunciaba al Mesías. Las poblaciones, atraídas por su
voz, acampaban a su lado durante varios días para oírle, no querían marcharse,
esperando que el Mesías llegase. Muchos no pedían otra cosa que empuñar las armas
bajo su mando para comenzar la guerra santa. Herodes Antipas y los sacerdotes
de Jerusalén comenzaban a inquietarse ante aquel movimiento popular. Por otra
parte, los signos de la época eran graves. Tiberio, a la edad de setenta y
cuatro años, acababa su vejez en medio de las bacanales de Caprea; Poncio
Pilatos redoblaba en violencia contra los judíos; en Egipto, los sacerdotes
habían anunciado que el fénix iba a renacer de sus cenizas. (Tácito, Anales,
VI, 28, 31).
Jesús,
que sentía crecer interiormente su vocación profética, pero que buscaba aún su
camino, vino también al desierto del Jordán, con algunos hermanos esenios que
le seguían ya como a un maestro, Quiso ver al Bautista, oírle y someterse al
bautismo público. Deseaba entrar en escena por un acto de humildad y de respeto
hacia el profeta que osaba elevar su voz contra los poderes del día y despertar
de su sueño el alma de Israel.
Vio al
rudo asceta, velludo y con largo cabello, con su cabeza de león visionario
sobre un pulpito de madera, bajo un rústico tabernáculo, cubierto de ramas y de
pieles de cabra. A su alrededor, entre los pequeños arbustos del desierto, una
multitud inmensa, todo un campamento: funcionarios, soldados de Herodes,
samaritanos, levitas de Jerusalén, idumeos con sus rebaños, árabes detenidos allí con sus camellos, sus
tiendas y sus caravanas por “la voz que retumba en el desierto”. Aquella voz
tonante pasaba sobre las muchedumbres, y decía: “Enmendaos, preparad las vías
del Señor, arreglad sus senderos”. Llamaba a los fariseos y a los saduceos
“raza de víboras”. Agregaba que “el hacha estaba ya próxima a la raíz de los
árboles”, y decía del Mesías: “Yo sólo con agua os bautizo, pero él os
bautizará con fuego”. Hacia la puesta del Sol, Jesús vio a aquellas masas
populares agolparse hacia un remanso, a orillas del Jordán, y a mercenarios de
Herodes, a bandidos, inclinar sus rudos espinazos bajo el agua que vertía el
Bautista. Se aproximó él. Juan no conocía a Jesús, nada sabía de él, pero
reconoció a un esenio por su vestidura de lino. Le vio, perdido entre la
multitud, bajar al agua hasta que le llegó por la cintura e inclinarse
humildemente para recibir la aspersión.
Cuando el neófito se levantó, la mirada temible del predicador y la del
Galileo se encontraron. El hombre del desierto se estremeció bajo aquel rayo de
maravillosa dulzura, e involuntariamente dejó escapar estas palabras: “¿Eres el
Mesías?”. (Sabemos que, según los Evangelios, Juan reconoció en seguida a Jesús
como Mesías y le bautizó como tal. Sobre este punto su narración es
contradictoria. Porque más tarde, Juan, prisionero de Antipas en Makerus, hace
preguntar a Jesús: — ¿Eres tú el que debe venir, o debemos esperar a otro?.
(Mateo, XI, 3). Esa duda tardía prueba que, si bien había sospechado que Jesús
era el Mesías, no estaba completamente convencido. Pero los primeros redactores
de los Evangelios eran judíos y deseaban presentar a Jesús como iniciado y
consagrado por Juan Bautista, profeta judaico popular). El misterioso esenio
nada respondió, pero inclinando su cabeza pensativa y cruzando sus manos sobre
su pecho, pidió al Bautista su bendición. Juan sabía que el silencio era la ley
de los esenios novicios. Extendió solemnemente sus dos manos; luego, el
Nazareno desapareció con sus compañeros entre los cañaverales del río.
El
Bautista le vio marchar con una mezcla de duda, de secreta alegría y de
profunda melancolía. ¿Qué era su ciencia y su esperanza profética ante la luz
que había visto en los ojos del Desconocido, luz que parecía iluminar a todo su
ser?. ¡Ah!. ¡Si el joven y hermoso Galileo era el Mesías, había visto realizado
el ensueño de su vida!. Pero su papel había terminado, su voz iba a callarse. A
partir de aquel día, se puso a predicar con voz más profunda y emocionada sobre
este tema melancólico. “Es preciso que él crezca y yo disminuya”... Comenzaba a
sentir el cansancio y la tristeza de los leones viejos, que están fatigados de
rugir y se acuestan en silencio para esperar la muerte...
¿Eres
el Mesías?. La pregunta del Bautista repercutía también en el alma de Jesús.
Desde el florecimiento de su conciencia, había encontrado a Dios en sí mismo y
la certidumbre del reino de los cielos en la belleza radiante de sus visiones.
Luego, el sufrimiento humano había lanzado a su corazón el grito terrible de la
angustia. Los sabios esenios le habían enseñado el secreto de las religiones,
la ciencia de los misterios; le habían mostrado la decadencia espiritual de la
humanidad, su espera en un salvador. ¿Pero cómo encontrar la fuerza para
arrancarla del abismo?. He aquí, que la llamada directa de Juan el Bautista,
caía en el silencio de su meditación como el rayo del Sinaí. ¿Eres el Mesías?.
Jesús
sólo podía responder a esta pregunta recogiéndose en lo más profundo de su ser.
De ahí su retiro, aquel ayuno de cuarenta días, que Mateo resume bajo la forma
de una leyenda simbólica. La Tentación representa en realidad en la vida de
Jesús aquella gran crisis y aquella visión soberana de la verdad, por la cual
deben pasar infaliblemente todos los profetas, todos los iniciadores
religiosos, antes de comenzar su obra.
Sobre
Engaddi, donde los esenios cultivaban el sésamo y la viña, un sendero escarpado
conducía a una gruta que se abría en el muro de la montaña. Se entraba en ella
por medio de dos columnas dóricas talladas en la roca bruta, parecidas a las
del lugar de Retiro de los Apóstoles, en el valle de Josaphat. Allí quedaba uno
sobre el abismo a pico, como en un nido de águila. En el fondo de una cañada se
veían viñedos, habitaciones humanas; más lejos, el Mar Muerto, inmóvil y gris,
y las montañas desoladas de Moab. Los esenios habían construido este lugar de
retiro para aquellos de los suyos que querían someterse a la prueba de la
soledad. Se encontraban allí varios papiros de los profetas, aromas
fortificantes, higos secos y un chorro de agua, único alimento del asceta en
meditación. Jesús se retiró allí.
Al
pronto volvió a ver en su espíritu todo el pasado de la humanidad. Pesó la
gravedad de la hora presente. Roma vencía; con ella, lo que los magos persas
habían llamado el reino de Ahrimán y los profetas el reino de Satán, el signo
de la Bestia, la apoteosis del Mal. Las tinieblas invadían la Humanidad, esta
Alma de la tierra. El pueblo de Israel había recibido de Moisés la misión real
y sacerdotal de representar a la viril religión del Padre, del Espíritu puro,
de enseñarla a las otras naciones y hacerla triunfar. ¿Habían cumplido esta
misión sus reyes y sacerdotes?. Los profetas, que sólo habían tenido conciencia
de ello, respondían con unánime voz: ¡No!. Israel agonizaba bajo la presión de
Roma. ¿Era preciso arriesgar, por centésima vez, una sublevación como la
soñaban aún los fariseos, una restauración de la majestad temporal de Israel
por la fuerza?. ¿Era preciso declararse hijo de David y exclamar con Isaías:
“Pisoteare a los pueblos en mi cólera, y les embriagaré en mi indignación, y
derribaré a tierra su fuerza?”. ¿Se necesitaba ser un nuevo Macabeo y hacerse
nombrar pontífice-rey?. Jesús podía tentarlo. Había visto a las multitudes
prestas a sublevarse a la voz de Juan el Bautista, y la fuerza que en sí mismo
sentía era más grande aún. ¿Pero podría la violencia terminar con la
violencia?. ¿Podría dar fin la espada al reino de la espada?. ¿No sería esto
reclutar nuevas almas para los poderes de las tinieblas, que acechaban su presa
en las sombras?.
¿No
sería mejor hacer accesible a todos la verdad, que era hasta entonces el
privilegio de algunos santuarios y de raros iniciados, abrirle los corazones en
espera de que ella penetrase en las inteligencias por la revelación interna y
por la ciencia; es decir, predicar el reino de los cielos a los sencillos,
substituir el reino de la Gracia al de la Ley, transformar la humanidad por el
fondo y por la base, regenerando las almas?.
¿Pero
de quién sería la victoria?. ¿De Satán o de Dios?. ¿Del espíritu del mal, que
reina con los poderes formidables de la tierra, o del espíritu divino, que
reina en las invisibles legiones celestes y duerme en el corazón del hombre
como la chispa en el pedernal?. ¿Cuál sería la suerte del profeta que osase
desgarrar el velo del templo para mostrar el vacío del santuario, desafiar a la
vez a Herodes y a César?.
¡Sin
embargo, era preciso!. La voz interna no le decía ya como a Isaías: “Toma un
gran libro y escribe sobre él con una pluma humana”. La voz del Eterno le
gritaba: “¡Levántate y habla!”. Se trataba de encontrar el verbo viviente, la
fe que transporta las montañas, la fuerza que derrumba las fortalezas.
Jesús
comenzó a orar con fervor. Entonces, una inquietud, una turbación creciente se
apoderaron de él. Tuvo el sentimiento de haber perdido la felicidad maravillosa
de que había participado y de hundirse en un abismo tenebroso. Una nube negra
le envolvía. Aquella nube estaba llena de sombras de todas clases. Entre ellas
distinguía los semblantes de sus hermanos, de sus maestros esenios, de su
madre. Las sombras le decían, una tras otra: ― “¡Insensato que
quieres lo imposible!.
¡No sabes lo
que te espera!.
¡Renuncia!”.
La invencible voz interna respondía: “¡Es preciso!”. Luchó así durante una
serie de días y noches, tan pronto en pie o de rodillas como prosternado. Y el
abismo descendía, se hacía más y más profundo y más espesa la nube que le
rodeaba. Tenía la sensación de que se aproximaba a algo terrible e innombrable.
Por fin,
entró en ese estado de éxtasis lúcido que le era propio, en el cual la parte
más profunda de la conciencia se despierta, entra en comunicación con el
Espíritu viviente de las cosas, y proyecta sobre la tela diáfana del sueño las
imágenes del pasado y del porvenir. El mundo exterior desaparece; los ojos se
cierran. El Vidente contempla la Verdad bajo la luz que inunda su ser y hace de su inteligencia
un foco incandescente.
El
trueno retumbó; la montaña tembló hasta su base. Un torbellino de viento, venido
del fondo de los espacios, llevó al Vidente hasta la cúspide del templo de
Jerusalén. Techados y minaretes relucían en los aires como un bosque de oro y
plata. Se oían himnos en el Santo de los Santos. Espirales de incienso subían
de todos los altares y giraban en torbellino a los pies de Jesús. El pueblo,
con trajes de fiesta, llenaba los pórticos; mujeres soberbias cantaban para él
himnos de amor ardiente. Las trompetas sonaban y cien mil voces gritaban:
¡Gloria al Mesías!. ¡Gloria al rey de Israel!. Tú serás ese rey si quieres
adorarme, dijo una voz desde abajo. ― ¿Quién eres?, ― dijo Jesús.
De
nuevo el viento le llevó a través de los espacios, a la cumbre de una montaña.
A sus pies, los reinos de la tierra se escalonaban en un resplandor dorado. Soy
el rey de los espíritus y el príncipe de la tierra, — dijo la voz del abismo —.
Sé quién eres, dijo Jesús; tus formas son innumerables; tu nombre es Satán.
Aparece bajo tu forma terrestre. La figura de un monarca coronado apareció
sobre una nube. Una aureola lívida ceñía su cabeza imperial. La figura sombría
se destacaba sobre un nimbo sangriento, su cara estaba pálida y su mirada
brillaba como el reflejo de un hacha. Dijo:
— Soy César. Inclínate nada más y te daré
todos esos reinos. Jesús le dijo:
— ¡Atrás, tentador!. Escrito está: “No
adorarás más que al Eterno, tu Dios”. En seguida, la visión se desvaneció.
Encontrándose
solo en la caverna de Engaddi, Jesús dijo:
— ¿Por qué signo venceré a los poderes de la
tierra?.
— Por el signo del Hijo del Hombre, dijo una
voz de lo alto.
— Muéstrame ese signo, dijo Jesús.
Una
constelación brillante apareció en el horizonte, con cuatro estrellas en forma
de cruz. El Galileo reconoció el signo de las antiguas iniciaciones, familiar
en Egipto y conservado por los esenios. En la juventud del mundo, los hijos de
Japhet lo habían adorado como signo del fuego celeste y terrestre, el signo de
la Vida con todos sus goces, del Amor con todas sus maravillas. Más tarde, los
iniciados egipcios habían visto en él, símbolo del gran misterio, la Trinidad
dominada por la Unidad, la imagen del sacrificio del Ser inefable que se
despedaza a sí mismo para manifestarse en los mundos. Símbolo a la vez de la
vida, de la muerte y de la resurrección, cubría hipogeos, tumbas, templos
innumerables. ― La cruz espléndida crecía y se acercaba, como atraída por el
corazón del Vidente. Las cuatro estrellas vivas se iluminaban como soles de
poderío y de Gloria. ― “He aquí el signo mágico de la Vida y de la
Inmortalidad, dijo la voz celeste. Los hombres lo han poseído en otro tiempo y
lo han perdido. ¿Quieres devolvérselo?. ― Quiero, dijo Jesús. ¡Entonces, mira!,
he aquí tu destino”.
Bruscamente
las cuatro estrellas se extinguieron y volvió la oscuridad. Un trueno
subterráneo estremeció las montañas, y, desde el fondo del Mar Muerto salió un
monte sombrío terminado por una cruz negra. Un hombre estaba clavado en ella y
agonizaba. Un pueblo demoniaco cubría la montaña y aullaba con ironía infernal:
“¡Si eres el Mesías, sálvate a ti mismo!”. El Vidente abrió desmesuradamente
los ojos, luego cayó hacia atrás, cubierto de sudor frío; pues aquel hombre
crucificado, era él mismo... Había
comprendido. Para vencer, era preciso identificarse con aquel doble terrible,
evocado por él mismo y colocado ante sí como una siniestra interrogación.
Suspendido en su incertidumbre, como en el vacío de los espacios infinitos.
Jesús sentía a la vez las torturas del crucificado, los insultos de los hombres
y el silencio profundo del cielo. Puedes tomarla o dejarla, dijo la voz
angélica. Ya la visión se esfumaba y la cruz fantasma comenzaba a palidecer con
su ejecutado, cuando de repente Jesús volvió a ver a su lado a los enfermos del
pozo de Siloé, y tras ellos todo un pueblo de almas desesperadas que
murmuraban, con las manos juntas: “Sin ti, estamos perdidas. ¡Sálvanos, tú qué
sabes amar!”. Entonces el Galileo se levantó lentamente, y, abriendo sus
amorosos brazos, exclamó: “¡Sea conmigo la cruz, y que el mundo se salve!” En
seguida Jesús sintió como si se desgarrasen todos sus miembros y lanzó un grito
terrible... Al mismo tiempo, el monte negro desapareció, la cruz se sumergió;
una luz suave, una felicidad divina inundaron al Vidente, y en las alturas de
lo azul, una voz triunfante atravesó la inmensidad, diciendo: “¡Satán ya no
reina!. ¡La Muerte quedó dominada!. ¡Gloria al Hijo del Hombre!
¡Gloria
al Hijo de Dios!”.
Cuando
Jesús despertó de esta visión, nada había cambiado a su alrededor; el sol
naciente doraba las paredes de la gruta de Engaddi; un rocío tibio como
lágrimas de amor angélico mojaba sus pies doloridos, y brumas flotantes se
elevaban del Mar Muerto. Pero él no era ya el mismo. Un acontecimiento
definitivo se había desarrollado en el abismo insondable de su conciencia.
Había resuelto el enigma de su vida, había conquistado la paz, y una gran
certidumbre se había apoderado de él. Del desplazamiento de su ser terrestre,
que había pisoteado y lanzado al abismo, una nueva conciencia había surgido
radiante: Sabía que se había convertido en el Mesías por un acto irrevocable de
su voluntad.
Poco después, bajó al pueblo de los esenios. Supo allí que Juan el Bautista había sido aprehendido por Antipas y encarcelado en la fortaleza de Makerus. Lejos de asustarse por ese presagio, vio en él un signo de que los tiempos estaban maduros y que era preciso trabajar a su vez. Anunció, pues, a los esenios que iba a predicar por Galilea “el Evangelio del reino de los cielos”. Esto quería decir: poner los grandes Misterios al alcance de las gentes sencillas, traducirles las doctrinas de los iniciados. Parecida audacia no se había visto desde los tiempos en que Sakhia Muni, el último Buddha, movido por una inmensa piedad, había predicado en las orillas del Ganges. La misma compasión sublime por la humanidad animaba a Jesús. A ella unía una luz interna, un poder de amor, una magnitud de fe y una energía de acción que sólo a él pertenecen. Del fondo de la muerte que había sondeado y gustado de antemano, traía a sus hermanos la esperanza y la vida.
LOS GRANDES INICIADOS
V
JESÚS Y LOS ESENIOS
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