COMO ME HICE MÍSTICO
A Camille Flammarion
Muchos
escritores independientes, algunos filósofos y algunos cronistas, han
preguntado frecuentemente cómo era posible que algunos jóvenes educados en los
principios de la «sana raza», al abrigo «de la superstición», abandonaban de
pronto esas enseñanzas positivas para
lanzarse a los estudios místicos e interesarse en los problemas religiosos y
filosóficos más que en
las evoluciones políticas, llevando
su extravagancia hasta las investigaciones sobre las
ciencias ocultas y la Magia,
denotando, sino una aberración total, al menos cierta
debilidad de sus facultades mentales.
Este movimiento
hacia el misticismo de la juventud contemporánea inquieta a los hombres maduros
y desconcierta sus esperanzas. ¿Se quiere permitir a un antiguo partidario de
las doctrinas materialistas, a un médico educado en los principios queridos del
positivismo, referir algunos detalles de su evolución intelectual, y mostrar al
menos un caso de esa extraña intoxicación mística, vivida desde su origen hasta
la crisis aguda? Si los filósofos no se interesan en esta observación, quizás
aproveche a los alienistas, puestos que se ha convenido en ciertos medios en
considerar a todos los espiritualistas como degenerados o enajenados por lo
menos. Es la primera vez que abordo mi autobiografía intelectual y 310 me
esforzaré en ser lo más conciso posible.
Así prevengo en
principio a todos los correligionarios que puedan ser llamados a seguir mi
observación de que yo jamás estuve en contacto con profesores religiosos;
advierto también que, por el contrario, todos mis estudios, a partir de la
primera enseñanza hasta el doctorado en la Facultad de Medicina, pasando por
todos, tanto certificados de primeras letras, certificado de Gramática y todos
los demás, me fueron otorgados en escuelas lacias o en el colegio Rollin.
Así, pues, no se
puede hablar, de predisposiciones creadas por las enseñanzas de la infancia. En
1882 comencé mis estudios de medicina y me encontré que, en la Escuela de París,
todas las cátedras estaban ocupadas por materialistas que enseñaban las
doctrinas que constituían su credo, bajo la etiqueta de evolucionismo. Como
consecuencia, yo me hice un ardiente «evolucionista», participando y propagando
de la mejor buena fe el credo materialista, Y cierto es que existe una fe
materialista, que yo creo necesaria a toda inteligencia que trata de
evolucionar en determinado momento.
El materialismo
que nos enseña a trabajar por la colectividad sin esperanza alguna de
recompensa, ya que sólo el recuerdo de vuestra personalidad es lo que puede
subsistir detrás de vosotros; esta doctrina que deseca el corazón y enseña a no
considerar más que a los fuertes en la lucha por la vida, tiene, no obstante,
una poderosa influencia sobre la razón y ésta retiene un poco sus violencias y
sus peligros. Bien sabemos las ventajas que el materialismo supo sacar de la
doctrina de la evolución, y a pesar de ello, mi estudio profundo de la evolución
es el que hubo de demostrarme la debilidad de las teorías del materialismo y
sus errores de interpretación. Se me dijo: «Estas sales minerales y esta
tierra, lentamente descompuestas y asimiladas por la raíz del vegetal, tienden
a evolucionar y convertirse en células del vegetal.
Ese vegetal, a
su vez, transformado por las secreciones y los fermentos del estómago del
animal, se convertirá en kilo y se transformará en células de ese animal». Pero
pronto la reflexión me hizo comprender que se olvidaban en la doctrina uno de
los factores más importantes del problema a resolver. Sí; el vegetal digerido
se convierte en la base material de una 311 célula animal, pero a condición de
que la sangre y la fuera nerviosa (es decir, las fuerzas superiores en la
escala de la evolución), se sacrifiquen por la evolución de la célula vegetal y
de su transformación en kilo. En suma, todo superpuesto en la serie, toda
evolución reclama el sacrificio de una y frecuentemente de dos fuerzas
superiores. La doctrina de la evolución es incompleta. No representa más que
uno de los aspectos del hecho y descuida el otro pone a la vista la ley de la
lucha por la vida, pero olvida la ley del sacrificio que domina todos los
fenómenos. Poseso de esta idea que acabo de exponer, resolví profundizar cuanto
me fuera posible en mi descubrimiento y persiguiendo este fin, pasé los días en
la Biblioteca nacional.
Por entonces,
era alumno externo de los hospitales; un año de trabajo, a lo sumo dos, me eran
precisos para lograr ser interno y conseguir que quizá fuese, de este modo, fructuosa
mi carrera de médico. Me consagré por entero al estudio de las obras de los alquimistas,
de los viejos grimorios mágicos y de los elementos de la lengua hebraica. Durante
estos años, mis compañeros se dedicaron al estudio de los tratados de la
facultad; desde este momento se vislumbró claramente mi porvenir.
El
descubrimiento que yo creí haber hecho lo hallé en las obras de Luis Lucas;
luego en los textos herméticos, y por fin, en las tradiciones indias y en la Cábala
hebraica. Sólo el lenguaje era distinto; donde nosotros escribimos HCL, los
alquimistas dibujaban un león verde, y donde nosotros escribimos: los
alquimistas dibujaban un guerrero (Marte, el Hierro), devorado por el león
verde (el ácido). En algunos meses, esos famosos grimorios enramen tan fáciles,
en su lectura, que las obras, bastante más obscuras, de los pedantes químicos
contemporáneos.
Cuanto más me
adiestraba en el manejo de este maravilloso 312 método analógico, tan poco
conocido de los filósofos modernos, más claro aparecía a mis ojos la síntesis
común de todas las ciencias, demostrándonos que los antiguos han sido vilmente
calumniados, en el aspecto científico, por una incalificable ignorancia
histórica de los profesores de ciencias de nuestros días.
* * *
Estudiando los libros
herméticos, tuve las primeras revelaciones de un principio de acción en el ser
humano, por el que nos es fácil comprender todos los fenómenos hipnóticos y
espiritistas. Había aprendido en la Escuela de medicina que toda enfermedad
corresponde a una lesión celular y que ninguna función puede realizarse sin un
trabajo celular. Todos los fenómenos psíquicos, todos los hechos de volición e
ideación, todos los hechos de memoria, corresponden a un trabajo de ciertas
células nerviosas, y la moral, las ideas de Dios y del Bien, era el resultado
mecánico producido por los efectos de la herencia o del medio sobre la
evolución de las células nerviosas.
En cuanto a los
filósofos llamados «espiritualistas» y a los «teólogos», debían ser
considerados, sea como gentes ignaras, desconocedoras de la anatomía y de la fisiología,
o bien como perturbados, más o menos enfermos, según los casos. Un libro de
fisiología carecía de valor si no estaba escrito por un médico, y si este
médico no pertenecía a la Escuela de las gentes «instruidas» y razonables, es
decir, a la escuela materialista oficial. Y se les solía decir a los ingenuos
que creían de buena fe en el alma, que «el alma jamás había sido hallada bajo
su escalpelo». He aquí en pocas palabras el resumen de las opiniones
fisiológicas que se nos enseñaba.
Yo tuve siempre
la peligrosa manía de no aceptar una idea sino después de haberla estudiado por
mí mismo bajo todos sus aspectos. Deslumbrado al principio por la enseñanza de
la Facultad, compartí, como dije al principio, sus doctrinas, pero poco a poco
fueron surgiendo dudas que yo trataba de aclarar. La Facultad nos enseñaba que
no se llevase a cabo nada sin 313 poner en juego la mayor cantidad posible de
órganos, porque la división del trabajo se establece mejor en el organismo.
Así, cuando se
incendió el HOTEL-DIEU; tuvimos ocasión de ver paralíticos cuyas piernas
estaban completamente atrofiadas y cuyos nervios habían perdido completamente
su condición de órganos, recobrar, de pronto, el uso de sus miembros, hasta ese
momento inútiles. Pero esto aún solo podía ser un débil argumento. Las
experiencias de Floureus demostraron que nuestras células se renovaban todas en
un espacio de tiempo que para el hombre no excedía de tres años.
Cuando yo veía a
un amigo tras un Interregno de tres años, ya en mi amigo no había ninguna de
las células materiales que antes tenía, y no obstante las formas del cuerpo se
conservaban tanto que los rasgos que me permitían distinguir a mis amigos de
las demás personas, permanecían.
¿Cuál era, pues,
el órgano que presidía esta conservación de las formas, así que ningún órgano
de su cuerpo escapaban a esa ley de renovación descrita por Floureus?
Este argumento
es uno de los que más me inquietaron. Pero iremos aún más lejos. Claudio
Bernard estudiando las relaciones de la actividad cerebral con la producción de
la idea, dedujo que el nacimiento de cada idea provocaba la muerte de una o
varias células nerviosas, aunque esas famosas células nerviosas, que eran y son
aún el baluarte de la argumentación de los materialistas, después de largas
investigaciones vuelven a su verdadero papel, que es el de instrumentos y no el
de agentes productores la célula nerviosa es el medio de manifestación de la
idea y no puede, de ningún modo, generar por sí misma esta idea. Todas las células
del ser humano son reemplazadas en un tiempo determinado.
Así, cuando
rememoro un hecho ocurrido hace años antes, la célula nerviosa que en aquella
época hubo registrado este hecho ha sido reemplazada, ciento, mil veces, y si
esto es así, ¿cómo el recuerdo del hecho se ha conservado intacto a través de
esa hecatombe celular? ¿A qué queda reducida la teoría de la célula generatriz?
Y hasta esos elementos nerviosos a los que se hizo juzgar tan importante papel
en los actos del movimiento, son tan indispensables a ese movimiento, que, como
la embriología nos enseña, el grupo de células embrionarias que más tarde ha de
constituir el corazón, late rítmicamente cuando aún los elementos nerviosos del
corazón no se hallan constituidos. Estos pocos ejemplos tomados al azar entre una
gran cantidad de hechos, me condujeron a constatar que hasta aquel momento el
materialismo conducía a sus adeptos por un falso camino, confundiendo al
instrumento inerte con el efectivo agente de acción. La prueba de que el centro
nervioso fabrica la idea -nos dice el materialismo- está en que toda lesión del
centro nervioso repercute sobre los hechos de ideación y si una lesión se
produce en la tercera circunvolución frontal izquierda, provocará una afasia y
esta afasia será de un carácter particular, según el grupo de células nerviosas
atacado por la lesión.
Este
razonamiento es, sencillamente, absurdo, y para demostrarlo vamos a aplicar
iguales razonamientos a cualquier hecho; por ejemplo, al telégrafo: La prueba
de que el aparato telegráfico fabrica el despacho es que toda lesión del
aparato telegráfico repercute en la transmisión del despacho, y si se corta el
hilo telegráfico el telegrama no podrá circular. He aquí el valor de los
razonamientos materialistas: Se olvidan del telegrafista, o hacen como que
ignoran su existencia. El cerebro es respecto de un principio espiritual que en
nosotros existe, exactamente igual a lo que es el aparato transmisor al
telégrafo. La comparación es ya vieja, pero siempre es excelente. El
materialista viene a decirnos: «Supongamos que el telegrafista no existe, y
razonemos como si no existiera». Sentado esto, hace una afirmación dogmática:
«El trasmisor telegráfico marcha solo y produce el despacho después de una
serie de movimientos mecánicos provocados por los reflejos».
Sentada esta
afirmación el resto va solo, y el materialista concluye alegremente por
demostrarse que el alma no existe y que el cerebro por sí mismo produce las
ideas, como el aparato telegráfico produce el telegrama. No ataquéis a este
razonamiento: es un dogma positivista tan sectariamente definido y 315 enseñado
como cualquier dogma religioso. Yo sé cuánto me ha costado el descubrimiento de
la vacuidad de tales razonamientos. He sido acusado de superchería porque se ha
supuesto que, un materialista que se convierte en místico, no puede ser más que
un embaucador o un loco. Sólo me queda darles las gracias a mis adversarios,
por tales conceptos, pero sigamos. Del mismo modo que podemos constatar que las
células materiales del cuerpo son simplemente los útiles de alguna cosa que
conserva la forma del cuerpo a través de las desapariciones de esas células,
podemos ver también cómo los centros nerviosos no son más que instrumentos de
alguna cosa que utiliza esos centros como instrumentos de acción o de
recepción. El anatomista armado de su escalpelo nunca descubrirá el alma,
disecando cadáveres, como tampoco un mecánico armado de sus pinzas podrá nunca
descubrir al telegrafista desmontando un aparato telegráfico, o al pianista
desmontando un piano. Me parece inútil seguir demostrando la vacuidad de tales
ideas, que diariamente oponen los llamados filósofos positivistas, a sus
adversarios. Antes de terminar estas líneas deseo llamar la atención de los
lectores sobre dos «trucos» de razonamiento, utilizados por los materialistas
en las discusiones, y de los cuales echan mano generosamente en cuanto se
sienten inferiores en la controversia.
El primer
«truco» consiste en indicar al ingenuo adversario, como documentación, «Ciencias
especiales y memorias obscuras» que se suponen desconocidas del contrincante. ¿Cómo
osa usted, señor, hablar de las funciones cerebrales, e ignora usted la
cristalografía? ¿Se atreve usted a
abordar estas cuestiones y no ha leído usted la última memoria de M. Tartempion
sobre las funciones cerebrales del hombre de la edad terciaria y del pez rojo? Vaya
usted a la escuela, caballero, y no vuelva usted a discutir conmigo en tanto no
sepa los elementos de la cuestión que trata de abordar. Estos señores, que de tal modo se conducen,
por lo general, son alumnos brillantes de la Facultad de Medicina, que sólo 316
conocen de la psicología y de la filosofía el nombre... ¡y gracias!
El segundo
«truco» consiste en anonadarnos con el ridículo, por haber tenido la audacia de
emitir una «opción» contraria a las ideas sustentadas por M.X. quien- suelen
decir- tiene más títulos que nosotros. ¡Cómo es posible! Usted es un simple
doctor en medicina, y trata usted ya de discutir las opiniones de M.O... Catedrático
auxiliar, o de M.Z.… ilustre profesor. ¡Primero sea usted lo que ellos son, y
después, ya veremos! Todo esto no son más que salida de tono, pero empleadas
con tanta frecuencia, que se han utilizado recientemente con B. de Brunetiére,
quien osó hablar de CIENCIA, él que ni siquiera era médico... ¡¡¡Horror!!! Y
cuando se es médico, hace falta ser auxiliar; y cuando se es auxiliar, es
preciso ser catedrático; y cuando se es catedrático, académico; y cuando un
miembro de la Academia de Ciencias, se atreve a afirmar su fe en Dios y en la
inmortalidad del alma, como lo hizo Pasteur, suele decirse que es viejo y que
sólo la decrepitud puede inspirar tales doctrinas. Tales son los fuegos de
artificio de que se valen los materialistas, pero basta conocerles para
relegarlos a su justo valor. Tampoco sería justo decir que la fe es una gracia
especial concedida a algunas criaturas; estoy persuadido, desde lo que yo
llamaría mi evolución personal, de que la fe se adquiere con el estudio, como
todo lo demás.
Pero el tránsito
materialista tiene, no obstante, una gran importancia; permite abordar la
psicología, existe un principio intermediario encargado de establecer las
relaciones entre los dos extremos y que está fuera del dominio de la
fisiología. Este principio, conocido hoy con el nombre de vida orgánica y que
ejerce su acción exclusivamente sobre sus órganos de fibra lisa, por el
intermediario del nervio gran simpático, tiene, a mi juicio, una existencia
bien definida y no niega nada de las deducciones metafísicas. Los antiguos
herméticos llamaban a este principio, cuerpo o formador, cuerpo astral, y a él
es al que se le atribuían la conservación y sostenimiento de las formas del
organismo. Así, puedo decir que el estudio de ese cuerpo astral que yo he
proseguido hasta hace unos diez años, me permite dar una 317 explicación muy
científica de esos extraños fenómenos hipnóticos y espiritistas que tanto
desconciertan en la actualidad a algunos profesores de la Facultad de París. Además,
un serio examen de todas las teorías expuestas, para explicar esos hechos, me
permiten afirmar que la teoría del hermetismo sobre la constitución del hombre,
teoría que no ha variado desde la XVIII dinastía egipcia, o sea desde hace
treinta y seis siglos, es la única que de una manera lógica y satisfactoria
explica todos los hechos observados.
Podemos también
abordar el problema de la muerta y el de la supervivencia de la personalidad al
otro lado de la tumba, y este estudio debe tener bastante interés, puesto que
muchos «jóvenes» contemporáneos, pertenecientes a la intelectualidad, prefieren
estas investigaciones a las carnicerías de la política y a la lucha de los
partidos. En otra ocasión hablaré de mi vida esotérica.
Por el momento,
sólo he deseado simplemente presentar al lector el camino seguido
esotéricamente, desde mis convicciones materialistas hasta mis estudios
místicos actuales.
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